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Florencia Ballivián en la portada de la revista Escape del 25 de noviembre de 2012. Foto: Pedro Laguna. |
Mabel Franco Ortega, periodista
El té unió más, si cabe, a la pareja que formaron Salvador Romero y Florencia Ballivián. Cada quien por su lado había adquirido de sus respectivas familias la costumbre de saborear la bebida, de marcar el día con ella. Algo habrá tenido que ver esa esencia en la química que se despertó entre ambos y que les unió de por vida.
Porque las cosas marcharon como van a contarse, según desgrana la historiadora mientras dispone en la mesa la vajilla pensada para el rito; vajillas, en verdad, pues tiene muchas en casa: heredadas, regalo de bodas o adquisiciones de Salvador Romero Pittari, su ahora ausente compañero que tenía espíritu de coleccionista.
Hace años, una Florencia primaveral, de regreso en La Paz junto a sus padres y hermanas, se había convertido en el centro de las atenciones de un grupo de amigos, algunos de los cuales se animaron a cortejarla; "pero yo no sé por qué, pero los rechacé a todos". Los chicos, lejos de molestarse le comentaron que conocían a un muchacho que por ese tiempo estudiaba en Lovaina y que de seguro, decían, la joven iba a aceptar.
Pasaron tres años, al cabo de los cuales "me lo trajeron un día hasta la casa, casi desde el aeropuerto". Era Salvador, dueño ya entonces de un título en ciencias sociales y, tal cual habían previsto los amigos. el flechazo fue inmediato y hubo boda un año después.
"Él me apoyó en todo, siempre; cuando nos casamos le dije que quería terminar la universidad antes de tener hijos y estuvo totalmente de acuerdo. Me decía estudia, no me importa si hay o no almuerzo; si tienes exámenes, dedícate a ellos". Las veces que llegaba a casa "y me encontraba con compañeras de la carrera de historia haciendo un trabajo o estudiando, aceptaba guiarnos; lean tal o cual cosa, nos sugería y nosotras le pedíamos No, Salvador, explícanos nomás" y él, cuyas cualidades para la docencia ponderarían decenas de alumnos luego, aceptaba gustoso.
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Vajilla francesa de plata Ercuis con una lata de té importado de Escocia de la variedad ahumado. Foto de Pedro Laguna. |
En ese afán de búsquedas y
si bien cada quien desarrolló un gusto individual –a Florencia le encanta el té
Earl Gray (con plantas de la India procesadas en Inglaterra), con esencia de
bergamota, también en su variedad Lady Gray “que a Salvador le parecía
horrible”–, la pareja descubrió que nada mejor para ambos que el matrimonio
entre el té importado Crusader, el té nacional Chapare y unas hojitas del té
chino oolong que se deshacen visiblemente en contacto con el agua.
Son famosos los encuentros que los Romero Ballivián organizaron con los amigos, primero en su casa de Calacoto y luego en la de Río Abajo. Imagínense a 10 personas, cada una con su tetera de fierro enlozado previamente calentada y una variedad de tés para descubrir. Para hacerlo más práctico, en tales citas los anfitriones incluyeron finalmente las bolsitas, todas importadas, “y como no sé cocinar, comprábamos jamón, quesos y marraquetas”.
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Con el cuadro de la artista Patricia Mariaca de fondo, vajilla inglesa y el té aeomarizado con bergamota. Foto de Pedro Laguna. |
La familia Romero desayunaba té, nunca café, y a la hora del té,
el Five O’Clock Tea británico tan arraigado en La Paz, los esposos se
reunían casi invariablemente. Así lo hicieron en sus días de estudiantes en
Ginebra, cuando compraron su primer paquete que resultó ser de té ahumado que
les resultó horrible, pero que tuvieron que tomarse todo para ahorrar y que
terminaron apreciando al punto de que una latita de esa variedad, el Lapsang
Souchong Tea, es parte de la despensa familiar.
En la terraza o en el
comedor, el rito era mimarse, compartir con los hijos primero, con los nietos
después, y festejar las novedades: el buen sabor y color del té de frutos
rojos; que hay una variedad inglesa con canela que, por tanto, no es un invento
boliviano como creían; que al nieto de 13 años le gusta que le traigan té de
los viajes; que en Lima donde vive la hija Úrsula hay un negocio con infusiones
del mundo llamado Quintaesencia; que para tomar el Breakfast Tea británico hay
que desayunar en grande, casi almorzar; que el té de jazmín que los chinos y
japoneses toman con la comida sabe bien con un fondue; que nada mejor
para acompañar la bebida que un sándwich de pepino; que el champán del
producto es el Darjeeling Wonder con hojas del Himalaya; que el té verde es
horrible; que abrió una tienda especializada en San Miguel (La Paz) pero que
cerró pronto…
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El paquete azul es del té boliviano Chapare que, ahora 2025, ha desaparecido del mercado nacional. Foto de Pedro Laguna. |
Sorber las penas
“Para mí, no tener más Salvador es terrible. No puedo dejar de
lado la hora del té; si estoy en la calle busco un lugar donde tomarlo, pero en
casa no pongo más la mesa con los platitos, las cucharillas, el detalle, me
llevo una taza ante la computadora y es todo”.
