domingo, 5 de junio de 2022

Luigi Antezana, un actor que todavía no se lo cree

La obra teatral "La cena de los tontos", estrenada en La Paz en mayo de 2022, recibe tantos aplausos como carcajadas despierta en los espectadores. Luigi Antezana es el protagonista de esta producción de Macondo Art. El trabajo, que confirma sus cualidades para la escena, motiva el recuerdo de esta entrevista realizada en 2012, cuando asumió su primer protagónico en cine. Diez años después, con otras películas y obras teatrales, es probable que Luigi acepte al fin que es un actor y de los buenos.


Luigi Antezana como en cabo Quijpe. Película, Las bellas durmientes (Marcos Loayza, 2012).

Mabel Franco, periodista

En la pregunta del Censo 2012, sobre su profesión Luigi Antezana acaba de responder “abogado”. ¿Por qué no actor, que lo ha sido, y lo es, en el teatro, el cine y la televisión hace más de 20 años? “Porque le tengo demasiado respeto a lo que implica la actuación y porque me duele cuando veo que una persona que, por el solo hecho de haber aparecido en una película, se defina fácilmente como ‘actriz’ o ‘actor’. Este oficio, esta profesión, exige esfuerzo, trabajo. No se es tal de la noche a la mañana y yo tengo aún camino por recorrer”.  

Pues en este Luigi Antezana ha confiado el director Marcos Loayza el papel protagónico de Las bellas durmientes. El largometraje de ficción, rodado en Santa Cruz, va a estrenarse en el país el 20 de diciembre. Y entonces será el público quien decida si la profesión de quien da vida al cabo Quijpe (sí, con jota) es o no la de actor. Lo que no está en juicio es la ya larga trayectoria en la escena de este paceño vecino de Huayllani, al sur de La Paz.

Luigi descubrió la actuación en el último año de colegio —estudió en el San Ignacio—, de manera que, en la Universidad Católica Boliviana, donde ingresó para formarse en Derecho, se unió al primer taller de teatro que se habilitó en la institución. Un taller conducido por David Mondacca, que, desde entonces, para muchos sirvió para encontrar la verdadera vocación: no administrador de empresas, economista o comunicador: teatrista.

Pero Luigi hizo ambas cosas. Obtuvo el título de abogado a la par que actuó en distintas obras con el propio Mondacca, con Carlos Cordero y, en el audiovisual, con Marcos Loayza (El corazón de Jesús, Radio Pasión), Néstor Agramont (Arbor), Rodrigo Ayala (Día de boda, Historias de vino…) y Rodrigo Bellot (¿Quién mató a la llamita blanca?) , entre otros.

Pero nunca había hecho un protagónico. En 2010, Marcos Loayza lo llamó y le invitó a leer un guión; “me indicó que el papel para el que me quería era el de un cabo de la policía”. Luigi lo revisó pensando en que, tratándose de un cabo, de seguro era un rol de apoyo nomás. “Así que, sorprendido, le pregunté a Marcos si estaba seguro, pues Quijpe era nada menos que el protagonista de la película”. La respuesta fue si aceptaba hacerlo. “Dije que sí de inmediato; fue la decisión más difícil, pero al mismo tiempo la más veloz que he tomado”.

Luigi Antezana y Cristian Mercado en "La cena de los tontos", 2022.

En ese momento, el abogado tenía trabajo fijo, como experto en regulación, en instancias descentralizadas del Estado. Ya antes, ante cualquier temporada teatral,  había pedido permiso o aprovechado una vacación. Esta vez, supo que no iba a obtener licencia durante los tres meses que iba a durar la filmación, así que “entregué mi carta de renuncia”.

Luigi es dueño, además, de un restaurante en la zona Sur de La Paz. Esto le ayudó a sostenerse económicamente en tanto comenzaba realmente el rodaje, que en verdad se tomó su tiempo. “Aproveché ese periodo de desempleado (ocho meses desde que Marcos me ofreció el papel) para buscar el personaje”.

