viernes, 6 de julio de 2018

El Migue



Foto de Miguel Vargas tomada de su perfil de Facebook.

Perfil breve de Miguel Vargas, una de las mentes ociosas, grupo de humor cantado, y amigo de la autora desde hace 15 años y mil obras de teatro, de danza contemporánea, cine, artes visuales y otras dimensiones que han explorado juntos. Fue solicitado y publicado por la revista Rascacielos de Página Siete.

Mabel Franco, periodista

Si alguien parece no querer estar solo ni un ratito, ese alguien es Miguel Ángel Vargas Saldías, el Migue. El título de comunicador social, en su caso, es más que una adquisición universitaria: se trata de la esencia de una persona que vive intensamente hacia fuera, con los demás. Cuesta imaginárselo en la soledad de su dormitorio, por ejemplo, y sin embargo, la vida interior se le desborda en su irreverente sentido del humor, en su capacidad para desmontar prejuicios ante las narices de los defensores de cualquier tipo de corset tejido por las buenas costumbres y las buenas apariencias.

El Migue, periodista cultural, artista desde su niñez, amiguero, chistoso, un buen día decidió unir sus múltiples almas y así se erigió en la cabeza pensante y cuerpo actuante del grupo de humor cantado Las mentes ociosas. Este cuarteto canaliza las ideas que sus amigos hemos apreciado cotidianamente a su lado: sobre lo sublime de lo popular, sobre la hermosura de lo kitsch, sobre la coherencia de las contradicciones.

El Migue es un ejemplo viviente, gran ejemplo en todos los sentidos, de que se puede remar contracorriente y ser feliz si a los demás se los persuade de no ser lastre, sino aire insuflado por la carcajada que despierta el descubrirse entrañablemente absurdo.

Un anarquista en El Búnker

"Muerte de un anarquista". Foto: Mabel Franco


El mérito no es de la realidad, sino de la capacidad del dramaturgo para crear el signo que la codifica, que la atrapa en lo esencial a la espera de que alguien, para el caso Antonio Peredo y el grupo, descubran las claves y la pongan nuevamente en acción.


Mabel Franco, periodista

El Búnker está abierto nuevamente. Buena y alentadora noticia, pues no es cuestión de perder espacios que la gente de teatro se ha abierto para la cultura y no es cuestión de mirar solamente los estatales para gestionar el encuentro con el público.
Antonio Peredo, hombre formado en la Escuela Nacional de Teatro de Santa Cruz y que retoma la labor de coordinación de El Búnker, asumió la dirección de la primera obra de esta nueva etapa. Queda asentada así en el libro de actas esta “Muerte accidental de un anarquista”, infinidad de veces representada por el mundo desde que Dario Fo la concibiera en 1970, y encarnada ahora por los actores bolivianos Bernardo Arancibia, Marcelo Sosa, Luis Caballero, Michael Apaza y Daniela Lema.
Que la realidad de la corrupción de los poderosos, de los abusos del poder –gobernantes, policía-, no parece cambiar demasiado ni con los años ni con las personas que encarnan ese poder, lo pone en evidencia la tragicomedia del Nobel Fo. El mérito no es de esa realidad, sino de la capacidad del dramaturgo para crear el signo que la codifica, que la atrapa en lo esencial a la espera de que alguien, para el caso Peredo y el grupo, descubran las claves y la pongan nuevamente en acción.
En una comisaría, uniformados lidian con un loco enfermo de histriomanía (maravillosa alegoría de la re-presentación, del teatro). Ese loco, por un enredo, abrirá el expediente que quema a las autoridades: el “suicidio” de un anarquista que habría saltado desde la ventana de una delegación policial. Jugando a ser juez, el loco arrancará la verdad de las cosas o al menos forzará la confesión de lo que resulta algo sí como el modus operandi del poder corrompido.
Arancibia, un actor seguramente ideal para el papel que exige dominio de gesto y palabra para ser absurdo al mismo tiempo que dramáticamente serio, pronto tropieza, como el resto, con una puesta que parece haber trabajado más la forma –cámaras, imágenes proyectadas, presencias didácticas (como las de la reportera de Tv), apagones y otros- que la fluidez de la relación entre los personajes. Tantos recursos fragmentarios podrían develar la desconfianza del director en la capacidad de la obra de decir o, peor, del espectador para leer la metáfora.
Un recurso hay que rescatar de esta puesta, aunque al final no se lo explote en todas sus posibilidades: el ventanal instalado entre los espectadores y la delegación. Trasponer esa ventana y, cada vez que se cierra seguir lo que pasa a trasluz, ayuda a enfatizar en esa locura del teatro de atisbar en vidas y obras como en la realidad-realidad no es posible.
Pese los problemas por remontar, el texto de Fo aflora y uno entiende el porqué el poder persigue a quienes no se conforman con la versión oficial de la vida o de la muerte. Ahí radica el peligro –para ese poder- del arte de la re-presentación. De la locura lúcida. Del anarquismo, pues.

Nota escrita para la revista Rascacielos de Página Siete

jueves, 31 de mayo de 2018

¡A capitalizar el caos!

Llamerada San Andrés. Gran Poder 2018. Foto: Mabel Franco

Hay que ver cuánto se esfuerzan todos, aun los que se mueven en el terreno de la danza contemporánea, por ordenar, uniformar, igualar, sincronizar. Como si no se hubiesen percatado de que entre bolivianos es más que probable que reine un otro orden, el orden del caos.

Mabel Franco, periodista

No he tenido la ocasión de ver un solo baile encarnado por cuerpos bolivianos, en la calle o en un escenario, a cargo de profesionales y menos de aficionados, jóvenes o viejos, en el que los ejecutantes puestos a sincronizar –es decir, moverse al mismo tiempo, como si fuesen uno- lo hayan logrado. Ha dado lo mismo que fuesen bailarinas en pleno vals de los cisnes o morenos fluyendo al son de sus matracas: nunca, pero nunca, los brazos se han movido como los de Vishnu; siempre, pero siempre, las piernas en alto han alcanzado ángulos dispares; jamás de los jamases las filas han sido rectas sino serpenteantes e irregulares trazos… Un caos, se diría en tono de reclamo.
Algunas de las veces, esa falta de ansiada uniformidad devela un defecto en los bailarines. Hay que ver la falta de dominio que tienen muchos de ellos sobre sus cuerpos, producto de la falta de preparación, de entrenamiento, de cuidado. Esto es fácil de ver en los denominados ballets folklóricos, cada vez más numerosos, cuyos directores reclutan alumnos para llevarlos al cabo de pocos meses a escenarios de representación, donde cobran al público por verlos actuar. Como la mayor parte de ese público resultan ser familiares de los bailarines, el rito se repite sin reclamos y, por tanto, sin exigencias de calidad.
Otras veces, el defecto parece estar en coreógrafos y directores. Hay que ver cuánto se esfuerzan todos, aun los que se mueven en el terreno de la danza contemporánea, por ordenar, uniformar, igualar, sincronizar. Como si no se hubiesen percatado de que entre bolivianos es más que probable que reine un otro orden, el orden del caos.
Hace algún tiempo me tocó en suerte asistir, como observadora, al último ensayo de una gran fraternidad de morenada. En el inmenso local del oeste paceño, los bloques ensayaban sus pasos propios con su propia música. Parecía una torre de Babel del folklore: ¿cómo iban a dialogar tantos y tan diferentes grupos? Llegado el momento, la banda en directo se impuso y todos, todos los bloques fueron uno: no es que hicieran la misma coreografía, para nada, y ni siquiera iban a vestirse igual el día de la entrada; pero en su diferencia ¡fueron uno!
Cholas antiguas, morenada. Gran Poder 2018. Foto: Mabel Franco

