martes, 12 de enero de 2016

El Atoj Antonio va tejiendo redes


Juan Espinoza del Villar ha trotado mucho y, viejo zorro, sabe ahora que “muchos de los problemas que tenemos en la construcción de sociedades más amables, menos machistas, más respetuosas, no discriminadoras, demandan un cambio cultural" y en ello empeña sus afanes.




Mabel Franco, periodista (*)

Sobrino de las Hermanas Espinoza, cantantes de música boliviana que dejaron huella a mediados del siglo XX, se hizo músico siendo un niño y muy joven izó la guitarra para adentrarse por América Latina.
Hijo de Juan Espinoza, del que heredó el nombre y la vocación de “gestor cultural”, y de Ruth del Villar, de quien aprendió que la ternura es el ingrediente para acunar soñadores, desde que se acuerda tiene la imagen de su progenitor correteando por las calles megáfono en mano convocando a funciones de títeres y otras en su casa o en la cancha.
Hermano mayor de un varón y una mujer, les dio el buen ejemplo de no tomar demasiado en serio la escuela, sino aquella de la vida.

Escena 1
El Atoj, apodo que le esperaba a la vuelta entre la adolescencia y la juventud, se vio un buen día instalado en la casa que Simón I. Patiño había mandado construir en Cochabamba y que no llegó a habitar. Hasta allí llegó a sus 11 años gracias al trabajo que le dieron a su padre en el Centro Portales. Y allí, mientras don Juan reunía a artistas y se desvivía para impulsar el Festival de música Luzmila Patiño, entre otras actividades, el niño tomó clases de pintura con Gíldaro Antezana, de títeres y charango con Mario Vargas, de violín en la academia Man Césped…   “Picoteaba de todo y todo era más importante, siempre lo sería desde entonces, que el colegio”.
Como parte de la intensa movida que se daba en Portales, recaló en 1975 el Teatro Estudio de Buenos Aires. Voyzeck, El secuestro, Final de juego fueron obras representadas para pequeños auditorios, toda una osadía de todas maneras en plena dictadura de Hugo Banzer.
Los teatristas convocaron entonces a un taller y el Atoj, que ya tenía 14 años, se integró al mismo sin sospechar,  quizás, que allí se bifurcaba el camino
Improvisar, crear con el cuerpo, encarnar la abstracción… todo era “envolvente, interesante”. Por eso, el freno en seco dolió más. “Los grupos de teatro tradicionales, vinculados con la dictadura, habían acusado a los argentinos de estar formando en política, así que los echaron del país”.
Seis de los talleristas “decidimos continuar y Portales nos apoyó; durante seis meses nos contactamos con el Teatro Estudio mediante cartas y así profundizamos en los ejercicios”. Seis meses después, los autodidactas decidieron buscar un director. “Pasaron muchos y los rechazamos a todos; no nos convencían. Lo que estábamos buscando era a alguien que nos motivara, que nos provocara”.
Ese alguien llegaría también de la Argentina: Édgar Darío González, el Negro, titiritero, soñador y cautivador. La propuesta suya fue trabajar con cuentos del país, como los recogidos por Antonio Paredes Candia. Zorro, conejo,  loro, cóndor, los personajes de las narraciones fueron tomando forma teatral mediante improvisaciones. Las mejores fueron elegidas para darles luego una estructura. Así nació “Vida, pasión y muerte del  Atoj Antonio”.


           El Atoj Antonio (o Antoño) es el joven del centro, con malla de color rojo y negro.

La obra, mítica a estas alturas, habla de un tigre opresor y de la resistencia del pueblo mediante la astucia y las alianzas.  Divertida, cambiante siempre, viajó por el país durante cinco años. Fue vista en teatros, canchas, detrás de las iglesias, en las escuelas, en salas de cine.
El grupo, que pasó a  llamarse Teatro Runa, viajó por tierra, en colectivos y camiones, sin más dinero que el que lograban reunir al cabo de las funciones, empeñando los carnets y pasaportes para comer; “pero muy felices”. En ese tiempo, el Atoj, el zorro Antonio, pasó a ser un joven de 20 años.

Escena 2
En el Teatro Runa “aprendimos mucho; fue una escuela de vida desde la colaboración, desde el saber del otro, desde las necesidades del  mundo, con nuestra cultura, nuestra historias, nuestras comunidades”.
Un financiamiento de la Fundación Interamericana permitió a los siete runas adquirir una camioneta y pensar en adquirir un terreno. Así llegaron a Tarija y compraron El Picacho (hoy propiedad de Jaime Paz Zamora), una casa en ruinas que trabajaron para sembrar sus alimentos y hacer arte, tal cual harían años más tarde, en Yotala, César Brie y Teatro de los Andes.