 El cabo Quijpe, tal cual reza el carnet de identidad del policía de origen colla aquerenciado en Santa Cruz (sobra decir que sus padres apellidan Quispe), es el resultado de una construcción interna, no de una imitación de policía alguno, de lo que hace, qué come… “Es una persona común y corriente, honesta y noble, que lo mismo podría ser un portero o un enfermero, no sé. Un hombre que, de pronto, se ve enfrentado a una situación que lo saca de la rutina, de lo que conoce”.

 El policía subalterno, que en general se ha movido por los sectores populares, se ve empujado, junto a dos de sus colegas (la cruceña Paola Salinas y el cochabambino Daniel Larrazábal) a las esferas donde el dinero y el lujo son lo natural.

“Esto es lo que tuve que buscar y encontrar: la ley de la sorpresa; qué siente una persona sencilla a la que la cambian de hábitat. Cómo reacciona en esos departamentos inmensos, con piscina, habitados por hermosas mujeres”.

De Loayza, el director, “no recibes una marcación estricta; no te dice qué hacer, lo máximo que pide es que seas “sutil, sutil” y tú tienes que entender  lo que quiere; me ayudó en la manera de caminar, de mirar para reflejar esa sorpresa; pero por lo demás aceptó lo que propuse… he debido satisfacer lo que él esperaba”.

El cabo Quijpe es además un hombre curioso. Esto le llevará a adentrarse en la investigación, pese a que el sargento —su jefe, a quien obedece ciegamente— ordene cerrar el caso a toda costa.

Pero hay algo que une a protagonista y personaje, aunque esto hay que deducirlo de lo que Luigi va contando: la paternidad. Quijpe es padre soltero de una niña y, muchas veces, los actos que comete, como llevarse una muñequita de alguna de las casas lujosas, lo hace movido por su amor a la pequeña.

Luigi Antezana, que tiene un hijo de tres años llamado Renato, se da cuenta ahora de algo que se podría comparar con ese “robar” una muñeca o recurrir a algo que hasta ahora no había valorado. Para el caso, su historia en la actuación. “Siempre mantuve el perfil bajo; no tengo ni una foto de las obras de teatro, ni una copia de la serie de televisión ni de las películas”. Renato, que ha visto el tráiler de Las bellas durmientes, ha quedado impresionado al ver a su papá patear una puerta y quebrarla. “Papá no patea, papá toca”, le ha recriminado. “Entonces, le estoy explicando qué es actuar, cómo se hace una película, le pido que finja que está enojado… me encantaría que él fuese un actor”.

Luigi es, como se ha dicho, muy celoso de la profesión. Lo que tiene que ver con su entorno: está rodeado de gente de teatro, de actuación, en quien reconoce lo mucho que trabajan. Ahí están Percy Jiménez (que con un grupo en el que estaban Erika Andia, Tamara Scott, Pedro Grossman, “fueron a vivir y trabajar años en Copacabana”,  Marcelo Alcón, Gory Patiño… Los nombra con respeto por la forma en que enfrentan el quehacer creativo y dice de inmediato que más allá del oficio, lo que le une a ellos es la amistad.

A Gory “lo conozco desde el colegio, más de 20 años; no es que estudiásemos juntos, él estaba en el Alemán, pero éramos amigos; luego fuimos parte del taller de la Católica, estuvimos juntos en escena y, el tiempo que él vivió en Estados Unidos, no perdimos el contacto”.

Gory Patiño, Cristian Mercado y Luigi Antezana en Arte, obra dirigida por Fernando Arze. 2012.


Gory retornó al país y este año se vio todas las obras del Festival Internacional de Teatro de La Paz (Fitaz),  tras lo cual deseó volver a actuar. ¿A quién buscó? A Luigi y entre los dos se dieron a la tarea de elegir  la obra que querrían llevar a escena. Optaron por Arte, de Yasmina Reza, un “tratado sobre la amistad”, como se promociona la obra que tiene tres personajes. Pensaron en Cristian Mercado para completar el elenco, se lo propusieron y hubo acuerdo. Y algo así como en la obra de Luigi Pirandello, los tres actores se pusieron a buscar a un director y el afán los llevó hasta Fernando Arze, artista boliviano formado en Brasil que aceptó la misión.

 “No nos equivocamos; el hombre es increíble. A veces, para explicarnos algo, él actúa y yo pienso en lo que debe hacer en escena. Es un actorazo”.