Si tan solo capitalizáramos el caos, librándolo de la improvisación y el descuido, otra sería la historia. Lo siento, pero nunca haremos un pas de six decente, salvo excepción: hay algo en la química y la física de los cuerpos made in Bolivia que se rebela. Por qué insistir en ser lo que no somos, en ser como no somos, y más bien de una vez ponemos a bailar al caos en tono de elogio.


Nota publicada en la revista Rascacielos de Página Siete

martes, 22 de mayo de 2018

Una lección de sociología a cuadritos con Salvador Romero Pittari


Salvador Romero P. con su cajita de dibujos pocos meses antes de su fallecimiento ocurrido el 3 de abril de 2012. Foto: Mabel Franco
El sociólogo, fallecido en 2012, tenía un alma secreta como historietista: coleccionaba revistas, pero también guardaba sus dibujos de niñez.

Mabel Franco, periodista
"Soy un historietista frustrado", nos había dicho Salvador Romero Pittari hace tiempo, cuando en una charla informal salió el tema de los cómics. Así que, a raíz de la edición de Escape, de marzo de 2012, dedicada al cumpleaños de Mafalda, entre las personas consideradas para pedirles un análisis de esta creación de Quino, el sociólogo boliviano estaba en primer lugar.
Sabíamos que todavía estaba recuperándose de una complicada operación quirúrgica, de manera que nos comunicamos con él para ver si podía enviarnos un texto o aceptar una entrevista telefónica. La respuesta fue una animada invitación a visitarlo en su domicilio de la zona de Calacoto. Porque no iba a ser una simple consulta, sino la oportunidad para charlar de ese su amor por las historietas.
De una cajita guardada en uno de los estantes de libros, Salvador Romero sacó unas tiras de papel cuidadosamente enrolladas. “Son mis dibujos”, explicó y nos dio acceso a un tesoro conservado desde la niñez por quien pudo ser historietista,pero que se decantó por la sociología.

Los dibujos hechos durante la niñez por Salvador Romero. Foto: Mabel Franco
“Yo dibujaba mis historias y armaba estas tiras largas pegando el papel, pues me inventé un cajón con un agujero, de manera que pasándolas poco a poco, dejaba descubrir los cuadros o viñetas al espectador que era mi hermano”. Los argumentos basados en las lecturas del pequeño Salvador, y también en el cine, eran esencialmente visuales, “no les ponía los globos ni otros textos que podían sobreponerse y perjudicar mis dibujitos”. Los diálogos los asumía el autor, que entonces se volvía narrador de fantásticas historias de misterio y de amores apasionados.

El primer cuadro de las tiras, dibujado con tinta o con lápiz, lleva un título, y el último, los créditos inventados por el dibujante: director y actores.
En el colegio, “a veces hacíamos revistas y allí también intenté crear mis historietas, tanto me gustaba el género”.
La producción argentina y la estadounidense acaparaban la atención del niño. En Buenos Aires, donde cursó el colegio, el auge de la historieta, condibujantes como Lino Palacio (Don Fulgencio) o Guillermo Divito (Rico Tipo, la revista), se vio renovada por la llegada de autores italianos que dieron lugar a una época de oro.
De ese tiempo dorado es la presencia en Argentina de Hugo Pratt, que fue parte de la serie y revista El sargento Kirk, donde estampó su estilo de dibujos, y luego, su Corto Maltés. “Pratt fue parte de un taller que se llamó de los 12 grandes; me hubiese encantado ser parte. Pero asistí a un instituto que se promocionaba como de alto nivel y al que mi madre me inscribió; fue de lo peor” y tal vez por esto, el chico de 12 años fue abandonando la idea de ser historietista, pero no dejó de leer revistas y de hacer sus trabajos caseros.

Los dibujos de rasgos clásicos, tan cerca de los años 50, develan a un artista en ciernes.
Foto: Mabel Franco

Venidos del otro lado de América, reinaban en su mundo Mandrake, el mago (Lee Falk y Phil Davis); El Fantasma (Lee Falk); Terry y los piratas (Milton Caniff/George Wunder), Superman (Jerry Sieger y Joe Shuster), entre tantos personajes que alimentaron el imaginario infantojuvenil.
Cuando Romero tuvo la oportunidad de viajar a Europa para estudiar en la Universidad de Lovaina (Bélgica), encontró un nuevo panorama para su pasión: “Descubrí Las aventuras de Tin Tin (Georges Remi, Hergé); debo tener toda la colección. Recuérdame que te la muestre alguna vez que tengas tiempo”.
Con Tin Tin, que Romero llegaría a compartir con sus nietos, le pasó algo curioso. “El tiempo que viví en Lovaina, con otros compañeros solíamos ir a Bruselas haciendo auto stop;cierta vez, me recogió un oficial del ejército belga, con quien me puse a charlar y, al saber que yo era boliviano, me preguntó si leía Tin Tin. Le dije que por supuesto y entonces me preguntó si sabía que la aventura titulada La oreja rota está inspirada en la Guerra del Chaco. Me sorprendió muchísimo y mi interlocutor me explicó que era miembro del estado mayor belga, especialista en conflictos de América Latina, en particular en la contienda que libraron Bolivia y Paraguay”.

