lunes, 9 de noviembre de 2015

Huayna Potosí: Los verbos de la montaña

¿Que la montaña puede hablar? Puede. A través de los humanos que se le acercan, que la contemplan, que la hollan. 
Foto: Pedro Laguna
Mabel Franco, periodista
Soñar. Soñaba que a la vuelta de una esquina me espera una masa blanca de hielo. Brillante, hermosa, sobrecogedora. Los sueños pueden hacerse realidad y lo sabe quien de improviso, sin pensarlo mucho, habiendo por la noche apagado su computadora en la oficina, a la mañana siguiente está frente a un nevado de 6.088 metros de altura sobre el nivel del mar: el Huayna Potosí.
¿Que la montaña puede hablar? Puede. A través de los humanos que se le acercan, que la contemplan, que la hollan. 

Descubrir. El Huayna Potosí (Joven Potosí), y no el Illimani, le corresponde, en virtud de las reparticiones políticas de la geografía, al municipio de La Paz. La Subalcaldía de Zongo está empeñada en poner el nevado en el mapa del turismo NACIONAL. Porque visitantes extranjeros abundan. En 48 horas, entre el 21 y el 23 de julio, habrá pasado un centenar de hombres y mujeres por el refugio construido a 5.200 msnm: británicos, argentinos, franceses, suizos, alemanes, finlandeses. Y, a juzgar por los graffiti de los muros internos, hebreos, coreanos y vaya uno a saber qué humanos más.
Tan “extranjero” es este coloso, que a 5.600 msnm se halla el “campamento argentino”, a donde el novato llega medio muerto, pero al menos llega y ya es un triunfo. Hay rutas más difíciles, como “la francesa”, a la que se refieren los que saben que subir por la cara norte es “pan comido”, mientras que acceder a la cima por la cara oeste es de titanes.

Deslumbrar. El Huayna, como se lo nombra con confianza, aparece magnífico ante los ojos del visitante a las dos horas, más o menos, de viaje por tierra desde La Paz. Por algo será, pero el primer lugar ante el que todos se rinden es el cementerio de Milluni: tumbas con el nevado de fondo; no es que éste haya causado esas muertes, no (aunque no pocos sucumbieron al intentar vencerlo en tiempos en los que la nieve parecía eterna y el Huayna no sentía el efecto invernadero o el retroceso de glaciares que hoy es dolorosamente evidente). Fueron la mina y otras causas naturales y no naturales las que sembraron de cruces ese camposanto.
Pero que la montaña es de temer, es de temer. Está allí, sin hacer nada, esperando a los que han decidido escalarla. 

Subestimar. Con el equipo de escalar alquilado y el entusiasmo del grupo, uno puede creerse un Bernardo Guarachi. La primera señal de que algo no está bien calculado llega a la hora de cargarse la mochila con todo dentro: chamarra, pantalón, casco, linterna, guantes, botas, grampones, bolsa de dormir, arnés, piolet. Y dos litros de agua, más chocolates y galletitas. Total, 25 kilos para llevar en la espalda. Y en cuesta arriba de piedra filosa y charquitos de nieve, travesía de más de dos horas con caídas incluidas. Y nada más para llegar al refugio de Las Rocas, algo así como el punto de partida nomás.

Descansar. El refugio Las Rocas es una estructura construida con las piedras del lugar, cal y madera. Da un alivio enorme encontrarlo y disponer de un café caliente, una sopa y una cama. No importa si el compañero de litera es un completo desconocido. Ahí dentro se protege uno del frío, del viento y, dicen los que han ido por el lugar después de septiembre, de intensas lluvias y nevadas. Este campamento ha sido construido por los hermanos Gonzales, Agustín (52 años) y Eulalio (Elio, 50), guías de montaña nativos de Zongo.