Para mayor motivación, el artista visual Álex Zapata ha aceptado el encargo de pintar el cuadro en blanco, que es como el otro personaje en la obra de Yasmina Reza. En la ficción, los tres amigos ponen a prueba su relación a raíz de un cuadro de arte contemporáneo que compra uno de ellos y en el que los otros no ven nada sino una impostura. Discuten sobre si es o no arte, pero en verdad la cuestión es si son o no amigos después de tantos años de conocerse. En la realidad, ya hubo discusión sobre el tema, revela Luigi. Unos querían usar una tela blanca, otros insistían en que alguien pintase el cuadro para que sea creíble. Buen ejercicio, en todo caso.

Arte estará en escena el próximo fin de semana (8 y 9 de diciembre, Teatro Municipal de La Paz) y, menos de 15 días después, Luigi asumirá en la pantalla grande la vida de Quijpe. Mucha dosis para quien se resiste a reconocerse como actor.

Entre árboles y vacas

Para la premier de Las bellas durmientes en Santa Cruz, le han comentado a Luigi que se está preparando una alfombra roja. Y él ni ha pensado en lo que va a vestir. “Mi esposa me lo ha preguntado, pero no sé. Lo que me tranquiliza es que a Marcos tampoco le importa”. “¿Fama? No me dejo llevar por eso. Estoy consciente de que es efímera; hoy está y mañana no. Me limito a hacer lo que asumo con la mayor honestidad y seriedad posibles. El público es el que debe juzgar”.

Modestia, tener los pies sobre la tierra. Algo de ambos hay en Luigi Antezana: “Soy el cabo Quijpe porque Marcos, que me conoce y es mi amigo, me llamó. No hice casting. No me engaño; no es que directores como Paolo Agazzi o Juan Carlos Valdivia se peleen por mí”.

Lo que no significa que, acabado un proyecto, “no desee que llegue otro, un nuevo protagónico, por ejemplo”. Pero “entre tanto, tengo la familia, mi restaurante, la abogacía me gusta y está siempre allí si deseo buscar trabajo”. Y “disfruto enormemente de mi casa en Huayllani, donde estoy rodeado de árboles de limón, naranja, mandarina… ovejas y vacas”.

 

martes, 26 de abril de 2022

Reencuentro en Tembladerani

Estamos vivos. Esto nos recuerda, en la coyuntura que todavía intentamos superar, la creación de Tabla Roja: su Tinkunakama, claro, pero representada en sala propia, con gente festejando codo a codo que aun de la muerte se puede volver.


"Tinkunakama... hasta el encuentro". Foto: Tabla Roja

Mabel Franco Ortega, periodista 

Hay funciones y funciones de teatro. He visto cuatro de la obra “Tinkunakama… hasta el encuentro” y la más reciente ha sido para mí la mejor. Puede ser porque el elenco de la Compañía Tabla Roja la ha trabajado tanto, desde su estreno en 2019, que se ha apoderado ya de muchos de sus secretos, del ritmo que debe imprimirle, del tiempo que se vive desde dentro. Puede ser el reencuentro carnal entre artistas y público. Puede ser la intimidad que posibilita un espacio en el que el escenario está a pocos pasos de los espectadores. O tal vez confabuló el hecho de que la velada a la que me refiero fuera especialísima: la apertura del hogar propio de la compañía: ¡una celebración!

Todo eso ha debido ser. Lo cierto es que esa conexión que se vive a veces en un teatro, de existir una cámara capaz de registrarla se vería como haces de electricidad yendo y viniendo, configurando eso que se conoce como placer.

El espacio propio, pero de todos

La comedia y la tragedia son lenguajes que Tabla Roja ha explorado en sus 13 años de búsqueda y experimentación escénica, con ejemplos destacados como “Simplemente rojos” –   clown–, “Los hermanos Vargas” –coreografía teatral– o “Carnaval” –máscaras e improvisación–. Ariel Baptista, Mayra Paz y Alejandra Quiroz han sido el eje de esas obras: sea actuando, produciendo o diseñando las formas (máscaras, vestuario) más adecuadas para dar vida a las ideas y las emociones. Al ser una compañía, como se autoidentifica el grupo, muchas personas han pasado por ella, hasta llegar a los 13 integrantes actuales, los que tienen el reto de sostener el centro cultural propio: El Gallinero.

