martes, 12 de enero de 2016

Ninón Dávalos: una vida de teatro


La actriz cochabambina inició su vida artística a los ocho años. Casada con el médico Luis Kushner, enviudó en 2013. La presente nota fue realizada en 2009.

Ninón Dávalos de Kushner en la película "Amargo mar".

Mabel Franco, periodista
La pequeña Ninón pasó una vergüenza cuando su madre, Hortensia Arze de Dávalos, que era maestra, la echó de la sala donde ensayaba un alumno, el niño declamador que había ganado un premio y todo. Por el ojo de la cerradura, la chiquilla se puso a mirar para saber qué era eso tan importante “y me dije que nada del otro mundo”. La siguiente clase, Ninón sorprendió a su mamá asegurándole que también sabía recitar y comenzó, con sus escasos seis años, a hacerlo muy convencida. Su progenitora se apresuró entonces en conseguirle un maestro, Saúl López Terrazas, quien la guió durante los años de escuela. Giras, aplausos, actuaciones ante multitudes, la niña de enormes ojos se convirtió en una estrella conocida por la sociedad cochabambina de los años 50. 
Del Cococococo, venga acá, las gallinas, el gran gallo, los pollitos, cococó, venga acá que estoy yo, Ninón pasó a darle ángel a poemas como La vendedora de claveles (Antonio Cavestani), Dolor (Beatriz Schulze Arana) o Pido la palabra (Eliodoro Aillón Terán).
Pese a todo, lo que la única hija mujer de la pareja Dávalos quería, al salir del colegio, era “ser abogada, como mi padre”. El hermano mayor se inclinaría por la medicina, pero ella estaba realmente fascinada con la figura de don Eduardo, quien fue fiscal, vocal y presidente de la Corte Distrital de Justicia.
A Ninón, sin embargo, le estaba reservado otro futuro, por decisión de escritores y artistas, quienes calentaron los oídos de sus padres. “Les dijeron, desde que yo tenía 12 años, que debía estudiar para actriz, y se movieron para conseguirme una beca en España”.
Fue así que la bachiller se marchó a Madrid en los años 60 y se inscribió en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, donde concluyó la carrera de tres años junto a otros cuatro compañeros de los 106 que habían comenzado. Antes del primer año, ya se había conectado con compañías de teatro de cámara, universitaria y finalmente una profesional. “Ascendí hasta llegar a ser la ‘dama joven’, figura central en las compañías; hicimos giras, representamos a España en Portugal...”. Y nadie sospechó de que la encantadora señorita era boliviana, pues “el acento español lo aprendí con zetas y todo, ensayando muchísimo”.
En 1969, cinco años después de haber dejado su tierra, Ninón decidió visitar a su familia. “Mis compañeros madrileños me dieron un libreto y me dijeron que lo estudie los tres meses que iba a ausentarme, de manera que al volver, ya podríamos montar otra obra”.
Los cochabambinos, que habían seguido la trayectoria de su actriz por las críticas que ella enviaba y que la prensa reproducía, la recibieron expectantes. Y, claro, exigieron verla en escena. “Decidí armar un grupo para presentar Panorama desde el puente, de Arthur Miller, que tuvo una gran repercusión”. Al propio tiempo, “me di cuenta de que, a diferencia de lo que hacía en España, aquí podía dirigir y hacer drama, que es lo que me gusta, y ya no sólo comedia, alta comedia, que era el fuerte de la compañía Teatro de Arte”. En todo caso, su corazón estaba dividido.


La herencia del Presidente
La actriz no pudo dejar de reparar en que su ciudad carecía de un escenario para el teatro. El hermoso edificio Achá se usaba como un cine que se cedía a los actores sólo cuando la película no tenía éxito. La joven habló con el Alcalde, pero no había forma, le dijo éste, de sostener el escenario si no era por el alquiler como cine.
La artista decidió acudir al Ministerio de Educación y viajó a La Paz. No tuvo éxito en esta gestión, y cuando ya se desanimaba, se encontró con Fernando Diez de Medina, quien le sugirió hablar con el Presidente de la República, el Gral. René Barrientos Ortuño. “Pero mejor si te ve actuar”, le habría sugerido el escritor. “Puedo armar un recital de poesía”, se empeñó Ninón y en 15 días, estaba lista.
En el Club de La Paz repleto, con el Presidente y todo su gabinete atentos, la velada fue intensa. “Una de las poesías fue Botas, de Rudyard Kipling, en la que yo acabo acurrucada en una esquina luego de desesperarme ante la omnipresencia de las botas, botas, botas y de concluir en que no hay descanso en la guerra”.
 
