David Santalla era un niño solitario. Sus dos
hermanos mayores no lo incluían en sus juegos y sus padres ya habían
perdido la costumbre de comprar juguetes, así que el pequeño tenía que arreglárselas para divertirse. Cogía piedras a las que pintaba caras y
hacía hablar: cada una con una voz distinta.
“Me
sirvió para ejercitar la garganta y la imaginación”, dice el comediante
que está celebrando 50 años de actividad artística. Una trayectoria que
comenzó con la declamación y la “animación de auditorio” en la radio.
Pero mejor ir paso a paso para reconstruir la vida de un hombre que ha
hecho reír a varias generaciones con personajes como Toribio o
Salustiana.
El pequeño David creció en el barrio de
Miraflores, en La Paz. Vivía al final de la calle Villalobos, es decir,
en el límite de la urbe con chacras, río Orkojahuira y cerros. “Me
encantaba ir a jugar y quemarme con el sol” y volver luego al hogar para
ser mimado por su madre, doña Lilí Barrientos Méndez, dama cochabambina
casada con el coronel paceño Alfredo Santalla Estrella.
Travieso, las diabluras de David rompían la tranquilidad de la casa y
seguramente le alejaban aún más de las actividades de sus hermanos. El
cuarto de baño era, pues, el espacio para jugar consigo mismo: ante el
espejo, dando vida a personajes diversos. Si no estaba allí, le bastaba
una caja que convertía en teatrino, como había visto en los títeres, y
los dedos de sus manos. “Les pintaba ojos y boca y les daba una
personalidad”. El pulgar era el chico gordito, de voz aniñada, la misma
que tendría luego Tato el bachiller, una de sus múltiples creaciones
teatrales. “El índice era el acusete y al mismo tiempo medio llorón y
me dio la pauta, años después, para crear a Toribio”.
El ejercicio de la memoria
Así crecía el niño, que paralelamente había descubierto la poesía “de
tanto escuchar a los declamadores en el Conservatorio Nacional de
Música, donde Ignacio Duchén daba clases y mi hermano, al que yo
esperaba para retornar a casa, estudiaba piano”. La buena memoria,
esencial para un actor, fue perfeccionándose, ya que los poemas que oía
los repetía luego (ahora mismo, durante la entrevista, dice los versos
poniendo una voz grave).
El cuerpo, delgaducho en principio, fue modelándose en la piscina; “iba a la del estadio Siles cada día, los 365 del año”.
A los diez años de edad, la vida de David dio un giro dramático. “Mi
padre, militar de carrera, tuvo que salir al exilio durante la dictadura
del MNR (después del 52) y yo decidí ir a buscarlo al poco tiempo”.
El viaje en barco lo emprendió solo. Cuando llegó a Arica, para tomar
el barco que le iba a llevar a Santiago, vio a un niño sentado en la
arena. Se puso a jugar con él y desde una loma hizo que resbalaran una y
otra vez. “El chico se puso a reír a gritos, al grado de que su padre
se acercó corriendo. Yo no lo sabía, pero ese niño era autista y hasta
aquel día no había reaccionado ante estímulos externos. El hombre quería
que me quedase, pero yo no era huérfano y estaba dispuesto a encontrar a
mi padre”.
El excomandante de la Fuerza Aérea se
había enterado del viaje de su hijo y fue a su encuentro. “En San
Antonio, cuando yo hacía reír a la gente de la tripulación y los
pasajeros del barco en el que había viajado ya como una semana, vi un
bote acercándose. Iban un militar y un señor al que pronto reconocí como
mi padre. Perdí todo el aplomo y me puse a llorar y él conmigo”.
David se quedó en Santiago durante una década. “Mi formación mental la
hice allá y nunca me sentí un extranjero; obtuve una beca para estudiar
en un colegio donde había 1.500 alumnos, 11 patios, dos canchas,
piscina, de todo. No era buen alumno, si ingresé fue por las relaciones
de mi padre”. Allí se destacaría como atleta: cultivó la gimnasia “que
entonces se llamaba alemana y luego olímpica, y la natación. Llegué a
integrar la selección chilena en estas disciplinas allá por el año
1957”.
Y se subió a un escenario teatral en el
colegio, como un personaje secundario en "Médico a palos" (Moliére). Ya
como “licenciado en humanidades”, el título del bachiller en Chile,
buscó trabajo para ayudar a su padre. La radio le atrajo. “Conocí al
maestro Jimmy Brown, ciego, propietario de la emisora La Reina, que
emitía música culta. Luego fui a radio Magallanes como encargado de la
discoteca y para leer un avisito de vez en cuando, y pasé a radio
Bienvenida, donde trabajé (e imité) con Raúl Matas. Así me fui
encontrando con lo que quería ser y hacer”.
El retorno del hijo pródigo
Si David se había marchado, siendo un niño, en busca del padre,
convertido en un joven volvió a La Paz por el llamado de la madre, que
se había cansado de esperar una carta del hijo. “Ella no me escribía
tampoco; no es que fuese descariñada, pero quería que yo le enviase una
carta primero”.