En la jerga teatral, el gallinero es la galería, es decir el espacio que dentro de un teatro clásico, está ubicado en la parte más alta del área destinada a los espectadores. Quienes allí se instalan pagan menos, pero deben soportar la incomodidad de la lejanía, de la mirada en picada y de puntos ciegos si no se tiene la suerte de conseguir un asiento de frente al escenario.

La galería, en un teatro hecho a imagen y semajanza de una sociedad estratificada, es para el pueblo. Antes, cuando ir al teatro era un acontecimiento especial, se podía acudir a galería sin frac y sin estolas de pieles. Se podía comer y reaccionar al espectáculo sin el acartonamiento de platea y palcos.

El Gallinero de Tabla Roja es un teatro de cámara en el que escenario y platea son uno solo. No hay sino una gradería para todos. Pero quiere –quieren sus ideadores– que allí esté el pueblo: ése que llora o ríe a los gritos, que come y que saca fotos con el celular. Hay un gesto de rebeldía en esas libertades que el grupo le reconoce explícitamente al público y hay un guiño de complicidad con el que pretende seducirlo.

El Gallinero es también un teatro de barrio, es decir de un lugar distinto del centro de La Paz. Está ubicado en la parte alta del macrodistrito Cotahuma, más propiamente en la zona de Tembladerani que, según datos municipales de 2016, tiene más de 53 mil habitantes, de los cuales, si se sigue la pauta de la población de todo Cotahuma, casi la mitad son jóvenes menores de 25 años y casi el 25% son personas en edad escolar (de entre 5 y 19 años). Ése, aunque no exclusivamente, es el público potencial para los espectáculos y otras actividades como talleres que tiene en agenda Tabla Roja.

Las alianzas son la estrategia de la compañía y, como se ha visto en la programación de estreno, diversidad de grupos –incluidos los que tienen sus propios espacios- han sido parte de El Gallinero, como seguramente seguirá pasando.

Esos muertos, tan vivos

 

Tinkunakama en El Gallinero, el 26 de marzo de 2022. Foto: Mabel Franco

Voy a volver a mi asiento en primera fila de El Gallinero la noche del de marzo. Desde allí, entre una treintena de espectadores, viví intensamente ese encuentro de vivos y muertos. De eso se trata “Tinkunakama”, una versión teatral de la novela “El run run de la calavera” (Ramón Rocha Monroy) narrada en el lenguaje del clown y con medias máscaras no solamente expresivas, sino estratégicas para la multiplicación de roles de los siete actores.

Es Todos Santos y los muertos en el cementerio están listos para recibir la comida y la chicha que van a llevarles sus familiares. Una rebelión de los habitantes del cementerio del pueblo, con bloqueo de camino incluido, provoca que todo se transtorne y que quien respira y los que no se vean las caras. La Muerte, una chola risueña, acude para poner orden. Vanidosa como es, cae en la tentación de competir y el pícaro demuestra de qué está hecho.

Las situaciones son divertidas; pero resultan mucho más por las reacciones del público. Ésa es la fuerza del teatro: la proximidad no solamente de artistas y público, sino de espectador y espectador. Cómo no va a ser contagiosa la carcajada de alguien –y la noche de marras alguien entendió bien lo que significa estar en un gallinero- si de asistir a una comedia se trata. Si a eso se suma la extraordinaria capacidad de Ariel Baptista –el pícaro- para improvisar y aprovechar las situaciones imprevistas e incorporarlas a la trama, incorporando al espectador en ella, la fiesta está garantizada.

Con “Tinkunakama” se puede ceder a otra tentación, como hace la Muerte, a riesgo de salir no muy bien parada: preguntarse sobre qué es el “teatro boliviano”. Es un teatro, diríamos, que bebe de las tradiciones que muchos tenemos incorporadas en la memoria porque alguien nos las contó: la abuela, la madre. Se alimenta de nosotros, es decir con ropajes que reconocemos como de aquí, aunque no todos las llevemos: mantas, ponchos, polleras, lluchus. Se refiere a costumbres cercanas a nuestro cotidiano: beber por todo y pensar que también lo hacen así los que yacen bajo tierra.