El general fue a felicitarla y le expresó que Botas le había gustado más que nada. La entrevista se produjo a los dos días y el Presidente prometió que el teatro Achá sería para el teatro. “Volví contenta, pero entonces pasó lo del accidente mortal que segó la vida de Barrientos”.
Ninón Dávalos optó por no dejar Cochabamba. Creó el Instituto de Artes Escénicas para formar actores con el mismo pénsum que ella siguiera en España. En esas estaba, cuando recibió una llamada del alcalde cochabambino, Francisco Valdi, quien le tenía una sorpresa.
“Como en una obra de teatro, este hombre, que era muy próximo a Barrientos, me contó que revisando la agenda del fallecido, se topó con una nota de puño y letra: Dar el teatro a Ninón. Así que, me explicó, él no tenía sino que cumplir con los deseos de mi general. Me pidió dos meses para restaurarlo, cancelar el contrato con los cinematografistas y me preguntó qué quería ser en la institución, que así se cumpliría”.
La teatrista aclaró la figura: “No quiero ser una administradora, quiero que el teatro sea para los actores”. Y asimismo ocurrió.
El instituto de Ninón cumplió su trabajo de forma muy visible. Hubo obras, recorridos por el país y mucho eco en torno al nombre de la actriz-directora.
Cierto día, el responsable del distrito escolar la visitó para proponerle que el instituto pasase a ser parte del Ministerio de Educación. El primer año, prometió y cumplió, hubo un ítem para Dávalos, y al siguiente, para sus seis colaboradores. “Un milagro y un triunfo en el sentido de que se estaba reconociendo la profesión del actor, como nunca antes había sucedido en Bolivia”.
Telenovela de amor
En junio de 1974, otra oferta tentadora le llegó a Ninón. El Canal 7 la invitó a hacerse cargo de la que iba a ser la primera telenovela boliviana. “Víctor Aguilar, el gerente, me citó en La Paz, me explicó que confiaba en mí para la empresa y que él estaba gestionando mi viaje a Argentina, donde me interiorizaría en detalles de la producción televisiva”.
Esta charla se produjo el 15 de junio. Dorado le sugirió trabajar mientras tanto una obra teatral, de manera de tener un elenco para cuando arrancase la telenovela. “Yo estaba encantada. Una amiga mía me invitó entonces a una cena en casa de una persona a la que yo no conocía, pero que me había visto actuar”. Esa persona era Lita Kushner, “quien me llamó para confirmar la invitación del fin de semana. Fui y allí estaba su hermano, Lucho”.
Lucho resultó ser Luis Kushner, un médico afamado, “dicharachero, nos hizo reír toda la velada, al cabo de la cual quedamos como amigos”.
El sábado siguiente “nos casamos”. La sorpresa fue total, sobre todo para los padres de Ninón. “Pero todo estaba dispuesto para que esta historia terminase así”. Lucho “me llevó a conocer zonas de La Paz que ni imaginaba que existiesen. Mis poesías, mi teatro, tenían siempre un tinte social, pero lo que él me hizo ver es la realidad de pobreza de la que mi ficción hablaba; lo vi inteligente y muy interesado en mi teatro”.

Vida de artista
La recién casada no volvió más a Cochabamba, salvo de visita. Tampoco se hizo la telenovela planificada; pero el aporte de Ninón al teatro se multiplicó. Julia Elena Fortún, fundadora del Instituto Boliviano de Cultura, apeló a ella para crear el Taller Nacional de Teatro, que cumplió una labor formativa con Ninón y quienes la siguieron: Maritza Wilde y Mabel Rivera.
En lo personal, la pareja Kushner Dávalos acaba de celebrar 35 años de matrimonio, junto a sus dos hijos: el médico ginecólogo, Luis, y el abogado, William.
En lo profesional, este año marca los 40 de actividad teatral de una de las figuras más visibles de la escena nacional.
"Seis oficios a saber", con Maritza Wilde y Ninón Dávalos (der.). DIrige: Luis Miguel González Cruz.

Espacio Patiño editó un video sobre esa su vida artística. Aunque, vistas las cosas, bien se podría hacer otro sobre la artística vida de Ninón Dávalos de Kushner.

(*) Esta nota fue publicada originalmente en La Razón, el 6 de diciembre de 2009
 

Mabel Rivera Salinas: directora

Una pionera de la televisión boliviana y creadora del grupo de teatro El Arlequín. Falleció el 21 de mayo de 2015.
Mabel Rivera en febrero de 2012. Foto: Eduardo Schwartzberg
Mabel Franco, periodista (*)

Sentada en una caja de dinamita, Mabel Rivera hacía las tareas que le encomendaban en la escuela Vicenta Juaristi Eguino, de Corocoro. Ella y sus seis hermanos menores nacieron en esa población de La Paz, provincia Pacajes, donde sus padres se habían instalado en la primera mitad del siglo XX. El papá, Juan José Rivera, era químico e ingeniero de minas y ocupaba el cargo de Jefe de Laboratorios de la empresa que explotaba el cobre. La mamá, Olga Salinas, pintaba y recitaba versos.
“Tengo los recuerdos más lindos de mi hermoso pueblo; no olvido, por ejemplo, a mi compañera de curso, Dolores Huaylluco, que vivía frente a mi casa y que era la mejor alumna de la escuela. A diario, yo, que  obviamente era medio  vaga, cruzaba la calle para hacer las tareas con ella. La mamá de la niña tenía una tienda de abarrotes y allí, en un rincón, nos poníamos a estudiar”.
La madre de Mabel murió en Corocoro, la familia entera se trasladó a la ciudad de La Paz, “y yo fui una más de las estudiantes de secundaria del colegio Sagrados Corazones”.   
“Se nace con una vocación, ésta no se hace”, sentencia la directora de teatro, sentada en su piso del edificio de la avenida 20 de Octubre que tiene una vista panorámica del Illimani y de parte de la zona de Sopocachi. Así responde a la cuestión de en qué momento decidió dedicarse al arte de Thalía. “De niña, encarné a Vicenta Juaristi (heroína en la lucha por la independencia de La Paz, en el siglo XIX). De joven, entré a estudiar al Conservatorio Nacional de Música, donde había un departamento de Declamación. Fui alumna de Carmen Caba, la directora, quien estaba casada con el gran compositor Eduardo Caba (1890-1953), y, como mi amigo Ignacio Duchén de Córdova (maestro ya fallecido), di recitales y viajé por el país”.
Un día, “dije basta, hasta aquí llegué” y se dejó llevar por el teatro; “nunca como actriz, tenía miedo de recitar más que actuar”, sino por la dirección. En su colegio, tomó a su cargo el trabajo con niños a quienes introdujo en la actuación.
En tales circunstancias, cuando corrían los primeros años de la década de los 70, con una televisión boliviana en pañales, pero con gente entusiasta en su afán de producir, el trabajo de Mabel Rivera llamó la atención de Javier Jordán Jimeno. Este hombre —que murió en España, luego de años de haber trabajado para la televisión pública de ese país— era por entonces el presidente de la empresa estatal. “Cierto día vino a mi casa a proponerme un programa para niños. Pensando en qué hacer, se nos ocurrió montar un teatro para la televisión. Había que elegir el nombre del programa y qué mejor, nos dijimos, que el de ese personaje bello y travieso: el arlequín”.
Las fechas se mezclan en la memoria de la directora. Y no es fácil cotejarlas con documentos, pues no hay muchos de la historia de la televisión boliviana . “Trabajé durante 13 años en la televisión. Los primeros ocho, cada semana difundimos una obra infantil y, luego, los   restantes de ese periodo, hicimos un programa mensual de teatro para adultos… Lo veo a la distancia y me digo: ¡Qué valientes!”.
El Arlequín se difundía el sábado, de 17.30 a 18.30. Actores vestidos como el personaje de la Commedia dell’Arte salían al compás de La marcha de los juguetes, de Victor Herbert. Siempre hacían algo distinto, pues debían resumir el argumento de la obra que venía a continuación.Mabel Rivera tenía la colaboración de Martha Torrico, la bailarina de ballet que entonces era profesora de expresión corporal. Entre ambas montaron un estudio de arte escénico por el que pasaron decenas de niños. Algunos de ellos se unieron a las obras que eran representadas por jóvenes y adultos.
Fueron muchas obras. La Caperucita Ye Ye estrenó el espacio; la protagonista era Yumei Mustaffa, sobrina de Mabel Rivera, “la hija de mi hermana, hoy mamá de dos jóvenes universitarias”. La versión combinaba la actuación con las canciones de la española Martha Baizan. 
Yumei Mustaffa en "La historia de la muñeca abandonada" que se produjo para la Tv Boliviana.

