jueves, 31 de mayo de 2018

¡A capitalizar el caos!

Llamerada San Andrés. Gran Poder 2018. Foto: Mabel Franco

Hay que ver cuánto se esfuerzan todos, aun los que se mueven en el terreno de la danza contemporánea, por ordenar, uniformar, igualar, sincronizar. Como si no se hubiesen percatado de que entre bolivianos es más que probable que reine un otro orden, el orden del caos.

Mabel Franco, periodista

No he tenido la ocasión de ver un solo baile encarnado por cuerpos bolivianos, en la calle o en un escenario, a cargo de profesionales y menos de aficionados, jóvenes o viejos, en el que los ejecutantes puestos a sincronizar –es decir, moverse al mismo tiempo, como si fuesen uno- lo hayan logrado. Ha dado lo mismo que fuesen bailarinas en pleno vals de los cisnes o morenos fluyendo al son de sus matracas: nunca, pero nunca, los brazos se han movido como los de Vishnu; siempre, pero siempre, las piernas en alto han alcanzado ángulos dispares; jamás de los jamases las filas han sido rectas sino serpenteantes e irregulares trazos… Un caos, se diría en tono de reclamo.
Algunas de las veces, esa falta de ansiada uniformidad devela un defecto en los bailarines. Hay que ver la falta de dominio que tienen muchos de ellos sobre sus cuerpos, producto de la falta de preparación, de entrenamiento, de cuidado. Esto es fácil de ver en los denominados ballets folklóricos, cada vez más numerosos, cuyos directores reclutan alumnos para llevarlos al cabo de pocos meses a escenarios de representación, donde cobran al público por verlos actuar. Como la mayor parte de ese público resultan ser familiares de los bailarines, el rito se repite sin reclamos y, por tanto, sin exigencias de calidad.
Otras veces, el defecto parece estar en coreógrafos y directores. Hay que ver cuánto se esfuerzan todos, aun los que se mueven en el terreno de la danza contemporánea, por ordenar, uniformar, igualar, sincronizar. Como si no se hubiesen percatado de que entre bolivianos es más que probable que reine un otro orden, el orden del caos.
Hace algún tiempo me tocó en suerte asistir, como observadora, al último ensayo de una gran fraternidad de morenada. En el inmenso local del oeste paceño, los bloques ensayaban sus pasos propios con su propia música. Parecía una torre de Babel del folklore: ¿cómo iban a dialogar tantos y tan diferentes grupos? Llegado el momento, la banda en directo se impuso y todos, todos los bloques fueron uno: no es que hicieran la misma coreografía, para nada, y ni siquiera iban a vestirse igual el día de la entrada; pero en su diferencia ¡fueron uno!
Cholas antiguas, morenada. Gran Poder 2018. Foto: Mabel Franco

Si tan solo capitalizáramos el caos, librándolo de la improvisación y el descuido, otra sería la historia. Lo siento, pero nunca haremos un pas de six decente, salvo excepción: hay algo en la química y la física de los cuerpos made in Bolivia que se rebela. Por qué insistir en ser lo que no somos, en ser como no somos, y más bien de una vez ponemos a bailar al caos en tono de elogio.


Nota publicada en la revista Rascacielos de Página Siete

martes, 22 de mayo de 2018

Una lección de sociología a cuadritos con Salvador Romero Pittari


Salvador Romero P. con su cajita de dibujos pocos meses antes de su fallecimiento ocurrido el 3 de abril de 2012. Foto: Mabel Franco
El sociólogo, fallecido en 2012, tenía un alma secreta como historietista: coleccionaba revistas, pero también guardaba sus dibujos de niñez.

Mabel Franco, periodista
"Soy un historietista frustrado", nos había dicho Salvador Romero Pittari hace tiempo, cuando en una charla informal salió el tema de los cómics. Así que, a raíz de la edición de Escape, de marzo de 2012, dedicada al cumpleaños de Mafalda, entre las personas consideradas para pedirles un análisis de esta creación de Quino, el sociólogo boliviano estaba en primer lugar.
Sabíamos que todavía estaba recuperándose de una complicada operación quirúrgica, de manera que nos comunicamos con él para ver si podía enviarnos un texto o aceptar una entrevista telefónica. La respuesta fue una animada invitación a visitarlo en su domicilio de la zona de Calacoto. Porque no iba a ser una simple consulta, sino la oportunidad para charlar de ese su amor por las historietas.
De una cajita guardada en uno de los estantes de libros, Salvador Romero sacó unas tiras de papel cuidadosamente enrolladas. “Son mis dibujos”, explicó y nos dio acceso a un tesoro conservado desde la niñez por quien pudo ser historietista,pero que se decantó por la sociología.