Pero, no hay folklorismo en ello. No hay con Tabla Roja el afán de regodearse en lo nuestro, lo propio, lo cotidiano como algo único e insuperable. Es hablar desde lo que se conoce, lo que se valora para bien y por lo malo –hay que ver lo machito que es el pícaro- para que cualquier humano lo comprenda.

Hay un detalle más que apreciar con este “Tinkunakama”. Algo coyuntural, para usar lenguaje de prensa: estamos vivos pese a tanta muerte reciente y el teatro en sala, con todos respirándonos aun con el barbijo, nos lo ha recordado. Porque no es lo mismo reírse ante la computadora que reírse más fuerte porque el otro se carcajea.  

        * Esta nota se publicó en la Revista Rascacielos, el 24 de abril de 2022. 

miércoles, 2 de febrero de 2022

El teatro, esa ilusión

 

La experiencia amorosa ¿es la misma para actores de una pareja? ¿No será todo una ilusión? ¿Es malo que así sea? Laura Derpic se pregunta qué puede aportar el teatro al respecto y termina provocando ideas sobre la teatralidad del teatro.

Foto: Mabel Franco

Mabel Franco O.

Hay que ver cuántas dimensiones es capaz de señalarnos Laura Derpic con su obra “El amor del desamor”. Para entrar en más y más de ellas es preciso asistir no a una sino a varias representaciones de esta puesta que también dirige Derpic y con la que ha resultado ganadora del Concurso municipal de teatro “Raúl Salmón de la Barra” 2021, categoría Obra presencial.

No todos tienen la oportunidad de ver la misma obra varias veces, ciertamente; pero vale la pena intentarlo, sobre todo en este caso, pues se trata de una experiencia que invita, explícitamente, a jugar con los criterios de verdad, de fe, de mentira voluntariamente aceptada. De amor, diríase dado el argumento; pero que indisolublemente ligado tiene también que ver con el teatro, la representación, la ficción y nada menos.

“El amor del desamor” es teatro dentro del teatro, dentro del teatro… Hay, en virtud de una estructura escenográfica que ocupa el centro del escenario (diseño de Ezequiel Rodríguez), la invitación a imaginar un departamento y a delimitar un afuera y un adentro, un detrás y un espacio ambiguo delante (qué ganas de llamarlo no-lugar), que lo mismo deja salir a actor/actriz que a sus personajes, o a ambos. Este recurso que aparentemente borra las fronteras con el espectador –porque los actores se dirigen a éste en varios momentos de la obra–, yo lo percibo como una trampa –en un sentido alentador–, pues si bien se podría pensar en que Derpic y sus actores tienen la intención de poner en tela de juicio el amor de pareja, no hay discurso, sino recurso que nunca, pero nunca, deja el tono de ficción.

No todos tienen la oportunidad de ver la misma obra varias veces, ciertamente; pero vale la pena intentarlo, sobre todo en este caso, pues se trata de una experiencia que invita, explícitamente, a jugar con los criterios de verdad, de fe, de mentira voluntariamente aceptada.

Pienso en la aparición inicial de la pareja de músicos (Gisela Rodríguez y Daniel Gonzales) emergiendo de laterales y tomando el espacio ambiguo, e interpretando un bolero que enfatiza en la condición ilusoria del amor (la música y sonido son responsabilidad de Miguel Llanque). Esa pareja musical aparecerá de rato en rato y desde distintos lugares, reforzando, leo, la idea de ciclo que permite la estructura que gira. Y algo más: los boleristas se irán transformando, sutilmente, en testigos asombrados del fracaso amoroso, aun cuando la letra de la canción dice eso desde el principio.

Pienso en los personajes haciendo girar dicha estructura para marcar cambios, para dar saltos de tiempo y espacio, para narrar, y, lo más importante, para dejar intuir que el amar y el desamar es un camino de dos: encontrarse, entusiasmarse, echar a andar, callar para no lastimar al otro, pedir perdón, sentir soledad, separarse… y volver a empezar. Movimiento, así sea como en una noria.