Ciertamente, en la historieta mencionada, que lleva al reportero a Sudamérica en pos de una pieza de cerámica robada, si bien no se menciona a los países con sus nombres reales, sino como San Teodoro y Nuevo Rico, hay una contienda por el petróleo.
El universitario
Asterix, Corto Maltés... los cómics fueron matizando los días del estudiante de ciencias sociales que, por otro lado, admiraba al pensador alemán Max Weber, en busca del cual —para profundizar en sus ideas— había llegado a Europa, luego de que empezase su vida universitaria en La Paz.
“Mi padre y mi abuelo fueron abogados. A mí me interesaban las ciencias sociales, pero en ese entonces, para abrazar este campo en Bolivia, había que estudiar Derecho, así que empecé la carrera en la Universidad Mayor de San Andrés”. El padre le dijo que lo que deseaba era facilitar al hijo los estudios y “me permitió el privilegio de no trabajar, de manera que también entré a Filosofía, una gran facultad en su tiempo y muy exigente”.
El marxismo teñía el ambiente académico, “a veces de forma muy simplificada, y yo, que siempre he sido un contreras —mi padre me decía ‘sonso al revés’, con su tono tarijeño—, buscaba opciones. Un día, de casualidad, alguien mencionó a un señor Weber y la obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Picado por la curiosidad, “me fui a prestar algún libro al respecto y hallé la traducción al castellano de la obra, que se hizo antes que la versión francesa o inglesa...  Pero, ven, te voy a mostrar el libro del que te hablo, si no te estoy dando mucha lata”.
De ese modo, la entrevista, que debía ser sobre Mafalda, se fue convirtiendo, con Salvador Romero, en una fascinante charla, tal cual las clases que solía dar en la universidad. Conversador ameno, generoso, iba tendiendo redes con diversos datos, por momentos tan amplios que uno sentía que iba a perderse. Y, de pronto, cualidad del maestro, él cerraba el círculo. Así, aquel día, Mafalda no fue sólo un personaje de historieta, sino un instrumento para leer la sociedad, para intentar comprenderla en su complejidad y contradicciones. ¿Quién sino un experto en ambos campos para unir coherentemente a una niña de tinta con el filósofo Weber?
Los encuentros
El viaje de estudios a Lovaina le acercó, pues, al alemán “que influyó, diría yo, aún en mi vida personal, con esa su postura escéptica, menos determinista, que he mantenido siempre”. Sin embargo, en la universidad las cosas no pasaron como lo imaginaba, “pues la carrera de Ciencias Sociales estaba ya muy dedicada a los métodos, las estadísticas”. Igualmente, cuando llegó la hora de hacer la tesis de licenciatura, “fui donde uno de los pocos profesores que podían guiar este tipo de trabajos. Voy a trabajar Weber, planteé. Supongo que usted habla alemán, comentó. Le respondí que tenía la traducción al castellano. ¿Se animaría a hacer una tesis sobre un autor al que no es capaz de leer en idioma original?, me aterrorizó”. El joven terminó por aceptar la propuesta de ahondar en los presupuestos familiares, una técnica para ver en qué se gasta un salario y adónde irá a dar el dinero si hay un incremento. “Pedí información a Francia, sobre encuestas en África, y trabajé un año. Aquí lo tengo, le presenté al profesor. Otra vez me miró con sorna: No es más que el aliño para cualquier ensalada, no vale mucho científicamente, no hay nada nuevo, me respondió. Y reparó en un capitulito, casi en anexo, donde yo hablaba de la aplicación de esas encuestas en comunidades campesinas de Bolivia. Eso, haga sobre eso y salve parte de lo que ya ha elaborado”. Así salió la tesis, con sus copias logradas en esténcil, una de las cuales se halla en los estantes de la familia Romero.
Ya graduado, el profesional regresó a Bolivia. Se casó con Florencia Ballivián y comenzó a trabajar en la que debe ser la primera ONG en el país. “En ese tiempo, en las oficinas leíamos Mafalda”. Y en el hogar, también. “Le leía y explicaba pedacitos de la historieta a mi hijo Salvador Ignacio, quien tenía como tres años; pero además le dibujaba los personajes. Le hice un afiche sobre la tira del ‘palito de abollar ideologías’. Mafalda engarzaba muy bien en las visiones de vida de mi entorno”.
Otra vez, la historieta. “En ese tiempo, la creación de Quino no era de lectura popular. Se dirigió, pienso, al público de clases medias latinoamericanas y nosotros, en Bolivia, la leíamos en momentos en que asomaba tímidamente la ideología de izquierda”. El existencialismo, Sartre, el psicoanálisis y ese tipo de ideas aparecen entre los personajes, “hasta ese momento de ruptura que representa Mayo del 68”. Tal movimiento, “a mi modo de ver, quiebra la concepción clásica de la lucha de clases”. Es la primera vez, “como dice Alain Touraine, en que dejan de enfrentarse burgueses con proletarios y éstos se ponen de lado de los primeros”. Mayo del 68 “denuncia a los estados centralizadores, que manejan gran parte de la vida de las personas: la famosa planificación. Y entonces, así como la vanguardia del proletariado fueron los impresores, ahora son los estudiantes, más sensibles a las formas de dominación que se ejercen desde el Estado, los que salen al frente”. Mafalda también “cambia un poco, pues deja la búsqueda de igualdad y se decanta por mayor libertad y espontaneidad. Fue el periodo más fuerte antes de su desaparición. Y Quino hará luego otras tiras más agudas, perversas y maliciosas”.
Para el doctorado, Romero volvió a Europa. Otra vez Weber y, esta vez, el tema de la  legitimidad del poder. Y nuevamente una lección: “un profesor amigo me dijo, en sus palabras, no seas sonso, uno siempre debe trabajar el tema del que más sabe, el que domina; si vas con Weber, el tribunal te va a hacer trapo”. Lo dejó y se dedicó a estudiar los movimientos sociales campesinos en Bolivia. El ejemplar de la tesis está guardado y luce sus hojas de papel copia trabajadas a máquina.
El contenido trata de un tema que en su tiempo fue calificado, por grupos ideologizados de la UMSA, como “maniobra distraccionista”: “Identifiqué movimientos que llamé arcaicos y modernos; los primeros eran aquellos dados la vuelta hacia la comunidad  y que intentaban imponer al resto de la sociedad boliviana formas de vida que, en rigor, no son ni del incanato, ni comunidad ancestral alguna. De todas maneras, ese mundo trataba de imponer valores, maneras de vestirse y hasta el idioma (aymara). Por supuesto, como sucede ahora, no convencían a quienes ya están colonizados desde hace tanto tiempo, que el mestizaje es su realidad”. Y estaban los modernos, “los que buscaban aliados urbanos  para lograr cambios: así se consiguió la reforma agraria y otras medidas y —como verás— así se mueven ahora en la temática de la carretera por el TIPNIS”.