Escuchar. La aclimatación de uno o dos días se hace en ese lugar. La noche previa a la escalada hay que dormir temprano, pues a la 01.00 habrá que dejar la cama. Entre tanto, hay tiempo para escuchar las historias de los guías.
Agustín y Elio son dos de siete hermanos. “De niños, sabíamos de muchos accidentes de avión. Caían las naves que transportaban carne entre Beni y La Paz; sus instrumentos de cálculo fallaban, a veces por diez centímetros, y chocaban contra el Huayna. Nunca supimos de sobrevivientes, muy difícil”, dice Agustín.
Elio recuerda que con siete años comenzó a trepar el nevado, junto a su padre, para ver de cerca alguna máquina desparramada. “Luego, con mi hermano volvíamos y recogíamos piezas para jugar”. Comenzaron de esa manera y pronto no hubo grandes secretos para este par que ha escalado, a la fecha, todos los nevados del país. Delgados, de no más de 1,58 de estatura, con la piel intensamente quemada por el sol y por el frío, cautivan por su paciencia y su seguridad a la hora de conducir a los inexpertos. “Vas a poder”, repiten.
Elio fue quien rescató, en 2010, el cadáver del aviador civil Rafael Benjamín Pabón, perdido en el Huayna desde 1990. “Su mamá soñó el lugar donde estaba; yo, que lo había buscado muchas veces, seguí esta vez sus indicaciones y encontré los restos del avión y al piloto todavía sostenido por el cinturón de seguridad”, narra sin mayor emoción. “Es que hemos visto tantos cadáveres, incluso pequeños cráneos de niños en esos viejos aviones, que ya no sientes nada, salvo la satisfacción de devolver los restos a los familiares”.

Dudar. Es hora de vestirse. El peso de la mochila se traslada al cuerpo, sobre todo a los pies. Cada bota pesa una tonelada. Así deben sentirse los astronautas en la Tierra. Hace frío, mucho, pero todavía nada comparado con los -20°C que nos esperan 6.000 metros arriba. El guía nos mira. “¿Están seguros de que quieren ir? Miren que sólo somos dos guías y no habrá quién los acompañe si deciden volver”. ¡Qué momento! Ir o no ir. Pues vamos y que sea lo que Dios, el Huayna y la Pachamama quieran.

Subir. El significado de la palabra se aprende en la montaña. “Pasar de un lugar a otro que está más alto”, dice el diccionario y uno lo siente con las rodillas, las piernas, la garganta, la cabeza. Hay que caminar, trepar, clavando las botas dotadas de grampones que se aferran a la nieve. El deshielo pone al descubierto piedras, algunas enormes que hay que trepar pese al lastre de pies y al cuerpo recontrabrigado.

Respirar. Paceños, seres de altura. Mentira. El oxígeno no alcanza y uno se entera de que tiene un corazón. La cabeza parece que va a estallar. ¡Agua!, ¡coca! 

Mirar. Mejor ni alzar la cabeza, pues enfrente sólo hay la pendiente y más blancura.  
 
Durar. Dos, tres horas. Cuatro, cinco. Seis, siete. El tiempo se ha borrado. ¿Llegaremos alguna vez?

Temer. La cresta. ¿Quién le ha puesto ese nombre? Un bromista. Pero es una cresta con un espacio estrecho en el que se clava la punta de la bota, no entra más, mientras el brazo debe usar el piolet contra la pared de hielo para avanzar cuidando de no caer al vacío.

Rezar. Uno de los cinco hombres ora: Padre Nuestro, que estás en los cielos... Santa María, Madre de Dios... Es como un mantra que el resto absorbe. 

Confiar. Los guías no han dejado de alentar al grupo de novatos: periodistas, funcionarios ediles, Alcalde de Zongo. Aquellos, vizcachas fuertes, ágiles. La cuerda atada a los arneses es un cordón umbilical. El miedo se transmite así, pero también la seguridad de que no se está solo. La sensación de que uno ya no es uno, sino un cuerpo con muchos brazos y piernas. Si caes, te sostenemos o nos deslizamos todos.

Llegar. Nueve horas y media. Los expertos dicen que la cara norte, ésta que parece un calvario para expiar todos los pecados, es la más fácil (¡cómo será la difícil!) y la coronan en cinco o máximo seis horas. Ya tenemos casi diez de sufrimiento y dolor. La cima está cerca, sólo un poco más. La meta es un pedacito de planicie que da vértigo.

Maravillar. El paisaje que se abre devuelve el aliento a cualquiera. La Cordillera Real en pleno, ojos de agua que desde lejos no dejan sospechar lo contaminadas que están por la minería. A lo lejos, el Titicaca y el Illimani desafiando a intentar escalarlo. “Es un monstruo”, dice Elio, que lo conoce y lo respeta. “Como al Huayna”. Lo peor que puede pasar es confiarse. Ya lo sabemos, luego de haber pasado por simas, grietas, hielo resbaloso.