Pienso en los personajes jugando a dejar de serlo. Es decir, pienso en Mariana (Vargas) como Ana y, como Luis, Marcos (Arandia) –en una primera temporada– y Paolo (Mariaca) –en una segunda (diciendo que está ahí en reemplazo de Marcos)–, parados en ese no-lugar para presentarse con el nombre de pila y decirnos que son actriz y actor listos para contar una historia. Podría creerse que están advirtiendo: ojo, que lo que van a ver no es real, o sea, reflexionen, no se emocionen así nomás. Pero no hay tal sabihondez, sino un planteamiento de posibilidades tan abiertas como la casita sin muros. Al final, el rito de enamorarse seguirá su curso, pese a la conciencia sobre el posible desenlace: recuérdese la salida final de Marco/Paolo tras Mariana, preguntándole si quiere ir a cenar luego de la función.

Y entonces repienso en la palabra ilusión: la de la letra de la canción, la de la escenografía, la del espacio ambiguo. Respecto del amor, ilusión en el sentido de expectativa: esperar algo del acuerdo románticamente aceptado, y en el sentido de espejismo. Ana y Luis esperaron algo que resultó ser distinto; por eso los eternos pedidos de disculpas de él, por eso la sensación de soledad de ella. Y por eso, los recuerdos tan distintos de la que se supone es una misma experiencia. 

Ilusión, palabra oportuna, por demás, para una puesta que enfatiza en eso de que el teatro es un juego. En general, jugamos a aceptar que Ana y Luis, como Romeo y Julieta, existen, al menos durante esos instantes que dura la función. Pero a veces, con puestas como la de Derpic, jugamos a que los de la butaca también podríamos dar el salto a ese no-lugar para recontar historias de expectativas, de amor y desamor. De hecho, nos miramos, nos pensamos gracias a la ficción que, claro, no es la Verdad, pero mucho menos es mentira. 

Queda aplaudir y, quizás, asistir a una otra función (en Nuna, el 22 y 23 de enero, a las 19:30); a ver si lo que recuerdo del amor… digo, “Del amor del desamor”, es como pasó realmente.

 Nota publicada en https://www.revistarascacielos.com/2022/01/08/el-teatro-esa-ilusion/


martes, 1 de febrero de 2022

Wajtacha, la tragedia

La obra de Luis Miguel González y El Búnker se ambienta en una mina boliviana; pero la trasciende para explorar en el espíritu humano. Espíritus, en verdad, expuestos a situaciones límite ante las cuales caben respuestas que no se pueden juzgar ni moral ni religiosamente. Políticamente, sí. Y a ello apunta esta Wajtacha.

Claudia Ossio. Foto: Vassil Anastasov.


Mabel Franco O.

“Es esencial al hombre querer su trágico destino”, escribió el filósofo José Ortega y Gasset. Y bien podría haberlo hecho esta semana, a la salida de El Búnker, luego de haber visto Wajtacha, la obra que se adentra en una mina boliviana para hilar historias de hombres, una mujer, un niño y los dioses, en un universo en el que la ambigüedad se despliega salvando maniqueísmos, absolutos, prejuicios.

El autor del texto es Luis Miguel González, dramaturgo español que ha tendido lazos de amistad y de trabajo con Bolivia. El Himnovador, obra acerca de Benedetto Vincenti, el compositor italiano de la música del Himno Nacional de Bolivia, fue la primera que llevó a escena en 2018, en colaboración con actores en La Paz. Y a ellos volvió este 2021 para proponer Wajtacha, una Tragedia –así, con mayúscula– que se ambienta en una mina boliviana; pero que la trasciende para explorar en el espíritu humano. Espíritus, en verdad, expuestos a situaciones límite ante las cuales caben respuestas que no se pueden juzgar ni moral, ni religiosamente. Políticamente, sí. Y a ello apunta esta Wajtacha.

El caso

Una mujer, Sonia, suplica al capataz de la mina, Franklin, que la ayude a encontrar a su pequeño hijo que, sabe, ha sido sacrificado por los mineros. Es la costumbre: el miedo al Tío justifica la ofrenda. La madre no pide que el niño vuelva con vida, tampoco que se castigue a los autores. Sólo quiere enterrar los restos según el rito católico, para que el dios de la mina no se quede con el alma de la víctima.