Luego vendrían La cenicienta pop, El flautista de Hammelin, El principito, Las zapatillas rojas; cuentos de Oscar Wilde, como La rosa y el ruiseñor… Pero “de todo cuanto hicimos, el éxito entre los niños tuvo que ver con Las travesuras de Till Eulenspiegel, un pillo simpático e irreverente”. Till, personaje del folklore alemán, fue encarnado por Luis Bredow, y Gonzalo Sánchez dio vida a su mejor amigo.
Semana tras semana, el público siguió a Till; “Bredow me contó que cierto día en que llevó a sus hijos al tobogán que había en el exparque Zoológico, unos chicos se le acercaron y le pidieron que, ya que era tan bueno, les pagase unas cuantas subiditas”. El propio actor recuerda que cuando le propusieron el papel, él pensó que difícilmente una historia alemana, con personajes vestidos a la usanza medieval, iba a calar en el gusto del público. “Pero ocurrió lo contrario, tuvimos muchísimo éxito; los chicos me saludaban en el colectivo: ‘Hola, Till’ y era muy gratificante”.
Las travesuras de Till Eulenspiegel es la primera miniserie hecha en Bolivia que, además, se vendió al extranjero. Un canal de Paraguay compró los ocho capítulos al Canal 7. Si se siguiesen los rastros, tal vez en ese país se conserve el material que ha desaparecido en Bolivia.
Tal desaparición, por lo demás, fue casi inmediata. “En ese tiempo, una empresa de gaseosas quiso comprar las obras, pero no pudo pues todas se habían borrado, ya que el canal usaba los mismos carretes (cinta) para grabar otros programas”.
Las grabaciones se hacían en el estudio que tenía la televisión estatal en El Alto. “Eran instalaciones muy buenas. Se podía armar tres sets, montar luces y disponer escenografía incluso arquitectónica (tridimensional) gracias a la parrilla con que contaba el lugar”.
La hermenéutica de trabajo era casi un rito. De martes a viernes, ensayos. El domingo, Mabel Rivera iba a montar el sonido con Waldo Vargas y las luces con Humberto López. El lunes se podía grabar todo el día; “empezábamos muy temprano en la mañana y estábamos hasta terminar”. En esa jornada, los realizadores guiaban la grabación, pero junto con  Rivera, que antes les había explicado la puesta en escena. Tal explicación se repetía para los dos camarógrafos, de manera que todos supiesen qué hacer.
“Durante los primeros años, no se realizaba labor de edición, la cámara registraba todo de un tirón y había que estar muy atentos. Si algo fallaba, no se tenía más remedio que grabar nuevamente desde la entrada de los arlequines. Era un trabajo serio y difícil; pero la gente del canal se portó de maravilla, siempre”.
La empresa estatal producía el programa, es decir, corría con todos los gastos de vestuario, escenografía y actores. “Y soportaba nuestras ideas, como cuando hicimos Till y, además de la utilería del caso, a cargo de mi hija Marcela, llevamos animales vivos: chanchos, patos, gallinas, pollos, conejos; los cerdos se comieron cierta vez el piso de vinil del estudio”.
Roberto Cozzi, Federico Prudencio, ambos escenógrafos, los realizadores Roberto Velasco, Humberto López, Gualberto Blanco… Los nombres están grabados en la memoria agradecida de la directora, lo mismo que los de los actores que la acompañaron en esa aventura de la televisión boliviana. 

Inolvidable Juana
“Trabajé con Norma Merlo, Morayma Ibáñez, Hugo Ara, Leonardo García, Elizabeth Monasterios, Gloria Morales, Matías Marchiori, Andrés Canedo y tantos otros. Mi hija Carmen, que es bailarina de ballet, hizo de Desdémona en la obra de Shakespeare, con Gonzalo Sánchez como Otelo y un increíble Yago a cargo de Daniel del Castelo”.
"Otelo" con Gonzalo Sánchez (der.) y Daniel del Castelo como Yago.
Otelo es parte del teatro para adultos que se difundía los sábados de 21.00 a 22.00 e incluso a 23.00, según la duración de la pieza. En este tiempo ya se podía editar. Entre otras obras, se montó Macbeth —con Matías Marchiori en el papel principal y Gloria Morales como Lady Macbeth—y Santa Juana de América.
“Norma Merlo hizo una Juana inolvidable”, suspira la directora. Era 1979 y la actriz argentina, para entonces una boliviana más, encarnó a la revolucionaria chuquisaqueña con tal pasión que, como ella misma contó, el personaje la absorbió aun fuera del set. Merlo recordaba no hace mucho que en esos días, al pasar por el Palacio de Gobierno en la plaza Murillo, y ver a los colorados cuadrándose, pensaba que lo hacían por ella, por la teniente coronel.
Rivera añade: “Filmamos exteriores en Achocalla. La escena en la que Juana entierra a sus hijos nos sobrecogió a todos. Norma rascaba la tierra y se la frotaba en los brazos hasta el grado de lastimarse. Le dije que no era necesario; pero ella me contestó que estaba expresando el dolor de una madre, que la dejase hacer”. En otro momento, “cuando ella se despide de Manuel Ascencio Padilla (Germán Calderón), con un “hasta pronto, mi comandante”, y uno sabe que es el adiós final, la emoción era tal, que todos nos quedamos en silencio, mientras las lágrimas corrían por las mejillas incluso de los camarógrafos”.
Para Santa Juana de América, Rivera contó con la colaboración de las Fuerzas Armadas. El Comandante (Luis Arze Gómez, nada menos), que pronto se haría famoso, la recibió en el Colegio Militar y en persona la asesoró en la elección de armas, una carpa y el uso de los grados para el ejército español. Al salir con la carga, el militar le hizo una broma: “Señora, si la ven con tantas armas van a creer que usted está conspirando”.  “Será con usted, coronel, porque yo sola...”. 