Los dibujos hechos durante la niñez por Salvador Romero. Foto: Mabel Franco
“Yo dibujaba mis historias y armaba estas tiras largas pegando el papel, pues me inventé un cajón con un agujero, de manera que pasándolas poco a poco, dejaba descubrir los cuadros o viñetas al espectador que era mi hermano”. Los argumentos basados en las lecturas del pequeño Salvador, y también en el cine, eran esencialmente visuales, “no les ponía los globos ni otros textos que podían sobreponerse y perjudicar mis dibujitos”. Los diálogos los asumía el autor, que entonces se volvía narrador de fantásticas historias de misterio y de amores apasionados.

El primer cuadro de las tiras, dibujado con tinta o con lápiz, lleva un título, y el último, los créditos inventados por el dibujante: director y actores.
En el colegio, “a veces hacíamos revistas y allí también intenté crear mis historietas, tanto me gustaba el género”.
La producción argentina y la estadounidense acaparaban la atención del niño. En Buenos Aires, donde cursó el colegio, el auge de la historieta, condibujantes como Lino Palacio (Don Fulgencio) o Guillermo Divito (Rico Tipo, la revista), se vio renovada por la llegada de autores italianos que dieron lugar a una época de oro.
De ese tiempo dorado es la presencia en Argentina de Hugo Pratt, que fue parte de la serie y revista El sargento Kirk, donde estampó su estilo de dibujos, y luego, su Corto Maltés. “Pratt fue parte de un taller que se llamó de los 12 grandes; me hubiese encantado ser parte. Pero asistí a un instituto que se promocionaba como de alto nivel y al que mi madre me inscribió; fue de lo peor” y tal vez por esto, el chico de 12 años fue abandonando la idea de ser historietista, pero no dejó de leer revistas y de hacer sus trabajos caseros.

Los dibujos de rasgos clásicos, tan cerca de los años 50, develan a un artista en ciernes.
Foto: Mabel Franco

Venidos del otro lado de América, reinaban en su mundo Mandrake, el mago (Lee Falk y Phil Davis); El Fantasma (Lee Falk); Terry y los piratas (Milton Caniff/George Wunder), Superman (Jerry Sieger y Joe Shuster), entre tantos personajes que alimentaron el imaginario infantojuvenil.
Cuando Romero tuvo la oportunidad de viajar a Europa para estudiar en la Universidad de Lovaina (Bélgica), encontró un nuevo panorama para su pasión: “Descubrí Las aventuras de Tin Tin (Georges Remi, Hergé); debo tener toda la colección. Recuérdame que te la muestre alguna vez que tengas tiempo”.
Con Tin Tin, que Romero llegaría a compartir con sus nietos, le pasó algo curioso. “El tiempo que viví en Lovaina, con otros compañeros solíamos ir a Bruselas haciendo auto stop;cierta vez, me recogió un oficial del ejército belga, con quien me puse a charlar y, al saber que yo era boliviano, me preguntó si leía Tin Tin. Le dije que por supuesto y entonces me preguntó si sabía que la aventura titulada La oreja rota está inspirada en la Guerra del Chaco. Me sorprendió muchísimo y mi interlocutor me explicó que era miembro del estado mayor belga, especialista en conflictos de América Latina, en particular en la contienda que libraron Bolivia y Paraguay”.