“Además, extrañaba Bolivia; pero al
llegar no la reconocí y comencé a explorarla con ojos de extranjero. Me
llamaba la atención la forma de hablar de las personas de las distintas
regiones del país y yo pugnaba por sacar esos acentos; el que más me
costó fue el del cochabambino”.
Su padre retornó
también al poco tiempo y logró que le reconociesen el grado de general
de las Fuerzas Armadas. Esto y las habilidades de David para la gimnasia
le valieron al joven el cargo de instructor en el Colegio Militar.
“Entré asimismo a trabajar en la radio Méndez, luego de un breve paso
por la Amauta, donde era quien ponía discos. En la nueva emisora me
cautivó la idea de ser animador de auditorio, pero no había vacancias,
así que atendía la discoteca. Cierto día, se cortó la energía eléctrica
y, para distraer al público que estaba presente, me puse a hacer bromas.
El dueño, Alberto Méndez, me dijo: ‘Tienes que hacer animación’ y me
presentó a Hugo Eduardo Pol, un hombre de trayectoria en la radio”.
Así nació, por 1962, una pareja que hizo historia en las ondas
radiales, pero también en el teatro y la naciente televisión boliviana
(1969): Alí y Babá.
De esos años data el personaje
alter-ego de David Santalla: Toribio, el joven de la remera a rayas,
muchas veces con orificios de tanto uso, pobretón, de lágrimas fáciles,
que se esmera por superarse sin perder la honradez que le caracteriza.
Puede ser víctima de los poderosos, pero él no ceja en su empeño de ser
una persona que se supera por méritos propios.
Cuestión de acentos
“Toribio empezó hablando como alemán”, recuerda su creador. “Lo de
llorón ya lo tenía desde que era un dedo índice con cara; pero la forma
de hablar me salía como la de un chileno. Y no por farsante, sino
porque los años que viví en ese país me marcaron fuertemente”. No podía
disimularlo sino cuando le ponía acento teutón. Pero buscando, probando,
finalmente se dio cuenta de que acentuando el tono paceño, quejumbroso,
Toribio se hacía creíble y se quedó con esa impronta.
Dos mentes creativas, dos talentos juntos no podían durar mucho más
tiempo. “Alguien le dijo a Pol que él era el cerebro y yo el payaso y él
se lo creyó. Me lo dijo y yo me di cuenta de que era hora de seguir mi
camino solo. Así nació Santallazos”. Y Enredoncio —el hombre
cascarrabias que contradice todo cuanto escucha. “Me inspiré en mi
hermano Alfredo; él se ríe ahora. Enredoncio es como el paceño que se
enreda solito y se desquita contigo. Te acercas a un librecambista y le
dices ‘quiero cambiar dólares’ y él te contesta ‘a qué entonces ha
venido, pues, ¿a mirarme?’”.
Fue creando más y más
personajes por exigencias del argumento de las obras: surgieron así la
viejita achacosa, doña Liboria —“otra viejita inspirada en mi abuela”—,
el negro Dominguín y tantos otros. También, no pocas veces, para ahorrar
dinero. Así nació la imilla Salustiana. Ella debía entrar en algún
momento para darle un recado a la patrona y David se vestía de una
cholita mezcla de timidez y de osadía que pronto conquistó al público.
“Éste me pedía ver a la imilla siempre. Y fue ganando su lugar en la
escena”.
El oficio de Santalla, conseguido en los
tiempos libres que le dejaba la actuación, es el de constructor civil.
“Pero las empresas que me contratan me ponen de inmediato a atender
relaciones públicas”, se queja como Toribio.
Lo cierto es que “vivo cien por ciento del teatro y para el teatro; me fascina”.
Y el público se dejó fascinar por este hombre que lució su talento
también en el cine. En 1977, el espectador que fue a buscar al humorista
del escenario se topó con un dramático personaje en Chuquiago, la
película de Antonio Eguino. Aun hoy, ese burócrata gris al que insufla
vida es de las mejores criaturas que ha dado el cine boliviano.
“El público es la vida en el teatro”, afirma quien acaba de darse un
empacho en el Teatro Municipal con Cincuentallazos, actuación acompañada
por comediantes como Hugo Pozo, Daniel Travesí, Cacho Mendieta y Ramiro
Serrano. “Sin autor no hay argumento, sin actor no hay interpretación;
pero sin público no hay teatro”, concluye este hombre al que le sobran
ideas.
Una de ellas se relaciona con la televisión.
“En la radio, allá por los 60, hice un programa periodístico con humor.
Leía noticias y los personajes las comentaban. La empleada decía, por
ejemplo, ‘no le hagas caso señora, no puede ser cierto eso’. Sería
divertido hacer lo propio con las informaciones de hoy en la Tv”, se ríe
David Santalla.
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