Mafalda y las confirmaciones
Lo que Romero no dejó de buscar es lo que hay detrás de dichos movimientos y esto le permitió desembocar en Weber, a quien nunca había olvidado. “Y Mafalda, de alguna manera, me ayudaba a comprender lo que se pensaban las clases medias en un mundo en el que comenzaban a cobrar protagonismo la ruralidad, los campesinos, etc., mientras estaban perdiendo espacio los famosos proletarios”.
Y “yo, que dediqué mis esfuerzos a contribuir a la mejora de mundo rural, que trabajé en temas de marginalidad, siempre creí que ese mundo estaba totalmente tocado, modificado desde la llegada de los españoles. Y mira tú que encontrar en una historieta un mundo que emergía (la clase media), frente a todo el debate de la burguesía y el proletariado campesino, me convenció de que había que hacer una política no para los extremos, sino abarcar a las distintas clases, incluida la media que es el lugar de llegada de los sectores en ascenso, el elemento de engarce, sobre todo en Bolivia”.

Este artículo fue publicado el 15 de abril de 2012 en la revista Escape de La Razón

jueves, 17 de mayo de 2018

El público

Cada sociedad le da al arte el público que éste ha ido construyendo, se podría parafrasear. Porque no hay aceras de en frente en este asunto. La relación es de corresponsabilidad.

Mabel Franco, periodista


Deseado, añorado, temido, odiado. Héroe o villano. Causa o consecuencia… El público es un personaje central de cualquier representación escénica, el que le da sentido, el que lo completa por semejanza o por oposición.
Anónimo, disperso, voluble, el público es el misterio que explica la existencia de eso que se llama arte. El artista que ignora esta condición no ha entendido su propia naturaleza y menos la trascendencia que su obra puede adquirir o no dentro de una sociedad.
Qué público será el que hoy y aquí acompaña a quienes pugnan por hablar desde un escenario teatral. Es la gran pregunta que cabe hacerse en momentos en los cuales preocupa la cantidad –cuánta gente acude a los teatros-, cuando la calidad parece ser la verdadera cuestión: la calidad de los espectadores.
“Lo grave es que las gentes que van al teatro no quieren que se les haga pensar sobre ningún tema moral”, decía Federico García Lorca en los años 20 del siglo pasado. Y describía al público burgués y convencional: “Van al teatro como a disgusto. Llegan tarde, se van antes de que termine la obra, entran y salen sin respeto alguno”.

Expresión encarnada de lo dicho, podríamos añadir: quieren invariablemente reír. Preguntan antes de comprar la entrada si es “comedia o tragedia”, alejándose si no es lo que ellos entienden por comedia. Si entran pese a todo, ríen a la menor señal que identifican como divertido, aun cuando lo que va planteando la obra inequívocamente daría para llorar a gritos o para guardar silencio.
Ejemplos hay demasiados como para pensarlos excepciones. El último y más extremo, el del público que asistió a “Ella”, obra de La comedia cordobesa (Argentina) representada en el teatro Nuna de la zona Sur, como parte del Festival Internacional de Teatro de La Paz. Dos hombres desnudos, sofocados en un sauna, van confesándose sentimientos respecto de una mujer que develan la violencia de la posesión, del derecho sobre ella que supuestamente les da el amarla. La gente explota en carcajadas a cada paso, mucho más cuando la ferocidad de la palabra se traslada a la lucha cuerpo a cuerpo de estos machos incapaces de salvarse, de salvarla.
Ah, el público. Existe, qué bueno. Aplaude, qué maravilla.  Se torna en masa complaciente, qué peligroso. Exige pensar, qué miedo más esperanzador.
Cada sociedad le da al arte el público que éste ha ido construyendo, se podría parafrasear. Porque no hay aceras de en frente en este asunto. La relación es de corresponsabilidad. En esto hay que pensar ahora que ese escurridizo animal parece regodearse con los reality shows, el chiste fácil, la moda, la tendencia. Corresponsabilidad, pues. Porque calidad de público es calidad de arte… y viceversa.

Nota publicada en la revista Rascacielos de Página Siete, el 13 de mayo de 2018

viernes, 6 de abril de 2018

Nuestro Santalla

Santalla firma autógrafos en el teatro municipal Saavedra Pérez, marzo de 2018


Cuando él mira de frente al auditorio o le da la espalda, éste va a seguirle totalmente entregado y dispuesto a beber hasta la última gota del elíxir.

Mabel Franco, periodista

Algo fascinante se produce cuando se deja de prestar atención a lo que pasa en el escenario y se la centra en la platea. Las risas dejan de ser un ruido, para constituirse en una cascada en la que es posible, si se escucha con oído fino, identificar las expresiones individuales de la felicidad o, al menos, del placer. Es un misterio que por segundos, se cree tocar. Este asomo a lo insondable del mecanismo humano de la risa lo logra David Santalla, comediante boliviano que vive una segunda vida a la manera de un nigromante. Santalla aparece en la escena y el cerebro de los espectadores, viejos y jóvenes, parece conectar con la fuente de la risa. Es automático, impensado.
Vestido como Salustiana o como Toribio, los personajes que rejuvenecen al actor que este año cumplirá 79 años, Santalla hace algo que no tiene explicación, que hay que presenciar para comprender. En la obra que acaba de mostrar en el Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez, “Imilla metete… cama adentro”, Salustiana recorre, a oscuras, de un extremo a otro del escenario ambientado como sala comedor de una vivienda. Su avance a tientas, que visto fuera de ese contexto no es nada extraordinario, tiene un algo que seduce y entonces uno muere de risa.
Que el aura que rodea al actor es sólo de él, quien seguramente es incapaz de explicar el misterio, parece probado por la forma en que la obra se enfría y decae apenas él sale del escenario. Su elenco sufre la gota gorda para llenar el vacío, sin lograrlo. Es el premio y el castigo del propio Santalla que, como todo humano tocado por los dioses, no puede transmitir dicho toque. Y por eso no tiene sucesores a la vista, apenas imitadores.
Muñeca del personaje Salustiana.

El humor de Santalla no es intelectual. Los temas de las obras que él escribe y dirige son banales, anecdóticos, intrascendentes. Incluso, peligrosamente estereotipados. Sus puestas son planas, con escenografía de emergencia, sin recursos de luces o sonido dignos de tomarse en cuenta. No es, pues, un Dario Fo, por mencionar un ejemplo de comediante.
El humor de Santalla tampoco parece funcionar fuera del teatro: no funciona como Stand Up, no llega al humor gráfico (basta leer sus historietas), tampoco es el mismo en una charla persona a persona.
Pero, ¿saben?, no importa. Cuando él mira de frente al auditorio o le da la espalda, éste va a seguirle totalmente entregado y dispuesto a beber hasta la última gota del elixir. A alguien como el Santalla del escenario teatral no se le debe pedir más sin el riesgo de cometer algún tipo de pecado.

Artículo para la revista Rascacielos de Página Siete, publicado el 1 de abril de 2018

sábado, 31 de marzo de 2018

Gonzalo Hermosa quiere "poner coto a lo extranjero"

"Entre los planes del nuevo director de Promoción del Folkore figura el cobro por difusión de la música: 10 centavos para lo nacional, 20 lo tropical y 30 el rock. También buscará que los teatros sean para lo boliviano". Así rezaba el epígrafe en la nota publicada el 6 de noviembre de 2002.


