jueves, 30 de marzo de 2023

Pablo Paredes, productor cultural

El guitarrista Al Di Meola y Pablo Paredes.

Mabel Franco, periodista

A veces, dice Pablo Paredes que se pregunta: “¿En qué me he metido?”. Pero debe haber en él un irrefrenable placer en compartir con otros eso que a él le gusta: un cantante, una agrupación, una experiencia artística. ¿O no? A decir verdad, ¿acaso no todos sentimos la necesidad de mostrarle a alguien más lo maravilloso que es un libro o una película o un disco? Bueno, Pablo Paredes ha convertido ese impulso individual en una empresa, Sala A1, de ya larga vida en La Paz. Lo que es mucho mérito en un país que como el que habitamos parece poner más piedras que estímulos a quienes deciden hacer del arte –para el caso la producción de espectáculos-- su profesión.

En estos días, los afanes de Sala A1 tienen como meta el concierto que el guitarrista estadounidense Al Di Meola ofrecerá en La Paz. La cita está cerca: 12 de marzo, en el campo ferial Chuquiago Marka. Cabe esperar un lleno total, pues no todos los días es posible para nuestro mediterráneo espacio tener tan cerca a un artista de la trayectoria de Di Meola.

Al olfato de Pablo Paredes se le debe la presencia en Bolivia de Tangokinesis. Fue en 1996, en el Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez, cuando ojos y mentes se abrieron entonces a algo distinto relacionado con el tango. Quienes asistieron a las funciones recordarán el deslumbramiento de esa fusión con la danza moderna que propuso Ana María Stekelman. Inolvidable, simplemente.

Luego vinieron otros espectáculos, cuidadosamente elegidos: circo y acrobacia de Brasil, jazz y rock con Tony Levin, flamenco con El Cigala, jazz con Pipi Piazzolla y su grupo Escalandrum... Todo eso por citar algunas de las presencias que hablan de la amplitud de la mirada del productor y su capacidad para sintonizar no con las masas atentas a las tendencias, sino con la sensibilidad de un público dispuesto a libar, a saborear algo distinto, algo arriesgado.

Fracasos, dice Paredes, hubo algunos. Al final, esto de traer espectáculos no es ciencia exacta. Hay demasiados factores que tomar en cuenta y mucho más en Bolivia: aparte de buscar al público, ahí están, al acecho, una huelga, un bloqueo, un cerco, una crisis política, una incertidumbre económica como la que se vive ahora mismo en torno del dólar. Así las cosas, un evento planificado a veces por más de un año puede verse en la cuerda floja.

Pesa en contra también la inexistencia en el país de escenarios adecuados para ofrecer espectáculos en buenas condiciones y con el aforo que justifique la inversión. En La Paz, el teatro Saavedra Pérez ofrece la garantía técnica y su prestigio, pero queda chico con sus 600 butacas, de las que una parte importante está en áreas no muy deseables de anfiteatro y galería. ¿Adónde ir? Pues a un campo ferial que pudo tener un teatro en condiciones, pero desperdició la oportunidad y tiene lo que tiene nomás.

No ayuda tampoco la informalidad de quienes se llaman productores y no son sino estafadores o, en el más leve de los casos, improvisados mercaderes. El miedo del público de ser engañado está presente y es un factor que Sala A1 tiene que tomar en cuenta con los nuevos espectadores a los que quiere llegar. Similar miedo o desconfianza deben sentir los representantes de artistas internacionales cuando se les habla desde Bolivia. Bueno, Paredes y equipo tienen buenos antecedentes y la respuesta de Di Meola es la mejor prueba.

Traer artistas es, si se hace bien, acercar aires frescos y renovadores al país. Es un negocio y qué bueno que así sea; pero sobre todo es un servicio para una sociedad que necesita, tiene derecho, a vivir esos encuentros no solamente con el o los artistas, sino con los semejantes: para escuchar juntos, aplaudir juntos y salir de la sala con la sensación de haber alimentado eso que se llama alma.

Nota de opinión publicada en Página Siete el 9 de marzo de 2023

miércoles, 29 de marzo de 2023

Afrolibertad

Summertime ¿interpretada en contrapunto con la saya afroboliviana? Por qué no. Si la canción de Gershwin abrazada por el jazz tiene versiones de rock y dice google que también de disco y reggae, los tambores que en los Yungas resuenan como eco de la lejana África no tendrían por qué serle ajenos.