Llorar. Hay que recordar cómo reír y cumplir los ritos de colocar la bandera boliviana, la paceña. La cámara de fotos arranca la mueca. Ahora hay que retornar, pese a que no hay más fuerzas. Dos hombres derraman lágrimas y uno cede al ataque de histeria al pensar que no hay cómo eludir la cresta. Los guías, psicólogos a la fuerza, tranquilizan, atan, aseguran. Hay que bajar al menos por tres horas.

Esperar. En el refugio todos, extranjeros y nacionales, han comenzado a inquietarse. No es usual que un grupo tarde tanto. Mejor mirar la montaña, a ver si de tanto observar se trae de vuelta a los novatos antes de que anochezca y haga más frío.

Volver. Las linternas de los cascos, a lo lejos, marcan la llegada. Los que esperan se alegran, no parece haber heridos, pese al lento avance. Los escaladores inexpertos están en casa, pero no hay muestras de triunfo. “Todavía estoy arriba”, dice la única mujer del grupo, que tendrá pesadillas toda la noche: “Mi almohada es de hielo”.

Vencer. “Te vences a ti mismo, no a la montaña. Ella está ahí, imperturbable, no le importas”, dice un escalador argentino. Así que rendirse tampoco avergüenza.

Difundir. El subalcalde de Zongo, Javier Quispe Poma, tiene 30 años y por vez primera ha subido “su” montaña. Está agotado; ha hecho el esfuerzo porque quiere que más gente acuda al lugar. Los guías están dispuestos a secundarle; pero se necesita apoyo para, por ejemplo, dotar al refugio de un sanitario decente; el que hay es insufrible a falta de agua. Y hay que velar por evitar la basura que deja la presencia humana. Un guía de otra empresa, sugiere diversificar las actividades en la montaña. Elio dice que se puede esquiar. Alguien plantea que la Alcaldía de La Paz ayude a que se abaraten los costos —el equipo es costoso— para atraer a los jóvenes... 

Soñar. Sueño que una mole de hielo me espera a la vuelta de la esquina. Tiemblo.

Nota publicada en la revista Escape de La Razón el 12 de agosto de 2012

(Archivo) Cergio Prudencio: ‘Tengo mucho de indio biológico’


La Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN) va a presentarse en Buenos Aires el  20 y el 21 de noviembre de 2015 en el auditorio del Centro Cultural Kirchner (CCK). En la presente entrevista de 2012, Cergio Prudencio, el director, habla de sus raíces, de los principios musicales arca-ira, tropa, waqui y del futuro que se vislumbra a partir de la gente joven que rodea a la OEIN.
 