Dicho y hecho
Por el aniversario del nacimiento de Azurduy, el 12 de julio de 1980, Rivera decidió volver a pasar la obra. Unos días más tarde, el 17 de julio, la directora fue recibida en el canal por Eduardo Pachi Ascarrunz,  con la noticia del golpe de estado, encabezado por Luis García Meza. Las escenas de interiores de la obra se grabaron en video y los exteriores, con caballos y una jinete que dobló a Merlo en los episodios de cabalgata, en cine.
Después de una pausa obligada por el golpe, El Arlequín de adultos volvió al Canal 7 por un tiempo más, en el que, ya con la televisión a color, produjo las obras El delito en la isla de las cabras, Fedra y La señorita Julia, entre otras.
“Sabe Dios cuánto hicimos y nada queda. El canal estatal no tiene memoria”, lamenta la teatrista. Lo poco 
que queda son fotografías y recuerdos.
El tiempo de los musicales en el teatro
Mabel Rivera trabajó en el Instituto Boliviano de Cultura (hoy el Ministerio de Culturas), primero a cargo del taller de teatro para niños y luego de la dirección del Taller Nacional de Teatro. Estuvo  al frente durante 29 años, hasta su jubilación.
En ese cargo hay otra historia que contar de esta mujer que está casada hace casi 60 años con el radialista Mario Castro, otro de los pioneros de la televisión boliviana. En la familia Castro Rivera hay dos hijas, cuatro nietos y pronto una bisnieta que se llamará Belén. Como cabeza del taller, Rivera dirigió solamente tres obras, una de ellas la entretenida Gianni Schichi, pues optó por invitar a colegas (Carlos Cordero, Maritza Wilde, Ninón Dávalos, Laly Anker y otros) para que los estudiantes y el elenco que se formó experimentasen distintas maneras de abordar una obra.
Como El Arlequín, ya para el escenario teatral, la directora se puso al mando de musicales, uno de ellos de enorme éxito de público: El hombre de la mancha (37 funciones), en los años 80. Vinieron luego Amor sin barreras, Los miserables y Notre Dame.
Hoy, deseosa de montar una obra de esas características, Rivera se toma un largo respiro. Se dice satisfecha por todo cuanto le ha dado el teatro, aunque lamenta que el Estado no haya respondido a la inquietud de los artistas de lograr una titulación por los años de estudio que pasan en el Conservatorio, Bellas Artes, Ballet Oficial y el ya desaparecido taller de teatro.  

(*) Este artículo fue publicado originalmente en La Razón, el 26 de febrero de 2012. 

David Santalla, el niño que llenó de magia su soledad

En 1962, un joven con acento chileno dejó salir en la radio personajes dibujados en la infancia.

David Santalla como Toribio (izq.) junto a Pablo Dávila. Foto: Archivo David Santalla.
Mabel Franco, periodista

David Santalla era un niño solitario. Sus dos hermanos mayores no lo incluían en sus juegos y sus padres ya habían perdido la costumbre de comprar juguetes, así que el pequeño tenía que arreglárselas para divertirse. Cogía piedras a las que pintaba caras y hacía hablar: cada una con una voz distinta.
“Me sirvió para ejercitar la garganta y la imaginación”, dice el comediante que está celebrando 50 años de actividad artística. Una trayectoria que comenzó con la declamación y la “animación de auditorio” en la radio.
Pero mejor ir paso a paso para reconstruir la vida de un hombre que ha hecho reír a varias generaciones con personajes como Toribio o Salustiana.
El pequeño David creció en el barrio de Miraflores, en La Paz. Vivía al final de la calle Villalobos, es decir, en el límite de la urbe con chacras, río Orkojahuira y cerros. “Me encantaba ir a jugar y quemarme con el sol” y volver luego al hogar para ser mimado por su madre, doña Lilí Barrientos Méndez, dama cochabambina casada con el coronel paceño Alfredo Santalla Estrella.
Travieso, las diabluras de David rompían la tranquilidad de la casa y seguramente le alejaban aún más de las actividades de sus hermanos. El cuarto de baño era, pues, el espacio para jugar consigo mismo: ante el espejo, dando vida a personajes diversos. Si no estaba allí, le bastaba una caja que convertía en teatrino, como había visto en los títeres, y los dedos de sus manos. “Les pintaba ojos y boca y les daba una personalidad”. El pulgar era el chico gordito, de voz aniñada, la misma que tendría luego Tato el bachiller, una de sus múltiples creaciones teatrales. “El índice era  el acusete y al mismo tiempo medio llorón y me dio la pauta, años después, para crear a Toribio”.