La saya afroboliviana Tambor Mayor en contrapunto con un grupo de jazz y un cuarteto de cuerdas. Foto: Vassil Anastasov.


Mabel Franco Ortega, periodista

Que todo es posible, que nada debería estar prohibido en materia de artes, es una verdad, aunque duela a los puristas y fanáticos de lo intocable. La cuestión, por supuesto, es saber cómo resulta la osadía. Pues, déjenme decirles que en el caso del jazz y la saya el resultado ha tenido, para mis oídos, la fuerza de una detonación liberadora.

La sorpresa de ese diálogo, que en simples palabras podría sospecharse forzado, algo así como la danza entre aire y fuego, fue revelada la noche del jueves reciente en una sala de la Cinemateca Boliviana convertida en espacio escénico para escuchar a la cantante afroestadounidense De-Ann Lott y una veintena de artistas bolivianos.

La velada musical fue parte de una serie de actividades del Festival Tawirandu Lus Araja (Escarbando los tesoros) propiciada por la Embajada de Estados Unidos en Bolivia en febrero, mes que en ese país es tiempo para rendir homenaje a las personas afrodescendientes que debieron luchar por sus derechos. Que todavía deben luchar, hay que decir, pues de discriminación, odio racial y otras violencias están llenos los días contemporáneos en EEUU. Y, para ser justos, en el mundo.

Las actividades, que han incluido proyección de películas de EEUU, exposición de obras de arte y de artesanías de creadoras afrobolivianas, además de un panel sobre historia, ha tenido la tónica de la interrelación. Qué pasa allá, qué pasa más acá, qué podría pasar si se conocen logros y retos mutuos.

En el caso de la música, la presencia de De-Ann Lott motivó el encuentro de su estupenda voz con los instrumentos de una banda de jazz formada por Roberto Morales, Pablo Soria Galvarro, Eduardo Navarre, Christian Laguna y Luis García, este último encargado también de la dirección. Subió a escena además un cuarteto de cuerdas integrado por los jóvenes Ana Carola Coss, Graciela Pineda, Bryan Vargas y Pedro Esteban Carrillo. Para interpretar en dúo sendas canciones, estuvieron Mimi Arakaki y Andrea Camacho. Y la saya afroboliviana Tambor Mayor intervino en dos momentos extraordinarios por lo inesperados, pero sobre todo por las preguntas que probablemente motivaron: ¿cómo es que no se nos ocurrió hacer algo parecido antes? ¿Cómo no se experimenta con lo que se tiene cerca? ¿Por qué será que no hubo afrobolivianas cantando u otros instrumentistas que no sean los de los tambores?

Invitación a volar

En 2005 y 2006, la Alianza Francesa en La Paz tuvo la iniciativa de acercar hasta estas alturas a intérpretes afrofranceses o africanos radicados en Francia, todos exponentes de la música contemporánea con raíces en la madre África. “De ida y de vuelta” se llamó la iniciativa y de ella todavía resuena la voz de Dobet Gnahoré, de Costa de Marfil, que ofreció una velada irrepetible por su voz, su danza, su grito de paz y el grupo de intérpretes blancos que la acompañaron. Llegaron luego los camerunenses Henry Dikongué y Zakaria Riahi.

Dikongué y Riahi no se limitaron a cantar y tocar, sino que viajaron a Tocaña para trabajar con las comunidades de la zona durante dos semanas. Escucharon su música, mostraron la propia y propusieron un diálogo, así como desafiaron a intentar nuevas búsquedas sobre ese reservorio que Riahi dijo que le recordaba lo recóndito de Angola.

Hubo una presentación en el Municipal y algo todavía incipiente de lo que era posible descubrir fue compartido con el público. Se informó entonces sobre los planes de un encuentro regional, en Colombia, y de seguir dialogando en Bolivia. No se pudo hacer esto último, pues alguien de la saya afroboliviana dejó dicho algo así como que no iban a permitir que se les dijera qué hacer, que no estaban dispuestos a que se atente contra su cultura…

Detrás de esa postura debe haber razones no suficientemente explicadas. No tenemos, desde fuera, derecho de juzgar, de exigir, de criticar. Menos cuando la saya afroboliviana ha surgido no sólo como expresión artística, sino cultural y política. Las sayas afrobolivianas no sólo nos mueven a bailar, sino que nos están diciendo que hay bolivianos y bolivianas distintos de los aymaras o quechuas y que tienen una identidad que es preciso entender como parte de la plurinacionalidad.