Mabel Franco, periodista


Vengo contaminado desde el vientre, por decirlo de alguna manera”, resume Cergio Prudencio su relación con la música. “Mis memorias más tempranas son sonoras, son musicales”.
— ¿Cómo son esas memorias?
— Mi mamá tocaba el acordeón y el piano. Somos cinco hermanos, tres varones que a eso de las cinco de la tarde nos sacábamos la mugre. Mi mamá la llamaba “la hora del catch” e intervenía, para llamarnos al orden, con música. Nos ponía a cantar y luego a tocar. No es casual que los tres hermanos hayamos resultado músicos profesionales. Ella sabía canciones tirolesas, había vivido en Alemania, y temas de autores nacionales que los tengo muy presentes en la memoria. Y también está el hecho de que mi padre compraba instrumentos de todo tipo: violín, flauta, guitarra… Él hubiera querido tocar, intentó aprender de adulto, pero no tenía ninguna habilidad. Traía profesores a casa y pasábamos clases en sábado, por ejemplo de acordeón con un profesor judío llamado Bercovich.
— Y la música nativa, ¿de dónde le viene?
En mi memoria hay un hecho fundamental que es la cocina, donde estaban la Juanacha y su radio. Décadas después deduje que lo que ella escuchaba eran mohoceñadas. Tengo ese recuerdo en el corazón.
— ¿En qué momento decidió ser músico?
A los 12 años ya componía canciones; la primera fue a propósito de la muerte del Che Guevara; Ñancahuazú, se llamó, aunque la borré ya de mi memoria.
En el colegio, el Saint Andrew’s, lideraba las serenatas, las guitarreadas. Esos años, por lo demás, el país vivía la dictadura que se sentía claramente. En ese contexto y porque yo tenía una mirada política de la realidad, cuando iba a salir bachiller, me decidí por estudiar Sociología. Pero, ese último año de colegio coincidió con el retorno al país de Carlos Rosso Orozco, músico y director de orquesta, que abrió un curso intensivo de verano en la Universidad Católica. Mi madre dijo: “Van los tres”. Mis hermanos, que estudiaban Arquitectura en Chile, habían vuelto debido al golpe y planeaban seguir estudios en La Paz. Pero, aquí también se había cerrado la universidad, así que el curso de verano del maestro Rosso fue la alternativa. Allí se engendró el Taller de Música que dirigió el maestro (junto a Alberto Villalpando), entre 1974 y 1978.
— ¿Y la sociología?
— No llegué a inscribirme siquiera. Estudié música en un régimen altamente privilegiado, de pocos alumnos, renacentista, de contacto directo. La Universidad Católica estaba cerrada, pero entreabría sus puertas para los 11 alumnos del taller. Fue un momento maravilloso de absorción de motivaciones, de presión, de exigencias, de estudio, de análisis y de descubrimientos. Adquirí mucha información técnica sobre la música de la educación formal, que es occidental. Al terminar el taller, las opciones eran irse del país o peregrinar por acá. Yo me decía: “Tiene que haber algo. Yo no quiero emigrar”. Mi consciencia política, social, no habían cambiado y mi deseo era hacer cosas en el país. Y entonces nos convocaron, a uno de mis hermanos y a mí, a trabajar en la Universidad Mayor de San Andrés, que acababa de recuperar la autonomía. “Hagan música”, nos dijeron y la visión institucional era algo así como lo que se hacía en Chile: música para encabezar marchas, embanderar protestas. Mi propuesta fue otra y aquí me tienen, casi 33 años después, con la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos.  
— Hay un componente que resulta inseparable del trabajo y la actitud de Cergio Prudencio: el rigor, la disciplina; ¿quién le ha formado de esta manera?
— El maestro Rosso. También mi padre, mi familia; pero si de alguien he aprendido a no hacerme concesiones nunca, es de él. Ha sido en ciertas circunstancias hasta cruel en la época de estudios. Y luego está el convencimiento de que cuando se hace una apuesta tan arriesgada como la OEIN, no puedes exponerla a que te digan que es una burla. Tienes que refrendar el riesgo con un nivel de rigor inapelable.  
— Una cosa es ser así de exigente con músicos de conservatorio, profesionales, pero en la OEIN trabaja usted con chicos de barrio.
—Sí, hay una especie de militancia, si vamos a recuperar palabras de aquella época que me marcó. Y esto es lo que  llama la atención en Europa: el grado de involucramiento, disciplina, concentración y rigor en los muchachos. En Europa es inconcebible, pues una orquesta profesional tiene en general a personas canosas o calvas. Yo creo en la juventud y lo demuestro ampliamente. El que me sigue en edad en el proyecto podría ser mi hijo. Lo que necesita un joven es oportunidades, porque potencialidad para hacer las cosas bien, la tiene. Si lo valoras y lo pone ante el desafío de dar su más alto rendimiento, lo hace.