El ejercicio de la memoria
Así crecía el niño, que paralelamente había descubierto la poesía “de tanto escuchar a los declamadores en el Conservatorio Nacional de Música, donde Ignacio Duchén daba clases y mi hermano, al que yo esperaba para retornar a casa, estudiaba piano”. La buena memoria, esencial para un actor, fue perfeccionándose, ya que los poemas que oía los repetía luego (ahora mismo, durante la entrevista, dice los versos poniendo una voz grave).
El cuerpo, delgaducho en principio, fue modelándose en la piscina; “iba a la del estadio Siles cada día, los 365 del año”.
A los diez años de edad, la vida de David dio un giro dramático. “Mi padre, militar de carrera, tuvo que salir al exilio durante la dictadura del MNR (después del 52) y yo decidí ir a buscarlo al poco tiempo”.
El viaje en barco lo emprendió solo. Cuando llegó a Arica, para tomar el barco que le iba a llevar a Santiago, vio a un niño sentado en la arena. Se puso a jugar con él y desde una loma hizo que resbalaran una y otra vez. “El chico se puso a reír a gritos, al grado de que su padre se acercó corriendo. Yo no lo sabía, pero ese niño era autista y hasta aquel día no había reaccionado ante estímulos externos. El hombre quería que me quedase, pero yo no era huérfano y estaba dispuesto a encontrar a mi padre”. 
El excomandante de la Fuerza Aérea se había enterado del viaje de su hijo y fue a su encuentro. “En San Antonio, cuando yo hacía reír a la gente de la tripulación y los pasajeros del barco en el que había viajado ya como una semana, vi un bote acercándose. Iban un militar y un señor al que pronto reconocí como mi padre. Perdí todo el aplomo y me puse a llorar y él conmigo”.
David se quedó en Santiago durante una década. “Mi formación mental la hice allá y nunca me sentí un extranjero; obtuve una beca para estudiar en un colegio donde había 1.500 alumnos, 11 patios, dos canchas, piscina, de todo. No era buen alumno, si ingresé fue por las relaciones de mi padre”. Allí se destacaría como atleta: cultivó  la gimnasia “que entonces se llamaba alemana y luego olímpica, y la natación. Llegué a integrar la selección chilena en estas disciplinas allá por el año 1957”.
Y se subió a un escenario teatral en el colegio, como un personaje secundario en "Médico a palos" (Moliére). Ya como “licenciado en humanidades”, el título del bachiller en Chile, buscó trabajo para ayudar a su padre. La radio le atrajo. “Conocí al maestro Jimmy Brown, ciego, propietario de la emisora La Reina, que emitía música culta. Luego fui a radio Magallanes como encargado de la discoteca y para leer un avisito de vez en cuando, y pasé a radio Bienvenida, donde trabajé (e imité) con Raúl Matas. Así me fui encontrando con  lo que quería ser y hacer”.

El retorno del hijo pródigo
Si David se había marchado, siendo un niño, en busca del padre, convertido en un joven volvió a La Paz por el llamado de la madre, que se había cansado de esperar una carta del hijo. “Ella no me escribía tampoco; no es que fuese descariñada, pero quería que yo le enviase una carta primero”. 
“Además, extrañaba Bolivia; pero al llegar no la reconocí y comencé a explorarla con ojos de extranjero. Me llamaba la atención la forma de hablar de las personas de las distintas regiones del país y yo pugnaba por sacar esos acentos; el que más me costó fue el del cochabambino”.
Su padre retornó también al poco tiempo y logró que le reconociesen el grado de general de las Fuerzas Armadas. Esto y las habilidades de David para la gimnasia le valieron al joven el cargo de instructor en el Colegio Militar. “Entré asimismo a trabajar en la radio Méndez, luego de un breve paso por la Amauta, donde era quien ponía discos. En la nueva emisora me cautivó la idea de ser animador de auditorio, pero no había vacancias, así que atendía la discoteca. Cierto día, se cortó la energía eléctrica y, para distraer al público que estaba presente, me puse a hacer bromas. El dueño, Alberto Méndez, me dijo: ‘Tienes que hacer animación’ y me presentó a Hugo Eduardo Pol, un hombre de trayectoria en la radio”.
Así nació, por 1962, una pareja que hizo historia en las ondas radiales, pero también en el teatro y la naciente televisión boliviana (1969): Alí y Babá.
De esos años data el personaje alter-ego de David Santalla: Toribio, el joven de la remera a rayas, muchas veces con orificios de tanto uso, pobretón, de lágrimas fáciles, que se esmera por superarse sin perder la honradez que le caracteriza. Puede ser víctima de los poderosos, pero él no ceja en su empeño de ser una persona que se supera por méritos propios. 

Cuestión de acentos
“Toribio empezó hablando como alemán”, recuerda su creador. “Lo de llorón  ya lo tenía desde que era un dedo índice con cara; pero la forma de hablar me salía como la de un chileno. Y no por farsante, sino porque los años que viví en ese país me marcaron fuertemente”. No podía disimularlo sino cuando le ponía acento teutón. Pero buscando, probando, finalmente se dio cuenta de que acentuando el tono paceño, quejumbroso, Toribio se hacía creíble y se quedó con esa impronta.
Dos mentes creativas, dos talentos juntos no podían durar mucho más tiempo. “Alguien le dijo a Pol que él era el cerebro y yo el payaso y él se lo creyó. Me lo dijo y yo me di cuenta de que era hora de seguir mi camino solo. Así nació Santallazos”. Y Enredoncio —el hombre cascarrabias que contradice todo cuanto escucha. “Me inspiré en mi hermano Alfredo; él se ríe ahora. Enredoncio es como el paceño que se enreda solito y se desquita contigo. Te acercas a un librecambista y le dices ‘quiero cambiar dólares’ y él te contesta ‘a qué entonces ha venido, pues, ¿a mirarme?’”.
Fue creando más y más personajes por exigencias del argumento de las obras: surgieron así la viejita achacosa, doña Liboria —“otra viejita inspirada en mi abuela”—, el negro Dominguín y tantos otros. También, no pocas veces, para ahorrar dinero. Así nació la imilla Salustiana. Ella debía entrar en algún momento para darle un recado a la patrona y David se vestía de una cholita mezcla de timidez y de osadía que pronto conquistó al público. “Éste me pedía ver a la imilla siempre. Y fue ganando su lugar en la escena”.
El oficio de Santalla, conseguido en los tiempos libres que le dejaba la actuación, es el de constructor civil. “Pero las empresas que me contratan me ponen de inmediato a atender relaciones públicas”, se queja como Toribio.
Lo cierto es que “vivo cien por ciento  del teatro y para el teatro; me fascina”.
Y el público se dejó fascinar por este hombre que lució su talento también en el cine. En 1977, el espectador que fue a buscar al humorista del escenario se topó con un dramático personaje en Chuquiago, la película de Antonio Eguino. Aun hoy, ese burócrata gris al que insufla  vida es de las mejores criaturas que ha dado el cine boliviano.
“El público es la vida en el teatro”, afirma quien acaba de darse un empacho en el Teatro Municipal con Cincuentallazos, actuación acompañada por comediantes como Hugo Pozo, Daniel Travesí, Cacho Mendieta y Ramiro Serrano. “Sin autor no hay argumento, sin actor no hay interpretación; pero sin público no hay teatro”, concluye este hombre al que le sobran ideas.
Una de ellas se relaciona con la televisión. “En la radio, allá por los 60, hice un programa periodístico con humor. Leía noticias y los personajes las comentaban. La empleada decía, por ejemplo, ‘no le hagas caso señora, no puede ser cierto eso’. Sería divertido hacer lo propio con las informaciones de hoy en la Tv”, se ríe David Santalla.