Sin embargo de lo dicho, se hace también inevitable pensar que aprovechar lo propio y de proyectarlo hacia algo nuevo –lo que se sienta y quiera que esto puede ser—, sin que represente un imperativo dejar de lado lo que ya se tiene, no puede ser algo malo. La invitación a volar no puede ser mala, menos si se siente que hay un lugar firme para volver y alimentarse.

One of these mornings

No todos los caminos musicales tienen que llevar al jazz; pero siendo éste una herencia de lo afro, ¿por qué no alimentar su complejidad desde lo afroboliviano? Se me ocurre que los resultados podrían ser sorprendentes, mucho más que sólo trasladar al jazz taquiraris o cuecas.

La presencia de De-Ann Lott como parte del Festival ha posibilitado a un auditorio pequeño –inevitablemente-- descubrir y disfrutar de su canto, su capacidad para interpretar, su sencillez, además de ratificar la profesionalidad de músicos bolivianos. Pero sería injusto que la experiencia desarrollada se quede allí, que se pierda en lo efímero. Por eso estas líneas que salen como expresión de esperanza para que dejemos de gritar para nosotros mismos que somos lo que fuimos. ¿Y si comenzamos a ser lo que podríamos ser?

El bum burubumbum de la saya afroliviana Tambor Mayor, subiendo o bajando el volumen para dialogar con cuerdas de conservatorio en la canción de negros escrita por un judío, nos está desafiando a darle el sentido vital al cielo: “One of these mornings/ You're gonna rise up singing/ You gonna spread your wings/ And take, and take to the sky”.

Esta nota fue publicada en la revista Rascacielos el 12 de febrero de 2023.

Virginia Ayllón, la Vicky

Virginia Ayllón. Foto: Claudia Daza

Mabel Franco Ortega, periodista


Cuando habla, parece que las ideas circulando por su cabeza se hicieran visibles, tocables. Como si el mecanismo de la producción de conceptos estuviese al alcance de quien la mira y la escucha. Las palabras que usa, cómo las enlaza y enfatiza así lo hacen sentir. Sabe mucho, mucho, como resulta evidente, pero la serenidad con que exterioriza eso que sabe la mantiene como una interlocutora generosa. Puede ser que tú sólo atines a decir “Ah”, “¿En serio?”, “¡Qué interesante!”, pero esta Vicky te escucha y tú te convences de que estuviste a su nivel en la charla. 

Reilona, diríamos los paceños. Risueña, diría el diccionario. Su lindo rostro moreno conquistó cierta vez al camarógrafo de un canal que, en una mesa de varios que hablaban sobre el Movimiento para seguir soñando, para seguir sembrando –del que ella fue parte vital-, se detuvo en la Vicky; se congeló en los primeros planos de ella sin importar que fuese otro el orador de turno. Su sonriente rostro de mujer gordita, como a ella le gusta ser, no la delgada a la que la obligó cierto periodo de enfermedad. Eso es amarse por encima de las presiones de la moda.

Estudiosa de la literatura, lectora, escritora, la Vicky fue dirigente universitaria de izquierda. Antes de sus 20 años estuvo presa durante la dictadura de Banzer y se escapó por un pelo llamado Víctor Hugo Viscarra de ser la víctima de García Meza. Por eso su amistad inquebrantable con el escritor de la calle, por eso su lealtad para no llenarlo de loas, sino para impulsarlo a que ese su don para traducir en letras sus vivencias adquiriese un nivel literario. Eso es ser amiga.

Alguna vez, en plena crisis de dinero, se animó a contrabandear relojes, contó como anécdota tragicómica. Pasó tremendo miedo ante los agentes de aduana mientras que a las otras personas en similar trance no se les movía ni un pelo; por suerte, la mercadería pasó y pudo venderla. La cena con la que festejó el logro, junto a su familia, se comió las ganancias y el capital. No cualquiera puede ser comerciante, decía valorando a las que saben serlo. Eso es reconocer los propios límites.

Madre de dos hijas, la Vicky confesó hace poco tiempo lo que demasiadas mamás tratan de esconder, sobre todo para ellas mismas: que están listas para volver a vivir solas, que ya han cuidado, que quieren dormir sin preocuparse por si los vástagos volvieron de la fiesta, por si limpiaron lo que derramaron. “Si no se van ellas, me voy a ir yo”, sentenció muy seria. Eso es escucharse.