— ¿Hay algo de genética en la relación que tejen sus músicos con los instrumentos y ritmos nativos?
—En eso se basa el Proyecto de Iniciación Musical (PIM), en un razonamiento elemental: ¿Cómo aprende a hablar un niño? Imitando a sus padres. ¿Y la música? Los sistemas formales de educación hacen lo contrario, lo disocian de su realidad de origen, lo alfabetizan con un alfabeto que no le es familiar.
Con el PIM se busca que los niños hagan el camino imitando, consciente o inconscientemente, sabiendo que hay información genética que les permite reconocer y reproducir fácilmente. Ése es el mecanismo.
—¿Y cómo se conectó usted con ese universo?
— Era mío también. Tengo mucho de indio biológico. Nací en un contexto cultural no indio; pero me siento biológicamente tal en un porcentaje que no sé precisar. Eso explica este casi apostolado por esta causa, este apelar a técnicas y filosofías de un mundo que de alguna manera ha debido estar en mí.
Estoy especulando, por supuesto, no sé decirlo a ciencia cierta.
— Pero su formación es académica.  
— Y es empírica también. Al terminar la universidad, me metí en el mundo aymara de la música y de los instrumentos; ésa es también mi formación: no académica, no institucional, pero determinante El contacto con la música, con los artesanos, con esas prácticas es esencial.  
— Decir “soy indio” no es lo mismo hoy que hace algunos años en el país.
— Lo que acabo de decir lo venía diciendo de muchas maneras hace tiempo; no es nuevo. Lo vengo diciendo desde cuando era políticamente muy incorrecto y familiarmente inaceptable.
— ¿Qué respondió a la pregunta del censo sobre su autopertenencia?
— Aymara (en un susurro). A mi mujer casi le da un ataque. Lo dije por provocar ante una pregunta muy mal formulada, que no dejó margen a nada. “Si quiere le anoto no sé qué”, me propuso el censador. Por favor, hagan bien la pregunta. Qué tozudez. El país entero se los dijo; pero hay que no tener un mínimo de sensibilidad. Eso va a traer problemas  y confusiones , y va a generar una “tendenciosidad”, si vale el término, a nivel político.
— Hablando de política y de descolonización, ¿siente usted que se está descolonizando algo?
— Sí, mucho. El país se ha movido, no todo lo que se quisiera, pero no se puede comparar con el del pasado. Mi padre falleció hace ocho años y, si se despertara, no lo reconocería, en el sentido de los protagonismos. Yo hablaba antes mucho de un concepto aglutinante que es el de clase dominante, para referirme a la herencia social que gobernó Bolivia desde su fundación. Ese concepto no está más vigente. Por explicarlo gráficamente, antes yo conocía a todo el gabinete personalmente. Hoy estoy empezando a conocerlos. La detentación del poder se ha movido significativamente. Esto tiene que ver, por lo menos, con un contenido descolonizador; antes la descalificación de esos sectores estaba dada por su condición: “Estos no pueden gobernar porque son unos ignorantes”. Eso no va más en el país; hay otras formas de conocimiento que se están aceptando. Luego está la propia constitución. No es un tema cerrado, claro, no estamos descolonizados a partir de ayer, pero sí es algo que se está moviendo.
— ¿Cómo se encuentra usted, con el proyecto de la OEIN, en este contexto? 
— Luchando. Luchando muchas veces contra las propias estructuras estatales, gubernamentales sobre todo. Porque es fácil llenarse la boca con el tema de la descolonización, pero muy difícil ponerlo en términos concretos. Ése es el desafío hoy por hoy. ¿Qué es descolonizar y cómo? Yo lo entiendo exclusivamente como una construcción, no veo perspectiva alguna a procesos regresivos ni mucho menos. Descolonizar nos desafía a inventar escenarios, formas de interrelación, procesos educativos y comunicacionales. Ahí está el territorio en el que podríamos generar la descolonización.
— En la orquesta se aplican conceptos andinos, como son los de arca e ira. ¿En qué consisten, cómo funcionan?
— Son componentes de una unidad (en el siku o zampoña) y funcionan por complementación. Responden a un principio de las dualidades complementarias del mundo andino altiplánico.
— Dichos conceptos ¿pueden aplicarse a su vida musical?