Mabel Franco, periodista


Gonzalo Hermosa será posesionado hoy a las 11.00 como director de Promoción del Folclore, en el Viceministerio de Cultura. El líder del grupo Los Kjarkas habló ayer con La Razón.

¿Cómo se justifica esta nueva dirección?
Es una necesidad de una gran mayoría de folcloristas que más o menos llegan a 500 en todo el país y están muy desatendidos.

Lo mismo podrían decir los teatristas, los artistas plásticos, etc. ¿Por qué no crear una dirección para cada sector?
Como folclore vamos a tomar todo lo que sea pensamiento nacional. Todo lo que pueda identificarnos como bolivianos. Vamos a atender lo que concierne a artesanía, casas disqueras, peñas, Gran Poder, Oruro, etc.

¿Cuáles van a ser los pilares de su trabajo?
Voy a empezar con la difusión. Hay que poner coto a muchas músicas que hoy tienen prioridad en los medios, como el rock, lo tropical, etc.

¿Y cómo va a hacerlo?
Sencillo. Cobrando la ejecución pública de la música así: 10 centavospor cada canción nacional, 20 lo tropical y 30 el rock. Hay que hacer que el Parlamento apruebe esto. También voy a ir por las escuelas para que los niños aprendan a bailar huayño, a tocar la quena y la zampoña. Voy a reunirme con los profesores de música y educación física desde kinder. Así es como vamos a lograr que los niños conozcan su tierra. El nuevo hombre nacional tiene que surgir desde ahí.

¿El Gobierno le ha ofrecido presupuesto para su trabajo?
Esta dirección la ha creado Gonzalo Sánchez de Lozada, que se ha preocupado mucho. No nos ha ofrecido dinero de entrada, sino que nosotros vamos a defender nuestro POA.

¿Sabe Ud. que el Ballet Folclórico trabaja en una casa que se está cayendo y que el Viceministerio no pudo reparar? ¿No será que la cabeza crece y la base está desprotegida?
La cabeza no va a crecer mucho. Pondremos a seis elementos a trabajar, no a 100 personas.

¿Quiénes serán?
Los hermanos Rubén y Roger Villarroel, folcloristas que han trabajado en Tarija y Sucre, y Gastón Guardia, el zampoñista de Los Kjarkas, entre otros.

¿Qué más se hará, aparte de la difusión?
Queremos escribir sobre el huayño, la cueca, el chuntunki. Entregar textos a los profesores de música. Hay que ver que los teatros se usen para cobijar a lo nacional y no a la cultura europea con sinfónicas y ballet...

Pero ¿se puede vivir mirándose solo a uno mismo?
El boliviano tiene baja autoestima. Envidia al hombre de afuera, no es feliz con lo que tiene.

¿Qué le hace pensar que, de ser esto así, va a cambiar?
No voy con la seguridad ni facilidad de ganar. Pero voy a batallar. Si no hay presupuesto aquí, vamos a traerlo del extranjero.

¿No es una contradicción: teatros para lo boliviano, no lo foráneo, pero fuera se va a extender la mano por dinero?
Podemos acudir a Japón, seguro nos  va a dar. Los americanos, también. Y si no resulta, si no hay presupuesto, en último caso  no tengo nada que perder, pues vuelvo a Los Kjarkas, con los que gano mucho.    

lunes, 12 de marzo de 2018

La residencia de Italia está en tierras de los Cusicanqui.


Desde 2012, la casona se erige en un terreno que en 1888 pertenecía a Fermín Cusicanqui. Este hombre, que había nacido en 1840, era del linaje de los caciques de Calacoto (región altiplánica de la provincia Pacajes de La Paz). 

Mabel Franco, periodista
Fotos, Wara Vargas

En la plaza 16 de Julio de Obrajes —más paceña, imposible—, justo en la acera que está en frente de la iglesia del Señor de la Exaltación, un muro de pinos de una cuadra resguarda el hogar del Embajador de Italia. Es fácil darse cuenta de que allí se habla el idioma de Dante, pues entre los techos cubiertos de tejas que se ven desde la calle Díaz Villamil flamea la bandera verdeblanquirroja.

La construcción, que data de principios del siglo XX, está muy bien conservada y luce su belleza a un lado del inmenso jardín que alguna vez tuvo incluso una piscina, de cuyo recuerdo queda una casita en la que se refugiaban los bañistas.

La propiedad, “una de las más hermosas villas en La Paz”, a decir de Philipp Schauer, el exembajador de Alemania que se había dedicado a investigar la historia de obras arquitectónicas en la urbe (ver recuadro inferior), se erige en un terreno que en 1888 pertenecía a Fermín Cusicanqui. Este hombre, que había nacido en 1840, era del linaje de los caciques de Calacoto (región altiplánica de la provincia Pacajes de La Paz).

Descendientes de Túpac Inca Yupanqui, los Cusicanqui eran parte de la nobleza que los españoles reconocieron, como explica la historiadora Laura Escobari de Querejazu —también una Cusicanqui— , autora del libro De Caciques nobles a ciudadanos paceños. Historia, genealogía y tradición de los Cusicanqui, s. XVI-XXI.

Fermín Cusicanqui, ya ciudadano de la República de Bolivia, era “socio de varias empresas comerciales, poseía varias propiedades en La Paz, haciendas y minas, era socio de un banco y cofundador del Club de La Paz”, enumera Schauer. Y Nueva Economía, en un artículo sobre el empresariado paceño, escribió en 2010 que don Fermín fue, junto a Justo Pastor Cusicanqui,  uno de los primeros empresarios del transporte que tuvo La Paz. “Estos emprendedores, en las recuas de sus mulas, en 1860 hacían posible el comercio desde La Paz hasta Oruro y Cochabamba y viceversa. Venían del sur con sal y llevaban coca a las minas. A ellos les siguieron los que se dedicaron al negocio de rentar carretas jaladas por mulas y llamas que, aún ante la llegada del ferrocarril, se mantenían vigentes disputando la demanda del transporte”.



Una primera construcción en el terreno de Obrajes fue demolida en 1912 y la segunda, aún hoy en pie, fue elevada en 1921. Al morir Cusicanqui, en 1924, la casa no pasó a manos de ninguno de sus seis herederos, pues la había vendido a Jorge Saenz Cordón, un magnate de la construcción que en principio la usó para pasar el fin de semana y luego se instaló en ella.

En la década del 40, el bien pasó a manos de los italianos Pedro y Nicolás Linale, comerciantes que habían llegado a Bolivia junto con el checoslovaco Federico Weiss y que se dedicaron a importar carros de lujo (Austin, por ejemplo), motocicletas, las máquinas de escribir Olivetti, armas y hasta locomotoras. Su tienda-taller, aporta más datos el Embajador de Alemania, estaba en la avenida Montes y Uruguay.