Así es Virginia Ayllón Soria. De su feminismo, de su anarquismo, de su producción intelectual, que hablen los otros, las otras. La Vicky es fascinante también en la charla cotidiana. Se me ocurre que así han debido serlo aquellas bolivianas que sus investigaciones han ido devolviéndonos: Adela Zamudio, Hilda Mundy, María Virginia Estenssoro… Pero, un ratito, qué son pues estos trozos de cotidianidad que salen aquí casi como infidencias si no el reflejo de su capacidad de producir, de su anarquismo, de su feminismo. Es que la Vicky es nomás la coherencia andante.  


Virginia Ayllón Soria nació en La Paz en 1958.


Este retrato fue publicado en la revista Rascacielos el 5 de febrero de 2023.


Efigenia, la Reina del papel

El titiritero actor Sergio Mercurio decidió filmar la poesía de una artista de la calle en Brasil. El resultado fue otro poema que ganó premios, pero no pudo llegar al público masivamente. Ahora saldrá en busca de quienes transitan por las vías digitales. La novedad es el subtitulado: nueve lenguas, desde el castellano hasta el guaraní.


Mabel Franco Ortega, periodista; 
Fotos: Pablo Gonzales

Subtitulada en nueve idiomas, La película de la Reina, ópera prima de Sergio Mercurio, recorrerá los caminos que las redes digitales le vayan abriendo. Así lo ha decidido su director, que la estrenó en una sala de cine de La Paz en 2007, que ganó premios en festivales y que desea ahora que la vea mucha, pero mucha gente.

La película, un biodocumental que el titiritero, actor y escritor argentino hizo junto con los bolivianos Juan Pablo Urioste en cámara y fotografía y Pablo Gonzales en la foto fija, sigue la huella, más bien la magia, de Efigênia Ramos Rolim, una brasileña de 74 años que descubrió en los papeles de dulces tirados en las calles tantos sentidos que una frase no lo explicaría.

Para entender algo de esos sentidos, para asomarse al mundo recreado por la pequeña pero inmensa Efigênia, la Reina del papel de caramelos, hay que escuchar su poesía, sus canciones, verla correr y brincar como si fuese una niña. Hay que seguirla en su descubrir y cosechar los papeles brillantes –basura para otros– y observarla cuando los retuerce o los envuelve con hilo hasta darles nuevas formas. Hay que, en definitiva, ver su película.

Efigênia nació en un pueblo de Minas Gerais (Brasil) y tuvo como 20 hermanos y hermanas. Todos debían trabajar desde pequeños, cuenta en el documental, e ir descalzos por la vida, pues la buena ropa y los zapatos se guardaban para ir a la iglesia en domingo.

La niña creció. Se casó y tuvo cuatro hijos y cinco hijas. La pobreza, que la obligó a trasladarse junto a su familia y el esposo enfermo a la ciudad de Curitiba (Paraná), la dejó viuda a los 60 años. Fue entonces que se hizo artista, o más bien: que retomó lo que siempre fue, desde que en su niñez creaba y actuaba poemas que su madre no entendía y que el resto de la gente calificaba de locura.

En el momento en que aceptó hacer la película, Efigênia era conocida ya, en su entorno, como artista de calle, artista popular, contadora de historias, dueña de una sabiduría sencilla al alcance de eruditos, como tituló un diario brasileño.

Han pasado muchos años desde el estreno de la película. La protagonista tiene 91 y sigue tan activa como cuando llevaba su blanco cabello peinado en trenzas y vestía ropas adornadas con papeles brillantes a tono con el tocado hecho de red de damajuanas llena de los mismos papelitos. El director, Mercurio, relanza ahora su obra, sobre la que conversamos en Rascacielos.



A modo de charla

- ¿Qué relación hay entre tu ser titiritero, actor y asumir la dirección de una película?

- La misma relación que puede haber entre alguien que es padre, hijo, nieto, abuelo, amigo. Si bien esto que señalo son relaciones parentales, entiendo las acciones que contemplan formatos de comunicación artística del mismo modo: para mí, los titiriteros, actores, escritores o directores de cine son primos, y entre esos parientes el preferido por todos es el músico, porque es el que los puede reunir sin que se peleen. En esta vida no me ha tocado esa suerte.