— Yo siempre me he visto, a mí y a la OEIN, como punto donde se encuentran dos vertientes que forman parte de una dualidad complementaria. No me podría explicar sin mi formación académica, occidental; sin Bach, sin Mozart, por decirlo ilustrativamente, o sin todo el fascinante siglo XX europeo. La OEIN no sería tal sin esa vertiente generadora, fértil, fermental. Y ni yo ni la OEIN nos explicaríamos sin los instrumentos nativos, el pensamiento, la filosofía y la técnica: arca-ira, tropa, waqui (huaqui), saberes extraordinarios que van a encontrarse en la orquesta y formar una dualidad complementaria. Ahí está el territorio donde podríamos generar una descolonización válida.
— ¿Qué es una tropa?
— Un concepto orgánico de quienes hacen la música. Es una microrrepresentación de la noción de ayllu, de comunidad, en la que los músicos son un conjunto no sólo porque están reunidos, sino porque las formas de la instrumentación los llevan a unas interrelaciones participativas, de totalidad. La tropa es una expansión de la noción de arca-ira: cuando la dualidad complementaria se expande en multiplicidad de dualidades.
— ¿Y waqui?
— Se lo pregunté a la señora (aymara) que trabajaba en casa y me dijo:  “Yo pongo y tú pones”. Es una forma de coparticipación en las responsabilidades y en los objetivos, a los cuales contribuyo desde mi posibilidad individual, a la espera de que el otro haga lo mismo. Es otra forma de las relaciones complementarias, de reciprocidad que es una constante en la música altiplánica y es una de las técnicas que más nos cuesta lograr en este proceso de enseñanza. Arca-ira, tropa, waqui son tres referentes técnicos que hemos metido en el flujo de trabajo con la música, no como discurso, sino como praxis.
— Una praxis que está inmersa, además, en la música contemporánea. ¿Cómo se desarrolla este diálogo?
— Con riesgos e interpelando a ambos extremos del puente, poniendo a vibrar el puente en su conjunto. En la perspectiva rigurosamente aymara indígena andina hay muchas cosas inexpugnables.Y lo propio en la perspectiva rigurosamente contemporánea —de hecho, un concepto, una categoría estética o valorativa occidental—. En el último concierto en Zúrich (Suiza, noviembre 2012), entre lo que sorprendió a la gente está la cualidad inescuchada de los sonidos, “lo no escuchado”. Creo que se trata de eso. Porque acomodarse en una de las dos orillas siempre ha sido una solución por un lado fácil y por otro lado improductiva. Uno puede decirse occidental y hacer Mozart. O, los dogmáticos de lo andino, vestir poncho  y hacer sicureadas. Ambos se replican a sí mismos en un orden que no es propiamente el de ellos. No estoy emitiendo juicios de valor, sólo diagnosticando. Pues yo apuesto a algo más difícil como es  interpelar a ambas orillas y generar desde ahí un proceso; ni una orilla ni otra. Así, cuando vas a las fuentes de lo occidental, éstas no reconocen lo de la OEIN como propio. Y muchas veces tampoco las fuentes indígenas. Se ha generado una nueva forma y lo puedo decir porque no sólo estoy yo. Si en la primera gira a Europa todas las obras eran mías, el año pasado no hubo ni una y este año apenas Cantos insurgentes.
— Hay una obra y gente que la sigue, pero ¿no tiene la impresión de que la OEIN sigue siendo Prudencio? Es decir, usted pone, como en el waqui; pero quién más para que se garantice la continuidad?  
— Es vertiginosa la pregunta, pero al mismo tiempo hoy sería injusto decir que la OEIN es Prudencio. Hay más protagonistas muy importantes en distintos niveles: compositivo, educativo, analítico, reflexivo, de liderazgo, que están ahí.
— ¿Nombres?
—Carlos Gutiérrez, Daniel Calderón, Carlos Nina, en una primera línea con capacidad de contribuir. Hemos estrenado dos obras de Gutiérrez maravillosas, sorprendentes. Pero veamos estadísticas. A Suiza llevamos seis obras: tres de jóvenes bolivianos (de 30 años de edad en promedio), dos de ellos mujeres (Canela Palacios y Lluvia Bustos), dos de europeos que vienen a ser el reflejo intercultural que buscamos provocar, y una mía. Esos datos desmarcan a la OEIN como pertenencia individual, Y hay más nombres alrededor: Miguel Llanque, Adriana Aramayo, todos con formulaciones estéticas que rebasan las mías. La dificultad no tiene que ver con lo estético, sino con la gestión. Es difícil para mí, que tengo con qué interpelar, y mucho más para jóvenes que vienen de zonas menos privilegiadas. Ellos se van dando cuenta, además, de que para los contactos con el extranjero necesitan otro idioma. Y ya hay quienes están previendo aprender el alemán o al menos el inglés. Es injusto, pues, decir que la OEIN es sólo Prudencio.

Entrevista publicada en la revista Escape de La Razón el 30 de diciembre de 2012