Luego de la Revolución de 1952, la casa pasó a ser residencia de la Embajada de Perú y en los años 60, de Italia, representación diplomática que finalmente adquirió la propiedad.

La actual posesión extraterritorial italiana ocupa solamente una parte de lo que fue el predio Cusicanqui, el que llegaba, hacia el oeste, hasta el Choqueyapu. Hoy, la avenida Costanera y el terreno donde se ha construido el hospital de la Caja Petrolera lo separan de aquel río.

De todas maneras, el predio es enorme. Sólo la casa ocupa 400 m2 y  hay otra edificación posterior que los Linale utilizaban para exponer las máquinas que vendían. Están también los cuatro niveles de jardín con pinos, alguna palmera y flores ornamentales, incluido un conjunto de cactus y setos.

La vivienda, de cuyo diseñador no se tiene datos, es de dos plantas. Dos curiosidades han llamado la atención de sus ocupantes actuales. La primera es una capilla en la parte superior, que De Chiara utiliza para dibujar, una afición que se le ha desarrollado desde que está en La Paz. En dicha capilla se aprecian unos vitrales que son obra de Antonio Morán Gismondi, uno de los artistas de la familia vinculada con la fotografía en Bolivia. Obras suyas están también en edificios privados y públicos como el Palacio de Gobierno y la Subalcaldía de la zona Sur en La Paz; la Casa de la Libertad en Sucre, la Escuela de Comando y Estado Mayor Militar en Cochabamba.



La segunda curiosidad es un escondite para dos personas de pie que se halla en el cuarto cuerpo del librero que está en el ala derecha de la planta baja.

En un país políticamente turbulento, como muestra la historia de Bolivia en el siglo XX —en cuyos inicios, como se ha dicho, Cusicanqui encargó la construcción—, un escondite no estaba demás.

Recuenta Schauer que en 1930, Saenz Cordón convocó a una reunión de alto nivel con hombres de negocios, “con la intención de desarticular un inminente golpe de estado/revolución en contra del presidente Hernando Siles Reyes”, quien había logrado evitar una guerra con el Paraguay, pese a la presión de la gente.

No lo consiguieron. A fines de ese año, otra reunión, con todos los partidos del momento, principalmente liberales (Saavedra, Salamanca y Bustamante, entre ellos), decidió dar su respaldo a la candidatura de Daniel Salamanca. Éste, efectivamente, terminó sentado en la silla presidencial y llevó al país a la Guerra del Chaco.

Pero, basta de historia. El presente encuentra a la casa en un sector de Obrajes que mantiene un entorno arquitectónico coherente. Por ejemplo, la casa del presidente Bautista Saavedra (de fines del siglo XIX y principios del XX) está en una esquina frente a la residencia. Lo lamentable es que ya asoman edificios de varios pisos que amenazan con quebrar la armonía.

En 2016, la propiedad fue reconocida por el Gobierno Autónomo Municipal de La Paz como Patrimonio Arquitectónico y Urbano de la ciudad.


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Fermín Cusicanqui Mostajo (1840-1924). Uno de los seis hermanos descendientes de los caciques de Pacajes establecidos en La Paz. Hábil comerciante, fue dos veces munícipe de La Paz, diputado y cofundador de la Cámara de Comercio paceña. Foto y datos del libro ‘De caciques nobles a ciudadanos paceños’, de Laura Escobari de Querejazu (La Paz, 2011).  (ver foto en fotogalería)

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Guía turística e histórica de La Paz. Philipp Schauer, quien en 2013 era embajador de Alemania en Bolivia, editó una guía en castellano e inglés (Ed. Gisbert, 2013), que hace un recorrido por los edificios notables de La Paz. En ella se recogen datos sobre el pasado de inmuebles privados y públicos que se pueden hallar en la urbe, por ejemplo la residencia de Italia.

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La nota fue publicada originalmente el 23 de junio de 2013 en la revista Escape de La Razón

Residencia alemana en La Paz: la casa de los encuentros

Detalle de la fachada. Foto: Pedro Laguna.

Luis Ernst construyó una casa de estilo alemán a principios del siglo XX que, en 1948, su yerno Ernesto Fricke llenó de detalles barroco mestizos. La casa es territorio alemán, pero su historia es parte del patrimonio paceño.

Mabel Franco, periodista
Fotos: Pedro Laguna

En medio de las características arquitectónicas, que no son pocas: altorrelieves, rotonda, senderos de piedra, azulejos, jardines... la vista recae, inevitablemente, en las puertas de la antigua mansión Ernst Rivera. Cada una es diferente, como si el constructor hubiese buscado con particular interés que el paso de un ambiente a otro no pasara desapercibido. 

La casa que se levanta en la zona de Obrajes de La Paz es, desde 1955, la residencia del Embajador de Alemania. El habitante que tuvo en 2012, Philip Shauer, no se conformó con pasar por la vivienda de dos pisos, sino que, fiel a su inquietud de “turista profesional”, como se define, se convertió también en detective. Resultado de sus pesquisas, ahora existe un folleto, que se halla en el vestíbulo de la casa, en el que se resumen los datos esenciales de la historia de un inmueble que se remonta a 1900 y que refleja los lazos entre Alemania y Bolivia. 




Los Ernst
En el terreno que iba desde la actual vía Díaz Villamil y Calle 7 de Obrajes, hasta el río Choqueyapu, a principios del siglo XX fue erigida una vivienda de campo, en medio de árboles de pino y palmeras. Allí solía ir de paseo la familia del empresario alemán Ludwig (Luis) Ernst, uno de los fundadores de la Cervecería Boliviana Nacional. Este hombre tenía una agencia de aduanas en Puerto Pérez y representaba a varias firmas alemanas. 

Don Luis se casó con una boliviana de apellido Rivera y tuvo cinco hijos. Uno de ellos, Hugo, llegó a ocupar cargos públicos de importancia: Embajador de Bolivia en Berlín entre 1938 y 1941, tiempo en el que ayudó a refugiarse en el país a ciudadanos judíos; Ministro de Defensa y de Economía, Prefecto de La Paz (con Hernando Siles) y Alcalde de la ciudad (1952), además de que hablaba un aymara fluido. August, llamado Cuto, fue piloto, sirvió personalmente a Germán Busch y falleció en un accidente en el Sajama en 1938. Y Raúl, Louise (Lucha) y Carmen. Todos ellos acordaron no dividir la propiedad, a la muerte del padre, sino habitarla cada uno por cierto tiempo. 