Los oficios que he tenido y que tengo están hechos con los mismos materiales. Mis sensaciones, mis preguntas, curiosidad, algo de aventura y disciplina. La película, así como fue ser titiritero, nace de una necesidad. Para conocer América había que provocar encuentros en distintos lugares. Hacerme titiritero respondió a esa necesidad. Hacer una película fue la respuesta a lo que yo entendía que era la necesidad de que Efigenia fuera filmada. Que su vida quedara registrada. Nadie quería hacerla, entonces la hice yo.

- ¿Qué miras desde los ojos de la Reina?

- Veo lo que sé, supe, intuía, sabía y olvido regularmente. De vez en cuando vuelve Efigênia a mí para ponerme en mi lugar. Desde los ojos de ella se ve el mundo en el que quiero vivir. En el que quiero estar. Desde los ojos de ella se ve claramente que lo frágil puede caminar con lo fuerte. Ésa es una de las frases más hermosas que ella dice en mi película.

- ¿Qué le ha pasado a la película luego del estreno? ¿Qué itinerario imaginas que va a seguir desde ahora?

- Lo que le pasó a esta película es que cumplió su objetivo. Creo que ayudó a que otros conozcan a esta mujer. Cuando Lula era presidente de Brasil, la vez primera, llamó, entre otras personas, a Efigênia y le colocó una medalla que expresa que ella es una de las figuras que yo llamo excluyente de la cultura, en el sentido de que no se parece a nadie. En el libro que explica los motivos para haber elegido a las personas distinguidas, en la página de Efigênia se dice algo así: “Retratada en la película de Sergio Mercurio, Efigênia Ramos Rolim, oriunda de Minas Gerais, es una artista popular que trabaja con papeles de caramelo, convirtiéndolos en muñecos, y creando un universo con lo que ella llama los míseros caídos que perdieron el relleno; por su labor es conocida como La Reina del Papel”. Esa frase que pongo en negrita fue el final del recorrido de mi película. Esa acción mudó el presente de Efigênia.

Con respecto a su recorrido fílmico, la película ganó el premio del público del festival de cine de Sao Paolo. Ganó el festival Contra el silencio todas las voces, de México. Viajé a Estonia a presentarla en un festival. En todos los casos me faltó experiencia para transitar por el mundo del cine. No supe hacer acuerdos. Fui muy anárquico. Me moví en el cine como me moví en el teatro. Ahí me di cuenta que un primo actor no es igual que un primo cineasta. Yo quise ser en el cine como era en el teatro. No funcionó. Nunca recuperé la inversión económica que hice.

Durante la pandemia intenté la aventura de subtitularla en nueve idiomas. Contacté a diversos amigos que la habían visto, la mayoría de los cuales conocí en Bolivia: un alemán casado con una boliviana, una japonesa casada con un boliviano, un italiano y un francés de mis tiempos en el Teatro de los Andes, un amigo que habla, escribe y piensa en quechua. Además de eso contacté con un amigo guaraní y así fuimos completando los nueve subtítulos que se han hecho con la expectativa de que la película se vea gratis en internet y se disfrute en cualquiera de esos idiomas.

Además, siempre tuvimos la necesidad de corregir un par de defectos técnicos, como que en uno de los fotogramas se colaba un cable. Ahora ya está.

Con respecto al itinerario, no pretendo nada especial. El mundo del cine cambió para siempre. Ojalá que algunos seres vean a esta mujer que suele mudar las vidas de las personas a las que se acerca.

- ¿Te has encontrado con la artista nuevamente?

- Sí. Sigue tan activa como siempre. Creando mundos, investigando. Es un estímulo encontrarse con ella. Sigue juntando lo que otros dejan de lado. Es mi musa. La encontré el verano pasado y en poco tiempo me reestimuló. Dije antes que la considero alguien excluyente porque es la artista más diferente que he visto en América: porque excluye a todos, absolutamente a todos. Es la única artista que no trabaja de artista.

- ¿Qué te dijeron los que vieron la película? ¿Qué encontraron y que tú sabías que así sería?

- Las personas que han visto la película se han emocionado mucho. Y me han agradecido. Yo no esperaba ganar festivales. Lo que me sorprendió fue la recepción en México. Si yo no hubiera sido tan bobo e inexperto, hubiera aceptado que la distribuyan por todo México. En ese momento pensé en recuperar el dinero y no hice el acuerdo. Hoy me arrepiento de eso. Las películas tienen que viajar solas. Lo que me sorprende es encontrar a alguien que no sabe quién soy yo, pero que vio la película y le gusta el modo en que fue hecha.