Ciertamente, en la historieta mencionada, que lleva al reportero a Sudamérica en pos de una pieza de cerámica robada, si bien no se menciona a los países con sus nombres reales, sino como San Teodoro y Nuevo Rico, hay una contienda por el petróleo.
El universitario
Asterix, Corto Maltés... los cómics fueron matizando los días del estudiante de ciencias sociales que, por otro lado, admiraba al pensador alemán Max Weber, en busca del cual —para profundizar en sus ideas— había llegado a Europa, luego de que empezase su vida universitaria en La Paz.
“Mi padre y mi abuelo fueron abogados. A mí me interesaban las ciencias sociales, pero en ese entonces, para abrazar este campo en Bolivia, había que estudiar Derecho, así que empecé la carrera en la Universidad Mayor de San Andrés”. El padre le dijo que lo que deseaba era facilitar al hijo los estudios y “me permitió el privilegio de no trabajar, de manera que también entré a Filosofía, una gran facultad en su tiempo y muy exigente”.
El marxismo teñía el ambiente académico, “a veces de forma muy simplificada, y yo, que siempre he sido un contreras —mi padre me decía ‘sonso al revés’, con su tono tarijeño—, buscaba opciones. Un día, de casualidad, alguien mencionó a un señor Weber y la obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Picado por la curiosidad, “me fui a prestar algún libro al respecto y hallé la traducción al castellano de la obra, que se hizo antes que la versión francesa o inglesa...  Pero, ven, te voy a mostrar el libro del que te hablo, si no te estoy dando mucha lata”.
De ese modo, la entrevista, que debía ser sobre Mafalda, se fue convirtiendo, con Salvador Romero, en una fascinante charla, tal cual las clases que solía dar en la universidad. Conversador ameno, generoso, iba tendiendo redes con diversos datos, por momentos tan amplios que uno sentía que iba a perderse. Y, de pronto, cualidad del maestro, él cerraba el círculo. Así, aquel día, Mafalda no fue sólo un personaje de historieta, sino un instrumento para leer la sociedad, para intentar comprenderla en su complejidad y contradicciones. ¿Quién sino un experto en ambos campos para unir coherentemente a una niña de tinta con el filósofo Weber?
Los encuentros
El viaje de estudios a Lovaina le acercó, pues, al alemán “que influyó, diría yo, aún en mi vida personal, con esa su postura escéptica, menos determinista, que he mantenido siempre”. Sin embargo, en la universidad las cosas no pasaron como lo imaginaba, “pues la carrera de Ciencias Sociales estaba ya muy dedicada a los métodos, las estadísticas”. Igualmente, cuando llegó la hora de hacer la tesis de licenciatura, “fui donde uno de los pocos profesores que podían guiar este tipo de trabajos. Voy a trabajar Weber, planteé. Supongo que usted habla alemán, comentó. Le respondí que tenía la traducción al castellano. ¿Se animaría a hacer una tesis sobre un autor al que no es capaz de leer en idioma original?, me aterrorizó”. El joven terminó por aceptar la propuesta de ahondar en los presupuestos familiares, una técnica para ver en qué se gasta un salario y adónde irá a dar el dinero si hay un incremento. “Pedí información a Francia, sobre encuestas en África, y trabajé un año. Aquí lo tengo, le presenté al profesor. Otra vez me miró con sorna: No es más que el aliño para cualquier ensalada, no vale mucho científicamente, no hay nada nuevo, me respondió. Y reparó en un capitulito, casi en anexo, donde yo hablaba de la aplicación de esas encuestas en comunidades campesinas de Bolivia. Eso, haga sobre eso y salve parte de lo que ya ha elaborado”. Así salió la tesis, con sus copias logradas en esténcil, una de las cuales se halla en los estantes de la familia Romero.
Ya graduado, el profesional regresó a Bolivia. Se casó con Florencia Ballivián y comenzó a trabajar en la que debe ser la primera ONG en el país. “En ese tiempo, en las oficinas leíamos Mafalda”. Y en el hogar, también. “Le leía y explicaba pedacitos de la historieta a mi hijo Salvador Ignacio, quien tenía como tres años; pero además le dibujaba los personajes. Le hice un afiche sobre la tira del ‘palito de abollar ideologías’. Mafalda engarzaba muy bien en las visiones de vida de mi entorno”.
Otra vez, la historieta. “En ese tiempo, la creación de Quino no era de lectura popular. Se dirigió, pienso, al público de clases medias latinoamericanas y nosotros, en Bolivia, la leíamos en momentos en que asomaba tímidamente la ideología de izquierda”. El existencialismo, Sartre, el psicoanálisis y ese tipo de ideas aparecen entre los personajes, “hasta ese momento de ruptura que representa Mayo del 68”. Tal movimiento, “a mi modo de ver, quiebra la concepción clásica de la lucha de clases”. Es la primera vez, “como dice Alain Touraine, en que dejan de enfrentarse burgueses con proletarios y éstos se ponen de lado de los primeros”. Mayo del 68 “denuncia a los estados centralizadores, que manejan gran parte de la vida de las personas: la famosa planificación. Y entonces, así como la vanguardia del proletariado fueron los impresores, ahora son los estudiantes, más sensibles a las formas de dominación que se ejercen desde el Estado, los que salen al frente”. Mafalda también “cambia un poco, pues deja la búsqueda de igualdad y se decanta por mayor libertad y espontaneidad. Fue el periodo más fuerte antes de su desaparición. Y Quino hará luego otras tiras más agudas, perversas y maliciosas”.
Para el doctorado, Romero volvió a Europa. Otra vez Weber y, esta vez, el tema de la  legitimidad del poder. Y nuevamente una lección: “un profesor amigo me dijo, en sus palabras, no seas sonso, uno siempre debe trabajar el tema del que más sabe, el que domina; si vas con Weber, el tribunal te va a hacer trapo”. Lo dejó y se dedicó a estudiar los movimientos sociales campesinos en Bolivia. El ejemplar de la tesis está guardado y luce sus hojas de papel copia trabajadas a máquina.
El contenido trata de un tema que en su tiempo fue calificado, por grupos ideologizados de la UMSA, como “maniobra distraccionista”: “Identifiqué movimientos que llamé arcaicos y modernos; los primeros eran aquellos dados la vuelta hacia la comunidad  y que intentaban imponer al resto de la sociedad boliviana formas de vida que, en rigor, no son ni del incanato, ni comunidad ancestral alguna. De todas maneras, ese mundo trataba de imponer valores, maneras de vestirse y hasta el idioma (aymara). Por supuesto, como sucede ahora, no convencían a quienes ya están colonizados desde hace tanto tiempo, que el mestizaje es su realidad”. Y estaban los modernos, “los que buscaban aliados urbanos  para lograr cambios: así se consiguió la reforma agraria y otras medidas y —como verás— así se mueven ahora en la temática de la carretera por el TIPNIS”.