Mutis por la izquierda
El golpe de Luis García Meza obligó a muchos al exilio, los Runa, entre ellos.
A bordo de la música, el Atoj llegó un buen día a Nicaragua con un equipaje entre las garras, producto de encuentros con la resistencia en varios países en los que la dictadura imperaba, producto de palpar la solidaridad para encontrar aquí una sala donde actuar, allá una casa donde alojarse. “Fue un momento de vínculos latinoamericanos muy fuertes, de tejidos estratégicos”.
En la tierra de la revolución sandinista, el Atoj se encontró con el músico boliviano Álvaro Montenegro. Ambos se unieron, como muchos latinoamericanos, al proceso que en los años 80 estaba en su auge. “Por un acuerdo con el ejército sandinista hicimos una gira por toda la frontera para cantar con las tropas durante un  mes y medio; fue la oportunidad para entrar a un proceso joven, fresco , dinámico, emocionante”.
El Atoj se relamía los bigotes. Lo que hizo que se volviera un nicaragüense más durante una década. Fue así uno de los fundadores de la Escuela Nacional de Teatro y Títeres en Matagalpa, cabeza de una de las muchas casas de la cultura en Managua, impulsor y testigo de la intensa movida de grupos de teatro, de música, de danza, de compartir saberes de los propios ciudadanos que sabían cantar o cocinar, narrar historias o bailar, “todo igualmente valioso; vivimos esa efervescencia maravillosa que incluyó, como parte de la escuela de teatro, dormir en la línea de fuego, con la metralla al lado en tiempos del contragolpe a la revolución respaldado por Estados Unidos”.
El Atoj  vivió también el desencanto de la distorsión del proceso, de la corrupción interna. “Fuimos críticos con la cúpula de la revolución y vimos cómo llegaron los tiempos nefastos. Era hora de partir”.
En 1991, Juan Espinoza retornó a Bolivia. El Atoj se propuso reengancharse con un país que era el suyo y no lo era al mismo tiempo. Demasiado había trotado, mucho había tejido como para perder de vista la perspectiva  de una América inmensa y de que la clave para crear no es ser un músico o un titiritero, sino todo eso y más. Quizás ya no desde el escenario, pero sí desde la gestión, desde la generación de espacios de encuentro sin fronteras y con dos palabras clave: multidisciplinario y colaborativo.
Pero no iba a ser fácil ni inmediato. Una década  tuvo que pasar, aunque no en vano sino para afilar los dientes del Atoj, quien fue descubriendo el diseño gráfico, la comunicación y temas que le sedujeron: género, diversidades sexuales, sexualidad. No habrá cambiado de piel, pero se puso otra para reforzar la del artista y gestor: la del activista.

Escena 3
En los años 2000, el Atoj descubrió algo más. En las marchas de 2003, que desembocaron en la renuncia a la presidencia de Gonzalo Sánchez de Lozada, él, como la periodista Ana María de Campero, entre otros, “nos dimos cuenta de que nuestro lugar, en tanto clase media urbana, no eran las movilizaciones en El Alto o desde las minas y las áreas rurales; nos rebotaban, así que había que encontrar el propio espacio”. Así fue que se instalaron los piquetes de huelga en La Paz; el Atoj estuvo en la de El Montículo junto a su viejo amigo Álvaro Montenegro.
Y llegó el tiempo de volver al arte y darle contenido a las palabras clave que habían quedado en suspenso. Montenegro otra vez (Parafonista) y ahora también la bailarina y coreógrafa Sylvia Fernández lo hicieron posible: una obra multidisciplinaria escrita con música, danza y dramaturgia para entender qué ciudad de La Paz se estaba habitando en el nuevo siglo XXI tan dramáticamente estrenado. El resultado fue “Terrirorios del Chuquiagua”.

Bambalinas
El Atoj ha colgado en el perchero, ciertamente, su piel de actor de teatro, de músico. Pocos recordarán haberlo visto en acción. Se ha calzado en cambio el abrigo de articulador. TelArtes, Culturas en Movimiento, Cultura de Red, el anteproyecto de Ley Marco de Culturas son, en mucho, sus tejidos.  “Latinoamérica vive otro periodo de la historia; con esa realidad queremos vincularnos desde el arte. Los vínculos nos permiten ver el futuro con optimismo, pues creemos que allí donde fracase lo político, puede ser oportuno incorporar el enfoque cultural”, susurra Juan.
Y sigue: “Creemos que muchos de los problemas que tenemos en la construcción de sociedades más amables, menos machistas, más respetuosas, no discriminadoras, necesitan de un cambio cultural”. Éste se trabaja en la esquina, en el mercado, con el ciudadano, algo que no hemos hecho en  ningún país; las clases medias crecieron, sí, pero no miran el lugar de donde procedieron, sino arriba, por eso son discriminadoras, peligrosas”. De allí que “hacer alianzas desde el sector cultural, con enfoques políticos, es una manera distinta de construir ciudadanías”.

¿Telón?
El Atoj lanza entonces, a la manera de aullido: “Me considero, como dice Fernando García, del mARTadero, un conector, me percibo así; eso es ser un gestor: generar conexiones, las que provocan sinergias que derivan en encuentros y esto lleva a la felicidad. ¿Qué otro fin mejor puede haber?”.

(*) Este artículo fue publicado en la revista municipal de La Paz, Jiwaqi, enero de 2015. En junio de 2022, Juan Espinoza decidió aceptar un nuevo encargo, esta vez en Brasil, y hacia allí partió en 23 de junio.

1 comentario:

  1. Envidiable experiencia, presencie no recuerdo bien fue decada 70 la obra que me encantó -Vida pasion y muerte del Atoj Antonio- en las minas, cuanto me agradaría que se hubiera grabado o filmado, ojala hubiera un registro de esa naturaleza para disfrutar de esa riqueza cultural y volver a deleitar y compartir. Será que existe tal legado? Con todo una admirable experiencia.

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