Franklin está atrapado. No cree en esos ritos, tampoco en el dios católico; pero sabe que los mineros confían en él y que, como coincidirá con el empresario dueño de la mina que la comparte ahora con el Gobierno, hay creencias y prácticas indispensables para enfrentar la locura de ser devorado cada día por las profundidades de la tierra, de la Pachamama.

El capataz decide. Elige y cede. El cura católico acepta celebrar el entierro. Sonia debe cortarse la lengua para no dar explicaciones jamás.

El destino seguirá su curso…

Antonio Peredo, Fernando Romero y Claudia Ossio. Foto, Vassil Anastasov.


El abordaje

Un corredor, a la manera del ingreso al socavón, se ha dispuesto con sillas frente a frente. En ellas se acomodan los espectadores, mientras que en los extremos y en el centro se suscitan las acciones a cargo de cuatro actores y una actriz que van a multiplicarse en personajes reales y algunos fantásticos. Las graderías que suelen ser el espacio del público, esta vez hacen del interior mina, con la figura del Tío velando desde lo alto.

Luces, movimientos, sonido conducen con precisión la mirada del espectador, el que va a sentirse no sólo observador, sino testigo. Un testigo al que constantemente se le moverán las referencias: lo que parecía ser, no es. Lo que no es, parece ser.

En Wajtacha no se describe una costumbre y menos se la juzga. Se apela a ella para que personas distintas de una misma comunidad –la mina– se revelen: el minero inválido que esconde un secreto, el cura comprensivo que terminará aceptando el oro de manos del capataz socialista, el empresario devenido en palo blanco –por conveniencia propia y del gobierno que ahora tiene a mineros como ministros–, la mujer analfabeta y esposa de un borracho que está muda pero piensa, los mineros que dicen temer al Tío pero que al parecer lo han usado para esconder una gran veta de oro. Y el capataz, el héroe trágico, que persiste en quedarse en la mina para pelear una batalla que tal vez esté perdida: no con el Tío, que representa sus contradicciones de fe, sino contra un destino que no ha logrado cambiar incluso cuando su abuelo y su padre han muerto en el lugar: la del abandono por parte de las autoridades, aun las de izquierda, la del trabajo inseguro, la del analfabetismo, el alcoholismo, la superstición. Claro que hay un juicio político en Wajtacha.

Antonio Peredo. Foto: Vassil Anastasov


Los cuerpos

Para que la relojería de la puesta sea efectiva, se necesitaban cuerpos: los mejores posible. Y ahí están, para probarlo, Antonio Peredo, Claudia Ossio, Fernando Romero, Pitín Gómez y Marcelo Sosa.

Peredo (Franklin) trabaja con la fuerza casi siempre contenida y que explota al final. Se lo ve enorme, se lo ve pequeño, se lo siente remando contra corriente y casi se espera que no muera gordo y viejo, aplastado por el destino que trazan no el Tío ni la Pachamama, ni siquiera el dios católico, sino el poder encarnado en los políticos lejanos e invisibles.

El equilibrio de esa fuerza lo aporta Claudia Ossio (Sonia), magnífica contraparte que no sólo habla, sino que asume el mutismo o da voz al niño fantasmal. Enorme Ossio.

La suavidad de Gómez, el empresario acomodaticio y que no quiere conflictos; Romero, como el minero con muletas lleno de rencor y el servil esposo ebrio de Sonia, y Sosa como el cura y como el minero violento –todos dando lección de lo que es construir personajes- completan una tragedia en la que no hay papeles menores.

El espacio

Hay, todavía, otro protagonista: El Búnker. Existen obras que se instalan en un espacio de manera esencial. Cada esquina, cada peldaño, cada pliegue en el tapete, para el caso, hacen a la obra.  Wajtacha es El Búnker, lo que es bueno. Quien desee verla, tendrá que moverse hasta llegar al espacio de la zona Norte paceña.

Que una obra así debería viajar, hacer giras, por supuesto. Será cuestión de encontrar cómo se traslada el ajayu. El Tío dirá.


Nota publicada en la revista digital Rascacielos 

https://www.revistarascacielos.com/2021/11/14/wajtacha-esa-tragedia/