(*) Nota publicada originalmente en La Razón el 8 de julio de 2012. En 2015, el actor sufrió un derrame cerebral que le tuvo en coma; se recuperó.


El Atoj Antonio va tejiendo redes


Juan Espinoza del Villar ha trotado mucho y, viejo zorro, sabe ahora que “muchos de los problemas que tenemos en la construcción de sociedades más amables, menos machistas, más respetuosas, no discriminadoras, demandan un cambio cultural" y en ello empeña sus afanes.




Mabel Franco, periodista (*)

Sobrino de las Hermanas Espinoza, cantantes de música boliviana que dejaron huella a mediados del siglo XX, se hizo músico siendo un niño y muy joven izó la guitarra para adentrarse por América Latina.
Hijo de Juan Espinoza, del que heredó el nombre y la vocación de “gestor cultural”, y de Ruth del Villar, de quien aprendió que la ternura es el ingrediente para acunar soñadores, desde que se acuerda tiene la imagen de su progenitor correteando por las calles megáfono en mano convocando a funciones de títeres y otras en su casa o en la cancha.
Hermano mayor de un varón y una mujer, les dio el buen ejemplo de no tomar demasiado en serio la escuela, sino aquella de la vida.

Escena 1
El Atoj, apodo que le esperaba a la vuelta entre la adolescencia y la juventud, se vio un buen día instalado en la casa que Simón I. Patiño había mandado construir en Cochabamba y que no llegó a habitar. Hasta allí llegó a sus 11 años gracias al trabajo que le dieron a su padre en el Centro Portales. Y allí, mientras don Juan reunía a artistas y se desvivía para impulsar el Festival de música Luzmila Patiño, entre otras actividades, el niño tomó clases de pintura con Gíldaro Antezana, de títeres y charango con Mario Vargas, de violín en la academia Man Césped…   “Picoteaba de todo y todo era más importante, siempre lo sería desde entonces, que el colegio”.
Como parte de la intensa movida que se daba en Portales, recaló en 1975 el Teatro Estudio de Buenos Aires. Voyzeck, El secuestro, Final de juego fueron obras representadas para pequeños auditorios, toda una osadía de todas maneras en plena dictadura de Hugo Banzer.
Los teatristas convocaron entonces a un taller y el Atoj, que ya tenía 14 años, se integró al mismo sin sospechar,  quizás, que allí se bifurcaba el camino
Improvisar, crear con el cuerpo, encarnar la abstracción… todo era “envolvente, interesante”. Por eso, el freno en seco dolió más. “Los grupos de teatro tradicionales, vinculados con la dictadura, habían acusado a los argentinos de estar formando en política, así que los echaron del país”.
Seis de los talleristas “decidimos continuar y Portales nos apoyó; durante seis meses nos contactamos con el Teatro Estudio mediante cartas y así profundizamos en los ejercicios”. Seis meses después, los autodidactas decidieron buscar un director. “Pasaron muchos y los rechazamos a todos; no nos convencían. Lo que estábamos buscando era a alguien que nos motivara, que nos provocara”.
Ese alguien llegaría también de la Argentina: Édgar Darío González, el Negro, titiritero, soñador y cautivador. La propuesta suya fue trabajar con cuentos del país, como los recogidos por Antonio Paredes Candia. Zorro, conejo,  loro, cóndor, los personajes de las narraciones fueron tomando forma teatral mediante improvisaciones. Las mejores fueron elegidas para darles luego una estructura. Así nació “Vida, pasión y muerte del  Atoj Antonio”.


           El Atoj Antonio (o Antoño) es el joven del centro, con malla de color rojo y negro.

La obra, mítica a estas alturas, habla de un tigre opresor y de la resistencia del pueblo mediante la astucia y las alianzas.  Divertida, cambiante siempre, viajó por el país durante cinco años. Fue vista en teatros, canchas, detrás de las iglesias, en las escuelas, en salas de cine.
El grupo, que pasó a  llamarse Teatro Runa, viajó por tierra, en colectivos y camiones, sin más dinero que el que lograban reunir al cabo de las funciones, empeñando los carnets y pasaportes para comer; “pero muy felices”. En ese tiempo, el Atoj, el zorro Antonio, pasó a ser un joven de 20 años.

Escena 2
En el Teatro Runa “aprendimos mucho; fue una escuela de vida desde la colaboración, desde el saber del otro, desde las necesidades del  mundo, con nuestra cultura, nuestra historias, nuestras comunidades”.
Un financiamiento de la Fundación Interamericana permitió a los siete runas adquirir una camioneta y pensar en adquirir un terreno. Así llegaron a Tarija y compraron El Picacho (hoy propiedad de Jaime Paz Zamora), una casa en ruinas que trabajaron para sembrar sus alimentos y hacer arte, tal cual harían años más tarde, en Yotala, César Brie y Teatro de los Andes.