- ¿Qué te ha sorprendido para mal de las respuestas?

- El mundo del cine independiente. Muy mezquino. Es triste constatar cómo la envidia es lo que más brilla entre los artistas.

Para ver la película 

Efigênia dice que encontrarse con esos desechos brillantes, que en principio confundió con una joya, ha sido una suerte inmensa. Es decir, suerte que no fuesen joyas en el sentido material, sino papeles y papelitos, pues de lo contrario se hubiese vendido la joya. Y con ese final, la artista no hubiera emergido ni encontrado la oportunidad de trabajar sobre ella misma: es decir, hubiese perdido su relleno.

Dice también Efigênia que ella pensaba que el mundo del arte no era para alguien “vieja, fea, sin estudios”; pero que esto no es verdad. Revela muchas cosas más, pero para enterarse hay que exponerse ante La película de la Reina y escucharla en portugués, subtitulada asimismo en ese su idioma, pero también en castellano, alemán, japonés, francés, italiano, quechua, inglés y guaraní.

Nota publicada en la revista Rascacielos el 26 de marzo de 2023

Chipana y los golpes del amor

Uno entre nueve hermanos, Freddy pudo perderse en las calles a donde escapaba de la violencia y el no cuidado. Se salvó porque vio que podía recuperar su infancia no vivida en un escenario. ¿Golpes? ¿Porrazos? Sufrió muchos y los tomó, los toma, como impulsos para volar desde esa plataforma llamada teatro. Altoteatro.


Freddy Chipana como Patroclo en la obra Ilíada, de Teatro de los Andes. Foto: Teatro de los Andes.

Mabel Franco, periodista

El amor –contra lo que canta Lucio Battisti, Che non si muore per amoreestuvo a punto de matar a Freddy Chipana. Las cosas sucedieron así: el joven aprendiz de teatrista pasaba sus días en Yotala cuando no estaba de gira con sus compañeros de Teatro de los Andes. Aquel final de tarde del año 2002, Freddy colgó el teléfono luego de una charla de larga distancia con una chica que se encontraba en El Salvador. Estaba tan eufórico por lo compartido, que salió corriendo al patio y dio un gran salto. La realidad sin metáforas le salió al paso en forma de viga y el enamorado se golpeó la cabeza tan fuerte que “di dos vueltas y quedé tirado en el piso”.

Lucas Achirico, que presenció la escena, quedó espantado. Al poco rato, todavía atontado, Freddy intentó asistir a unas clases de violín, pero vomitó y por la noche no pudo ni dormir. “Fui a buscar a Alice (Guimaraes) y le dije lo mal que me sentía; pronto, no podía ni sostener mi cabeza, así que me llevaron al médico”. El diagnóstico fue “conmoción cerebral”. Durante un mes debió guardar reposo y “me dijeron que no podía ni pensar”.

En el periodo de recuperación, aburrido de no seguir el ritmo del grupo que por entonces cosechaba lo bueno y sufría lo malo de esa gran producción que fue Iliada, en la que Freddy encarnó a un conmovedor Patroclo, el herido aceptó el consejo de Paolo Nalli y retomó la escritura que solía cultivar en su adolescencia.

Fue entonces y en tales circunstancias que lo decidió: luego de siete años de haber convivido con el grupo que dirigía César Brie había llegado el momento de marcharse, de volver a El Alto para trazar un camino propio en el teatro.

Uno entre nueve

Freddy Chipana Vargas nació en octubre de 1975 en la ciudad de La Paz, de padres migrantes del área rural. Segundo de nueve hermanos, creció en El Alto, adonde se trasladó su familia para intentar combatir la pobreza que en la sede de gobierno parecía imposible. “Había golpes, violencia de parte de mi padre, y por eso yo me escapé muchas veces y me fui con mi abuela o me quedé en la calle, tal como hacía mi hermano mayor, Federico”. El papá terminó por abandonarlos y su madre, Luisa, “hizo lo que pudo para sacarnos adelante; trabajaba y nos alimentaba, pero no podía cuidarnos”.