Carmen, que en Alemania conoció a quien sería su esposo, el boliviano-alemán Ernst (Ernesto) Fricke Lemoine, ocupó la vivienda alrededor de 1948.El embajador Shauer hace notar que este Fricke, nacido en Cochabamba, era pariente de los empresarios de Oruro con quienes Simón I. Patiño trabajó antes de adquirir la mina La Salvadora e inclusive durante los primeros años de búsqueda del estaño en ese sitio. Fueron sus empleadores, que confiaron en la palabra de Patiño, los que le permitieron seguir adelante en los tiempos más difíciles. 


Fricke Lemoine, en todo caso, fue quien decidió hacer modificaciones en la casa; según un estilo Art Decó germano de los años 20 —con techos interiores del gótico alemán—, y le añadió elementos como la construcción circular que destaca en la parte posterior, hacia el jardín, y un pabellón de té estilo japonés. Pero sobre todo le dio un estilo barroco mestizo en la fachada (tallado en piedra y madera) y en  las puertas (algunas de ellas conseguidas de antiguas construcciones coloniales que estaban derruidas) que tanto llaman la atención en la actualidad.

Según dedujo Philip Schauer, Fricke cultivó la amistad del pintor Cecilio Guzmán de Rojas. No se sabe qué grado de cercanía existió entre ambos, pero la familia del pintor indigenista acudió a la mansión de Obrajes para pasar días de campo. Tal vez  estos hombres hayan comulgado en su admiración por la cultura boliviana. Lo cierto es que en las paredes del vestíbulo destacan dos retratos de indígenas que, según le explicó al embajador el hijo del artista, Iván Guzmán de Rojas, corresponden a una pareja de chipayas pintados por su padre. 

Ernesto Fricke Lemoine, que vivió su juventud en Alemania, tenía un acento germano muy marcado. Y era excéntrico. “Le gustaba firmar sus cartas como Emilio, llevaba siempre un portafolio negro y vivía a lo grande”, describe Schauer. Además, “conducía un Cadillac celeste de dos puertas, tenía un departamento lujoso en Buenos Aires, otro en Punta del Este y otro más en Alemania”.

La pareja de Ernesto y Carmen no tuvo descendencia. Cuando los esposos se marcharon a Argentina, la casa fue alquilada a la Embajada de Alemania, que terminaría por adquirirla en los años 60.
El destino de los Fricke Ernst fue trágico. Ella murió ahorcada en un asalto en su domicilio de Buenos Aires y Ernesto falleció en un hotel en Madrid. Se notificó del deceso a la Embajada de Bolivia —él mismo había sido diplomático del país en Praga y Berlín—, pero no hubo respuesta; entre tanto, su habitación fue asaltada y el otrora afortunado ciudadano terminó enterrado en una fosa común.

Tan llena de detalles



La casa está rodeada de altísimos árboles. “Deben tener más de cien años, pues en el altiplano crecen lentamente”.

Los jardines y la vivienda ocupan tres niveles, a la manera de terrazas; un cuarto se ha perdido para dar paso a la avenida Costanerita. La planta baja del edificio es el área para recibir a los invitados: tres ambientes amplios donde destacan algunos muebles barrocos (una consola con rostros de ángeles y un espejo) adquiridos probablemente por Fricke. También figuran un reloj inglés dorado y un pavo de plata de 1767, herencia de Luis Ernst. Y en la segunda planta, de ocho habitaciones, es donde vive la familia del embajador en Bolivia.

Los pisos son de pino de Oregón, que se mandó traer de EEUU, pues era más fácil que acceder a Santa Cruz a falta de vías de comunicación.

“Es una casa imponente; no es la que yo construiría, seguramente, pero tiene atmósfera, historia, además de que quienes la construyeron reflejan los lazos entre Bolivia y mi país”, decía Schauer.
El embajador no sólo investigó sobre la que esa vivienda, territorio alemán en el sur de La Paz, que cobijó a perseguidos políticos en los años 80, sino que elaboró una guía sobre otras casas con historia, entre ellas las residencias de Japón, Italia y Francia.  

El diplomático —que publicó además una guía muy práctica sobre las iglesias del altiplano de La Paz y Oruro (editorial Gisbert), con DVD incluido— se divertía al citar que entre sus antecesores, hubo algunos “que criaron llamas en el jardín y monos en el pabellón de té, o un perro enorme que era famoso en el barrio”.

Lo “bueno es que todavía hay gente que puede contar sobre esta casa”, por ejemplo, Clemencia Ernst de Montenegro, hija de Hugo, quien vivió diez años en ella. 


La nota fue publicada originalmente en la revista Escape de La Razón, el 22 de abril de 2012





lunes, 8 de enero de 2018

La mansión de Aramayo, un Barón del estaño, es la casa de Brasil

El inmueble, que ocupa 1.500 m2, entre la avenida Arce y la del Poeta en La Paz,
tiene en su edificio central el estilo provenzal francés. Foto: Pedro Laguna.
La lujosa propiedad fue abandonada en 1952 con premura por la familia de quien la mandó a construir. Se acababa el reinado suyo y el de Patiño y Hochschild en la Bolivia minera.

Mabel Franco, periodista

Carlos Víctor Aramayo Zeballos era un hombre de gustos exquisitos. Miembro de una dinastía de mineros de la plata y del estaño en Bolivia, él vino al mundo en París en octubre de 1889. Se educó en Inglaterra y, cuando le llegó la hora de ocupar el lugar que su abuelo, José Avelino Aramayo Ovalle (1908-1882), y su padre, Félix Avelino Aramayo Vega (1846-1929), le heredaron, lo hizo con la seguridad de quien no sólo poseía una fortuna, sino el instinto de sus antepasados y la educación para aprovecharlo.

“Era un magnate y, cuando decidió asentarse en La Paz, por supuesto que no iba a vivir bajo el puente Abaroa ni iba a frecuentar, sino a los grandes empresarios”, ironiza Edgar Ramírez Santiesteban, jefe del Archivo Histórico de la Minería Nacional, cuya sede está en El Alto.

El Club de La Paz no le pareció el espacio para honrarlo con su presencia, “no le gustaba que allí estuviese mezclada la sociedad paceña”, así que creó el Club de la Unión (hoy Círculo de la Unión, en la calle Aspiazu), donde se reunían 14 destacadísimos empresarios.

Su vivienda no podía ser cualquiera ni de menor jerarquía que la que había levantado en La Paz, en su tiempo, otro minero, Benedicto Goitia (el patio de su hacienda estaba donde hoy se levanta la plaza Isabel la Católica, dice Ramírez). Así que, luego de adquirir propiedades hacia el sur de la Alameda (El Prado), cerca de la entrada a Obrajes, “probablemente de descendientes de Goitia”, encargó el diseño de una casa a los arquitectos de la firma dinamarquesa Christian & Nielsen. Y, para la edificación, hizo llamar a arquitectos argentinos de la oficina Acevedo, Becú y Moreno. Eran los años 30 del siglo XX.