Mutis por la izquierda
El golpe de Luis García Meza obligó a muchos al exilio, los Runa, entre ellos.
A bordo de la música, el Atoj llegó un buen día a Nicaragua con un equipaje entre las garras, producto de encuentros con la resistencia en varios países en los que la dictadura imperaba, producto de palpar la solidaridad para encontrar aquí una sala donde actuar, allá una casa donde alojarse. “Fue un momento de vínculos latinoamericanos muy fuertes, de tejidos estratégicos”.
En la tierra de la revolución sandinista, el Atoj se encontró con el músico boliviano Álvaro Montenegro. Ambos se unieron, como muchos latinoamericanos, al proceso que en los años 80 estaba en su auge. “Por un acuerdo con el ejército sandinista hicimos una gira por toda la frontera para cantar con las tropas durante un  mes y medio; fue la oportunidad para entrar a un proceso joven, fresco , dinámico, emocionante”.
El Atoj se relamía los bigotes. Lo que hizo que se volviera un nicaragüense más durante una década. Fue así uno de los fundadores de la Escuela Nacional de Teatro y Títeres en Matagalpa, cabeza de una de las muchas casas de la cultura en Managua, impulsor y testigo de la intensa movida de grupos de teatro, de música, de danza, de compartir saberes de los propios ciudadanos que sabían cantar o cocinar, narrar historias o bailar, “todo igualmente valioso; vivimos esa efervescencia maravillosa que incluyó, como parte de la escuela de teatro, dormir en la línea de fuego, con la metralla al lado en tiempos del contragolpe a la revolución respaldado por Estados Unidos”.
El Atoj  vivió también el desencanto de la distorsión del proceso, de la corrupción interna. “Fuimos críticos con la cúpula de la revolución y vimos cómo llegaron los tiempos nefastos. Era hora de partir”.
En 1991, Juan Espinoza retornó a Bolivia. El Atoj se propuso reengancharse con un país que era el suyo y no lo era al mismo tiempo. Demasiado había trotado, mucho había tejido como para perder de vista la perspectiva  de una América inmensa y de que la clave para crear no es ser un músico o un titiritero, sino todo eso y más. Quizás ya no desde el escenario, pero sí desde la gestión, desde la generación de espacios de encuentro sin fronteras y con dos palabras clave: multidisciplinario y colaborativo.
Pero no iba a ser fácil ni inmediato. Una década  tuvo que pasar, aunque no en vano sino para afilar los dientes del Atoj, quien fue descubriendo el diseño gráfico, la comunicación y temas que le sedujeron: género, diversidades sexuales, sexualidad. No habrá cambiado de piel, pero se puso otra para reforzar la del artista y gestor: la del activista.

Escena 3
En los años 2000, el Atoj descubrió algo más. En las marchas de 2003, que desembocaron en la renuncia a la presidencia de Gonzalo Sánchez de Lozada, él, como la periodista Ana María de Campero, entre otros, “nos dimos cuenta de que nuestro lugar, en tanto clase media urbana, no eran las movilizaciones en El Alto o desde las minas y las áreas rurales; nos rebotaban, así que había que encontrar el propio espacio”. Así fue que se instalaron los piquetes de huelga en La Paz; el Atoj estuvo en la de El Montículo junto a su viejo amigo Álvaro Montenegro.
Y llegó el tiempo de volver al arte y darle contenido a las palabras clave que habían quedado en suspenso. Montenegro otra vez (Parafonista) y ahora también la bailarina y coreógrafa Sylvia Fernández lo hicieron posible: una obra multidisciplinaria escrita con música, danza y dramaturgia para entender qué ciudad de La Paz se estaba habitando en el nuevo siglo XXI tan dramáticamente estrenado. El resultado fue “Terrirorios del Chuquiagua”.

Bambalinas
El Atoj ha colgado en el perchero, ciertamente, su piel de actor de teatro, de músico. Pocos recordarán haberlo visto en acción. Se ha calzado en cambio el abrigo de articulador. TelArtes, Culturas en Movimiento, Cultura de Red, el anteproyecto de Ley Marco de Culturas son, en mucho, sus tejidos.  “Latinoamérica vive otro periodo de la historia; con esa realidad queremos vincularnos desde el arte. Los vínculos nos permiten ver el futuro con optimismo, pues creemos que allí donde fracase lo político, puede ser oportuno incorporar el enfoque cultural”, susurra Juan.
Y sigue: “Creemos que muchos de los problemas que tenemos en la construcción de sociedades más amables, menos machistas, más respetuosas, no discriminadoras, necesitan de un cambio cultural”. Éste se trabaja en la esquina, en el mercado, con el ciudadano, algo que no hemos hecho en  ningún país; las clases medias crecieron, sí, pero no miran el lugar de donde procedieron, sino arriba, por eso son discriminadoras, peligrosas”. De allí que “hacer alianzas desde el sector cultural, con enfoques políticos, es una manera distinta de construir ciudadanías”.

¿Telón?
El Atoj lanza entonces, a la manera de aullido: “Me considero, como dice Fernando García, del mARTadero, un conector, me percibo así; eso es ser un gestor: generar conexiones, las que provocan sinergias que derivan en encuentros y esto lleva a la felicidad. ¿Qué otro fin mejor puede haber?”.

(*) Este artículo fue publicado en la revista municipal de La Paz, Jiwaqi, enero de 2015. En junio de 2022, Juan Espinoza decidió aceptar un nuevo encargo, esta vez en Brasil, y hacia allí partió en 23 de junio.

lunes, 11 de enero de 2016

Indivisa Manent, la encarnación del verbo juvenil


Quienes han pasado por el festival intercolegial de teatro que organiza el colegio La Salle de La Paz, sea como espectadores, jurado o participantes, seguramente entienden qué representa encarnar un verbo en tiempo juvenil. Tal experiencia no se puede transmitir con palabras; hay que estar allí, en el lugar de la representación, en directo, conjugando también, en gerundio. Lo bueno es que oportunidad hacia adelante, hay. Y está el Hno. Pedro para mantener el verbo vivo.