Federico fue el primero en llegar hasta el hogar para menores en situación de riesgo que tenía entre sus responsables a un suizo de nombre Stefan Gurtner. Freddy comenzó a asistir también, como externo, y aprendió a convivir con otros 50 chicos que no sólo tenían comida y techo, sino la oportunidad de conocer de sastrería, carpintería, panadería, jugar fútbol, hacer música y… teatro.

El Hogar Tres Soles fue entonces la salvación. “Stefan no sabía mucho de teatro, pero era un apasionado y fue contagiándonos su pasión. Solía darnos a leer textos que luego discutíamos. Así se formó el grupo Ojo Morado, donde trabajábamos en creaciones colectivas cuatro horas diarias, de lunes a sábado”.

Stefan los llevó a cuanto taller de teatro se pudo. Y fue así que se produjo el acercamiento con Los Andes y Brie. De Tres Soles, el director había reclutado en 1992 a un músico, Lucas Achirico. Y luego, en 1995, invitaría al veinteañero Freddy a unirse al grupo para hacer Las abarcas del tiempo en reemplazo del actor Diego Mattos.

Con Ojo Morado, Freddy hizo varias obras, la más emblemática de ellas, una versión de El Principito que conmovió intensamente a los espectadores y que asimismo puso en evidencia los enmohecidos conceptos de los administradores de teatros que se espantaron con esa obra en la que los principitos decían “malas palabras”, maldecían y estrellaban huevos en los sacrosantos muros.

Freddy, en todo caso, estaba listo para dejar Ojo Morado, pues se había propuesto ingresar al Conservatorio Nacional de Música. En ese trance recibió la llamada de Brie.

Si lo que el joven esperaba al llegar a Yotala eran clases de cómo hacer teatro, pronto se dio cuenta de que no habría tal. “Yo tenía la pasión y el respeto por el trabajo que me enseñó Stefan y que le agradezco hasta hoy, pero mi cuerpo era un desorden; tenía que depurar, reconstruir y no sabía cómo integrarme a una estructura como la de Teatro de los Andes. Nunca me sentí tan solo ni jamás lloré tanto como allí”.

Sus compañeros, Teresa Dal Pero, Gonzalo Callejas, entre otros, lo fueron tranquilizando. “Tú vas a encontrar tu forma”, le dijeron, “hay cosas comunes, pero las búsquedas son personales; de hecho, la verdadera búsqueda hay que hacerla fuera de los horarios de grupo. Tienes que ser tú, encontrar lo tuyo”.

El camino propio

Un veinteañero Chipana en los albores de Altoteatro. Foto: Muro de Freddy Chipana en Facebook.

Y llegó la hora de dejar ese espacio, el más importante que hubo en los años 90 y que fue como un parteaguas para las artes escénicas en Bolivia. Atrás iban a quedar obras como Graffitti, El cíclope, Las abarcas…, Ilíada. Muchos habrán pensado que qué locura dejar a semejante grupo en su mejor momento, pero en verdad que ya había comenzado la desbandada. Cristian Mercado y Jorge Jamarlli se habían despedido y pronto lo haría Teresa Dal Pero. Si hubo temor en Freddy, Gonzalo Callejas lo reafirmó en la decisión: “Qué bueno que busques lo propio”.

Freddy, con 27 años de edad, se dispuso al retorno. “Me despedí con agradecimiento de César, de Paolo, de los compañeros… Nos quisimos, nos detestamos, caminamos juntos un trecho importante de nuestras vidas y aun hoy nos sabemos parte de algo”.

Qué se carga en el equipaje en circunstancias así. “El deseo de reinventarse, de comprobar si en verdad sabía hacer, la duda de si era algo más que actor. El desafío de ponerme a prueba y demostrar que se podía hacer teatro en Bolivia para Bolivia”.

La vieja computadora le devolvió textos que había escrito en distintos tiempos. Los revisó y durante dos años trabajó con algunos de sus antiguos compañeros de Ojo Morado. Ensayaron y así salió Plegaria, la primera obra del nuevo grupo que iba a llamarse Cantera de piedra, cuyo objetivo sería hacer un teatro de altura… y así se quedó como Altoteatro.

Las cosas no fueron fáciles. Hubo algo así como otro golpe del entusiasmo contra la viga de la realidad. Llegaron chicos y chicas con los que trabajar y “yo pensaba que lo sabía todo, pero en las reuniones escuché: mira que nosotros somos distintos de la gente con la que trabajaste”. Fue duro escuchar eso, pero también le dijeron: “Creemos en ti; lloré. Vi capital humano y supe que podíamos construir juntos”.

