"Muerte de un anarquista". Foto: Mabel Franco |
El mérito no es de la realidad, sino de la capacidad del dramaturgo para crear el signo que la codifica, que la atrapa en lo esencial a la espera de que alguien, para el caso Antonio Peredo y el grupo, descubran las claves y la pongan nuevamente en acción.
Mabel Franco, periodista
El Búnker está abierto nuevamente. Buena y alentadora
noticia, pues no es cuestión de perder espacios que la gente de teatro se ha
abierto para la cultura y no es cuestión de mirar solamente los estatales para
gestionar el encuentro con el público.
Antonio Peredo, hombre formado en la Escuela Nacional de Teatro
de Santa Cruz y que retoma la labor de coordinación de El Búnker, asumió la
dirección de la primera obra de esta nueva etapa. Queda asentada así en el
libro de actas esta “Muerte accidental de un anarquista”, infinidad de veces
representada por el mundo desde que Dario Fo la concibiera en 1970, y encarnada
ahora por los actores bolivianos Bernardo Arancibia, Marcelo Sosa,
Luis Caballero, Michael Apaza y Daniela Lema.
Que la realidad de la corrupción de los poderosos, de los
abusos del poder –gobernantes, policía-, no parece cambiar demasiado ni con los
años ni con las personas que encarnan ese poder, lo pone en evidencia la
tragicomedia del Nobel Fo. El mérito no es de esa realidad, sino de la
capacidad del dramaturgo para crear el signo que la codifica, que la atrapa en
lo esencial a la espera de que alguien, para el caso Peredo y el grupo, descubran
las claves y la pongan nuevamente en acción.
En una comisaría, uniformados lidian con un loco enfermo de
histriomanía (maravillosa alegoría de la re-presentación, del teatro). Ese
loco, por un enredo, abrirá el expediente que quema a las autoridades: el
“suicidio” de un anarquista que habría saltado desde la ventana de una
delegación policial. Jugando a ser juez, el loco arrancará la verdad de las
cosas o al menos forzará la confesión de lo que resulta algo sí como el modus operandi del poder corrompido.
Arancibia, un actor seguramente ideal para el papel que
exige dominio de gesto y palabra para ser absurdo al mismo tiempo que dramáticamente
serio, pronto tropieza, como el resto, con una puesta que parece haber
trabajado más la forma –cámaras, imágenes proyectadas, presencias didácticas
(como las de la reportera de Tv), apagones y otros- que la fluidez de la
relación entre los personajes. Tantos recursos fragmentarios podrían develar la
desconfianza del director en la capacidad de la obra de decir o, peor, del
espectador para leer la metáfora.
Un recurso hay que rescatar de esta puesta, aunque al final
no se lo explote en todas sus posibilidades: el ventanal instalado entre los
espectadores y la delegación. Trasponer esa ventana y, cada vez que se cierra
seguir lo que pasa a trasluz, ayuda a enfatizar en esa locura del teatro de
atisbar en vidas y obras como en la realidad-realidad no es posible.
Pese los problemas por remontar, el texto de Fo aflora y uno
entiende el porqué el poder persigue a quienes no se conforman con la versión
oficial de la vida o de la muerte. Ahí radica el peligro –para ese poder- del
arte de la re-presentación. De la locura lúcida. Del anarquismo, pues.
Nota escrita para la revista Rascacielos de Página Siete
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