 Obra,Yerma, del colegio San Calixto. 2014.
Mabel Franco, periodista

Recetas para formar seres humanos dispuestos a construir una sociedad mejor no parece que existan. Pero espacios que dan esa oportunidad, sí, y uno de ellos es el teatro. Como ningún otro arte, éste basa su sentido en un verbo clave para tal objetivo: encarnar. Quien hace teatro encarna ideas, sueños, vida: algo de la propia, claro, y muchas ajenas; mira y siente el mundo con un detenimiento y una sensibilidad que quizás no se permitiría de otra manera; piensa en el pasado, el presente y el futuro y, en un esfuerzo que es a la vez arte y comunicación, construye un puente para llegar al otro, al espectador.
Que un espacio así se abra para estudiantes de colegio, para adolescentes que están mirando el mundo con ilusiones, entusiasmo y energía quizás irrepetibles, es una excelente idea. En ese objetivo se ubica el Festival intercolegial “Indivisa Manent”. Tal su valor, su estratégica importancia, su apuesta por el arte como herramienta pedagógica y expresiva.
¿Qué se ha hecho evidente en el “Indivisa Manen” gracias a su continuidad? De manera general, el entusiasmo de maestros y estudiantes para trabajar por un mismo objetivo. De manera particular, el compromiso de ciertos maestros para perseverar en ese trabajo, a veces incluso sin el respaldo pleno del establecimiento. No vale la pena dar nombres; basta con revisar los programas para constatar la repetición de algunos de ellos, prueba de un compromiso no de una obligación pasajera. Por supuesto, el del Hno. Pedro Jiménez es un nombre insoslayable en este sentido: es el creador del festival y quien lo sostiene porque cree en los jóvenes y cree en el poder del teatro para ayudarlos a pensarse, a descubrirse y no sólo como artistas, que hay muchos que han tomado ese camino anidados por el Indivisa Manent, sino como seres humanos con ideas propias.

Obra Oniria del colegio Alemán, 2016. Foto, Mabel Franco.

Otra constatación tiene que ver con el proceso de preparación de una obra. Hay maestros o maestras que se entusiasman con el proyecto, que eligen la obra y apelan a los alumnos para “hacerlos actuar”. Dos resultados se han visto en el festival: chicos y chicas reproduciendo “clásicos” internacionales o nacionales sin sentirlos en verdad, repitiendo textos que no los representan, que no los interpelan; o chicas y chicos haciendo eso mismo con textos armados por el docente con un tono moralista y didáctico. Son experiencias poco encarnables, que se viven casi como una carga o, en el mejor de los casos, como un pasatiempo sin consecuencias.
En contraparte, hay establecimientos en los que el teatro es entendido como una oportunidad para crear en conjunto: que los adolescentes asuman sus roles, que busquen por ellos mismos los temas y las formas de representarlos; que experimenten y encuentren. A veces, un texto preexistente ha sido traído a sus vidas motivándoles a darle nuevos sentidos, sentidos propios más allá de lo que habrá pensado el autor, a veces el grupo ha creado la obra de manera colectiva y entonces no hay más que decir acerca de la encarnación.
El jurado, porque el “Indivisa Manent” es un concurso, una competencia, muchas veces ha fallado en favor del segundo tipo de obras. ¡Bravo! Otras veces, pocas por suerte, ha errado y se ha dejado seducir por la copia bien hecha del teatro costumbrista, por ejemplo. ¡Mal! Los organizadores del colegio La Salle, con el Hno. Pedro siempre presente, jamás han intervenido para influir de ninguna manera, prueba de su generosidad, de su confianza en la mirada del otro que, eso sí, han ido educando con el propio festival: renovando a los miembros del jurado, pero convocando asimismo a ciertas personas más de una vez, de manera que puedan aprender de tanto mirar y remirar el teatro estudiantil.
Urge la sistematización de cuanto se ha vivido en el festival, de manera que nuevas generaciones de docentes y de estudiantes conozcan esta historia. Que la conozcan también los periodistas culturales, ajenos de todas maneras a vivencias así de intensas. Que la aprecie el público en general, a ver si así aprende a valorar a los “menores” de una sociedad que tiende a ningunearlos, a dejarlos en la congeladora mientras se espera que “maduren”.

Obra Los bolsillos de la igualdad, colegio Hugo Dávila. 2015. Foto, Mabel Franco.


El festival, si es seguido con atención, con la misma persistencia con la que el Hno. Pedro lo organiza año tras año, seguramente que va ayudar a echar por tierra muchos prejuicios acerca de la educación, de la juventud, de la cultura, del arte, del teatro, de la vida misma. No es una exageración, aunque para verificarlo hace falta atraer a los espectadores, asegurarse de que se hable del encuentro por todos los medios posibles, que los estudiantes de otros colegios vean las obras, que hablen de ellas en el aula, que las critiquen y que de paso vayan  convenciéndose de la necesidad de exponerse al arte.
Por ahora, esto último tan deseable no sucede. Es cierto que muchos de los adolescentes que pasaron por este escenario son quienes, ya adultos, dan vida a la actividad teatral y cinematográfica del país. La lista de nombres crece. Pero es el espectador el que todavía no se beneficia de un espacio tan intenso. ¿Por qué? Una de las razones es la difusión que, hacia adelante, debe ser más agresiva. Es mucha energía la que se desperdicia cuando no todas las butacas se llenan.
Quienes han pasado por el festival, sea como espectadores, como jurado o como participantes, seguramente entiendan qué representa encarnar un verbo en tiempo juvenil. Lo triste es que tal experiencia no se puede transmitir con palabras. Hay que estar allí, en el lugar de la representación, en directo, conjugando también, en gerundio. Lo bueno es que oportunidad hacia adelante, hay. Y está el Hno. Pedro para mantener el verbo vivo.

El Hno. Pedro Jiménez junto a Erika Bruzonic. Tota Arce, Mabel Franco y Zenobia Azogue, jurado del Indivisa Manent en los años 90. En otros años fueron jurado, por ejemplo, Agar Delós, Maritza Wilde, Lucy Tapia, etc.

Nota: El Hno. Pedro Jiménez falleció en junio de 2022. Estaba en plena organización del festival que está por celebrar 30 años de existencia.