Hace 20 años de esto y hoy Altoteatro es un grupo de referencia en Bolivia, con obras como Un país en sueños, sobre el exilio que es la emigración; Peligro, festiva tragicomedia acerca de la condición del artista en sociedades en las que cuentan los dividendos y el arte da miedo; Eterna, sobre las relaciones violentas y mordaces entre madre e hijas; el monólogo Ratas sobre las dictaduras cuasi voluntariamente aceptadas (obra que le valió un premio de actuación a Chipana) y la más reciente, Basura, que señala la condición de desechos a los que se reduce a no pocos seres humanos. “Lo que hemos ido haciendo, cada elección, cada hallazgo, es la respuesta a preguntas que me hago sobre la escena, sobre mis textos y la decisión de compartirlo todo con el grupo como la mejor forma de llegar cada vez más profundo”.

Tres de sus hermanos –César, Carlos y Edgar– se han unido al grupo y en el grupo Freddy ha ganado hermanas como Carmen Tito. “Hoy somos como 20 personas, como se aprecia en la Batucada Altoteatro, pero la base es de nueve compañeros que están listos para lo que se necesite poner en marcha. Somos un equipo que habla de lo que vemos y vivimos, de nuestro contexto, aunque no hacemos teatro social, sino humano”.

Freddy es quien escribe los textos, en general sobre temas que preocupan a los integrantes del grupo. Pero, dice, no es suficiente tener la palabra, pues en escena, con el aporte de todos, es que se define la obra. Cada una de ellas, ya con las imágenes visuales y sonoras, es por tanto una creación colectiva; eso es lo que me gusta”.

A Chipana lo convocan de otros grupos, incluso del extranjero, y él ha aceptado dirigir y hasta escribir textos para algunos de ellos. Es una forma de refrescarse, de exigirse, de ver lo que no vería de otro modo, de no instalarse en la comodidad de lo que conoce. “Pero en cada experiencia extraño más a mi grupo, sobre todo cuando me topo con actores que no tienen tiempo para ensayar; yo detesto tener que jalar el coche. Hay cosas lindas en ese salir, no me malentiendan, pero una cosa es estar entre artistas y otra entre compañeros”.

El niño viejo

La última obra de Altoteatro, estrenada en 2022, es Basura. Fotos: Eduardo Schwartzberg.

Y aquí está Freddy Chipana, muy cerca de cumplir medio siglo de vida. Aquí está el antiguo niño en situación de riesgo que dice haberse perdido la oportunidad de vivir su infancia por tener que madurar demasiado pronto, está el adolescente que se enojó con unas damas encabezadas por la esposa del Presidente de la República que vieron actuar a los Ojo Morado y que llorando los felicitaron, “pero no por nuestro teatro, sino por nuestra condición de desamparados”.

Aquí está el actor, autor y director, habitante de la zona 16 de Julio de El Alto, dispuesto a seguir moviéndose por la escena, pero sin olvidar que “el teatro me importa, pero más grande que el teatro es la vida, y más grande que la vida es el amor, y más grande que el amor es la libertad y más grande que la libertad es la paz”.

Sobre el amor de pareja, Freddy dice que tuvo fracasos –golpes– “por estúpido” y que consciente de ello hoy agradece a la mujer que “está a mi lado” tratando de no perderse en “las estupideces del amor”. No tiene hijos, lo que le facilita, admite, la reinversión del dinero que gana en el propio Alto Teatro: así se ha adquirido los instrumentos musicales de la batucada, se ha comprado un terreno para construir algún día la sede del grupo, se elabora escenografías cada vez más exigentes, se viaja a lugares que no pueden pagar el costo de la función, etc.

El año pasado, en octubre, hubo festejo teatral por los 20 años de Altoteatro. Llegaron los amigos de Los Andes y, desde Argentina, Sergio Mercurio y Nueva Escena (Jujuy). Fue una manera de cruzar fronteras de espacio y dimensiones de tiempo: el ayer, el siempre. Y de comprobar, sabes Freddy, que a veces el teatro puede ser tan importante como la vida porque, ya ves, le da a ésta amor, aunque duela a veces. Y libertad y paz para preparar el vuelo y seguir. Lo cantó el Battisti de Paolo Nalli y bien podemos parafrasearlo: Il mio teatro libero.