Mafalda y las confirmaciones
Lo que Romero no dejó de buscar es lo que hay detrás de dichos movimientos y esto le permitió desembocar en Weber, a quien nunca había olvidado. “Y Mafalda, de alguna manera, me ayudaba a comprender lo que se pensaban las clases medias en un mundo en el que comenzaban a cobrar protagonismo la ruralidad, los campesinos, etc., mientras estaban perdiendo espacio los famosos proletarios”.
Y “yo, que dediqué mis esfuerzos a contribuir a la mejora de mundo rural, que trabajé en temas de marginalidad, siempre creí que ese mundo estaba totalmente tocado, modificado desde la llegada de los españoles. Y mira tú que encontrar en una historieta un mundo que emergía (la clase media), frente a todo el debate de la burguesía y el proletariado campesino, me convenció de que había que hacer una política no para los extremos, sino abarcar a las distintas clases, incluida la media que es el lugar de llegada de los sectores en ascenso, el elemento de engarce, sobre todo en Bolivia”.

Este artículo fue publicado el 15 de abril de 2012 en la revista Escape de La Razón

jueves, 17 de mayo de 2018

El público

Cada sociedad le da al arte el público que éste ha ido construyendo, se podría parafrasear. Porque no hay aceras de en frente en este asunto. La relación es de corresponsabilidad.

Mabel Franco, periodista


Deseado, añorado, temido, odiado. Héroe o villano. Causa o consecuencia… El público es un personaje central de cualquier representación escénica, el que le da sentido, el que lo completa por semejanza o por oposición.
Anónimo, disperso, voluble, el público es el misterio que explica la existencia de eso que se llama arte. El artista que ignora esta condición no ha entendido su propia naturaleza y menos la trascendencia que su obra puede adquirir o no dentro de una sociedad.
Qué público será el que hoy y aquí acompaña a quienes pugnan por hablar desde un escenario teatral. Es la gran pregunta que cabe hacerse en momentos en los cuales preocupa la cantidad –cuánta gente acude a los teatros-, cuando la calidad parece ser la verdadera cuestión: la calidad de los espectadores.
“Lo grave es que las gentes que van al teatro no quieren que se les haga pensar sobre ningún tema moral”, decía Federico García Lorca en los años 20 del siglo pasado. Y describía al público burgués y convencional: “Van al teatro como a disgusto. Llegan tarde, se van antes de que termine la obra, entran y salen sin respeto alguno”.

Expresión encarnada de lo dicho, podríamos añadir: quieren invariablemente reír. Preguntan antes de comprar la entrada si es “comedia o tragedia”, alejándose si no es lo que ellos entienden por comedia. Si entran pese a todo, ríen a la menor señal que identifican como divertido, aun cuando lo que va planteando la obra inequívocamente daría para llorar a gritos o para guardar silencio.
Ejemplos hay demasiados como para pensarlos excepciones. El último y más extremo, el del público que asistió a “Ella”, obra de La comedia cordobesa (Argentina) representada en el teatro Nuna de la zona Sur, como parte del Festival Internacional de Teatro de La Paz. Dos hombres desnudos, sofocados en un sauna, van confesándose sentimientos respecto de una mujer que develan la violencia de la posesión, del derecho sobre ella que supuestamente les da el amarla. La gente explota en carcajadas a cada paso, mucho más cuando la ferocidad de la palabra se traslada a la lucha cuerpo a cuerpo de estos machos incapaces de salvarse, de salvarla.
Ah, el público. Existe, qué bueno. Aplaude, qué maravilla.  Se torna en masa complaciente, qué peligroso. Exige pensar, qué miedo más esperanzador.
Cada sociedad le da al arte el público que éste ha ido construyendo, se podría parafrasear. Porque no hay aceras de en frente en este asunto. La relación es de corresponsabilidad. En esto hay que pensar ahora que ese escurridizo animal parece regodearse con los reality shows, el chiste fácil, la moda, la tendencia. Corresponsabilidad, pues. Porque calidad de público es calidad de arte… y viceversa.

Nota publicada en la revista Rascacielos de Página Siete, el 13 de mayo de 2018