El barón del estaño, uno del trío que se completaba con Simón I. Patiño y Mauricio Hochschild, vivió, junto a su esposa, la francesa Renee Tuckermann, en esa propiedad que la pareja tuvo que abandonar precipitadamente en 1952, año en que, revolución de por medio, fueron nacionalizadas las minas en Bolivia.

En la propiedad que se extiende entre la avenida Arce, por el oeste, y la Avenida del Poeta, por el este, hoy se habla el portugués. El embajador brasileño tiene allí su residencia. Aramayo —que se radicó en París, hasta su muerte en 1981— la alquiló al Gobierno de Brasil al irse de Bolivia, y los inquilinos terminaron por adquirirla en 1972.

Apenas se traspone la puerta principal, destaca un edificio de dos pisos de estilo provenzal francés. La piedra y la madera se combinan en la fachada que se abre continuamente gracias a los ventanales y los balcones. Y si bien la belleza de la estructura cautiva al observador atento, mucho más si se pasea por el interior, lo que atrapa, lo que convence sobre que Brasil se ha instalado en el centro paceño —un centro de ladrillo y cemento— son las inmensas áreas verdes, los jardines.

Plantas trepadoras se han adueñado de los muros; los árboles rompen los espacios horizontales de césped y dividen ambientes o crean un marco natural desde el que se aprecia el Illimani... Rosalee Biato, esposa de quien en 2012 fue el embajador en Bolivia Marcel Biato, tenía sembradas especias y otros vegetales necesarios para la cocina. “Es como un jardín botánico”, dijo entonces y hasta por las terrazas descendentes, que llegan hasta la avenida del Poeta, la imagen es correcta si se piensa en el botánico municipal que respira en la zona de Miraflores.

En la casa hay mucho de los Aramayo: muebles y cuadros, en particular. Cada nuevo inquilino aporta luego lo suyo a la decoración.

En el comedor, por ejemplo, luce una imponente mesa de roble con sus “26 sillas de estilo Régence y tapicería Aubusson”, así como “los platos de porcelana de la Compañía de Indias” en el trinchante, como identifica Marie France Perrin en el libro Casa Boliviana (2003).

Todos los espacios construidos, que se reparten en el área total de 1.500 metros cuadrados, son ocupados por la familia diplomática, sus colaboradores y el personal de seguridad.  Pero, la que es casi un santuario es la biblioteca que se halla en la planta baja. La habitación ampliamente iluminada, con un escritorio francés estilo Luis XV con chapas de metal y un secretaire colonial, conserva los libros que seguramente eran de la preferencia del empresario minero y principal accionista del periódico La Razón de principios del siglo XX.

Encuadernados, acomodados en los estantes empotrados que se mimetizan en los muros revestidos de madera, están los textos  en inglés, francés o castellano; poesía, novela, teatro, historia. Destaca la primera edición en español de La riqueza de las naciones, de Adam Smith. Y se dejan ver la Biblia, obras de Shakespeare, Víctor Hugo, Cicerón, Voltaire, Virgilio, Edgar Allan Poe, Hemingway. Nietszche... Un ejemplar tienta de manera particular: el tomo correspondiente a Bolivia de la serie Crónicas americanas (1916), escrito por el periodista, historiador y poeta argentino Wenceslao Jaime Molins.

La luz del sol se cuela por la ventana que da al jardín principal, cuyos pesados cortinajes han sido descorridos sólo para la visita y las fotos. El resto del tiempo, la oscuridad resguarda el legado bibliográfico de Aramayo.

En los corredores, en las salitas intermedias, allí donde se mire hay más obras de arte. “Cuadros europeos al óleo de la escuela romántica y de la escuela italiana de Canaletto”, que pertenecieron a Aramayo, apunta el libro de Marie France Perrin.

En la parte posterior de la propiedad se encuentra otra estructura de piedra. A ese lugar se accede también por la avenida Arce y, luego de atravesar un corredor flanqueado por árboles, se desemboca en un pequeño patio con una fuente de agua. En ese edificio está ubicado el piano de cola del empresario minero. Hay que recordar que ya su abuelo, José Avelino, se preocupó de que en su vivienda de Tupiza (Potosí) hubiese un piano y maestros italianos de música que daban las clases a los cuatro hijos del patriarca. En los muros del centro se exponen los planos de la casa restaurados durante la gestión del embajador Frederico César de Araujo, cuyos colaboradores los habían encontrado en 2006, muy deteriorados en el subsuelo de la residencia. Telmo Román, artista y docente de la Academia de Bellas Artes de La Paz, realizó la recuperación de los diseños en papel.

Otro trabajo de recuperación que ha emprendido la Embajada de Brasil involucra el área verde que colinda con la Avenida del Poeta. Ese lugar lucía como un monte de tierra y hierbas. Ahora está irreconocible con los senderos empedrados que zigzaguean en medio de vegetación y árboles. Más piedra se ha utilizado para un gran muro de soporte, en cuya parte inferior se abre una gruta. Los planes de la embajada eran muchos para aprovechar esa infraestructura en eventos culturales, aunque hoy, año 2018, no se han concretado.

La residencia brasileña en La Paz ha sido elegida para ser parte de un libro que en Brasil se editaba en 2012 sobre los inmuebles más bellos que ese país posee en el mundo.

En rigor, la propiedad es territorio brasileño. De todas maneras, el muro compacto, que abarca casi toda la cuadra y se ve desde la avenida Arce, luce una plaqueta de la Alcaldía de La Paz  en la que se lee: “Este edificio fue declarado patrimonio cultural, arquitectónico, urbanístico e histórico de la nación”.  

De reyes de la plata a barón del estaño
La plata coronó en Bolivia a tres reyes, dice Edgar Ramírez y cita: Aniceto Arce, Gregorio Pacheco y José Avelino Aramayo. Este último arriaba mulas llevando minerales de las empresas de alrededores de Tupiza, y hábilmente fue haciendo negocios hasta llegar a tener 14 empresas grandes. El hijo, Félix Avelino, fue otro hábil minero, capaz de sortear la crisis del metal que dejó en la pobreza a muchos otros; “él hizo un viraje a tiempo y explotó bismuto, wolfram y estaño”. Su hijo, Carlos Víctor (foto), en esa línea se convirtió, como Patiño y Hochschild, en un barón del estaño. Fue director de la Compañía Aramayo de Minas; Ministro de Hacienda y diplomático en Londres. Y si Hochschild fue dueño de Última Hora y Patiño puso capital en El Diario, Aramayo lo hizo en La Razón, periódico que llegó a ganar el premio María Cabott.

Nota publicada en 2012 en la revista Escape de La Razón, como parte de una serie destinada a las residencias diplomáticas en La Paz.