Hay un vacío desde que en
abril el corazón le falló al sociólogo boliviano que murió en los brazos de su
hijo Salvador Ignacio. “Teníamos muchas cosas en común, nos interesaban los
mismos asuntos, no sé”, responde la historiadora para explicar tanto amor y
tanta dolorosa nostalgia.
Un buen té, dice Florencia ahogando las lágrimas, se prepara con el agua que ha roto apenas el hervor, “no hay que dejar la caldera en el fuego, sino levantarla de inmediato”. La tetera ya dispuesta recibe el líquido y hay que permitir que la infusión “pase” durante los minutos que requiere la variedad. En general, cinco, aunque hay productos que demandan apenas tres –el champán es uno de ellos–, cuatro el Irish negro y hasta ocho el frutal Grandma’s Garden. La tetera, aun la de fina porcelana, tiene que curtirse, es decir teñirse con el uso, pues se lava apenas con agua, nada de detergentes.
Té de origen boliviano
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Cosecha en Sarampioni (Mapiri, Larecaja tropical). Foto de Jason Rothe. |
La variedad a granel Chapare está, como se ha dicho, entre las
preferidas de la exigente bebedora que es Florencia. Hay otras historias, muchas,
detrás de ese paquete azul que se puede hallar en los supermercados del país y
en algunas tiendas especializadas del extranjero.
Pero, ese producto que
sale del trópico cochabambino es más bien nuevo comparado con el que comenzó a
cultivarse en el norte de La Paz a fines de los años 40 del siglo XX. Por
iniciativa de un "inmigrante alemán", dicen las investigaciones
universitarias que, por lo demás, no mencionan el nombre. Lo que sí se dice es
que ese hombre trajo plantines desde Perú y los sembró en Chimate, municipio de
Mapiri, donde por 10 años promovió el cultivo e inició su procesamiento
artesanal. Por entonces, el producto procesado era empacado en latas de estaño
y enviado a las minas (La Razón, 2005).
La revolución del 52
frustró el desarrollo de ese rubro Yytuvo que llegar la década de los 70 para
que se reactivase el proyecto. Ayuda taiwanesa primero, china después, permitió
que se abarcase 600 hectáreas en Caranavi y en Chimate. En este último lugar,
el impulsor fue el ciudadano húngaro Tommy Hegedus Illes, quién, inquieto,
recorrió el mundo para finalmente casarse con una yungueña y quedarse en
Bolivia.
El hijo del fundador de Té
Chimate --producto que en su momento se hizo de nombre en el mercado local-- es
el ingeniero agrónomo Ricardo Hegedus, jefe operativo de Windsor, variedad de
infusiones en bolsitas que se procesa para el consumo interno y la exportación
en la empresa Hansa. Desde su despacho en la planta de El Alto, que huele a té
apenas se traspasa la puerta, explica que estuvo a punto de marcharse a Canadá,
pero decidió seguir el sueño de su padre: producir té de alta calidad y poner a
Bolivia en el mapa de los más importantes generadores del producto. Un sueño
que no fue fácil para su progenitor, pues Té Chimate fue nacionalizado en los
70 y pasó a manos de Cordepaz, quebró tres veces y
paró durante ocho años.
Con Hegedus padre
--inventor del trimate-- y George Petit, de la empresa Hansa, se revivió el
proyecto bajo la marca Windsor. En principio, las plantaciones en Larecaja
tropical eran administradas por Hansa, pero pronto las dificultades pesaron
más. El lugar, Sarampioni màs precisamente, está a 310 km de La Paz, distancia
que parece mucho mayor por los cinco ríos que hay que atravesar, lo que en
época de lluvias se hace imposible. "Es un lugar estratégico para los
cultivos pero muy complicado para la gente que depende de ellos", resume
el ingeniero agrónomo que recuerda haber hecho hasta de médico para los
lugareños.
Al final, los comunarios
se hicieron cargo de los cultivos. Hansa apela a ellos para proveerse y hacer
el proceso final para envasar té negro, té con canela, con clavo de olor, té de
frutas y mates marca Windsor.
"Los bolivianos somos
consumidores de infusiones", afirma Hegedus. No pocos de ellos apelan a la
plantita (cedrón, manzanilla...) que tienen en el jardín o en una
macetita". Y el té es la bebida por excelencia en los hogares, "mucha
gente no sólo desayuna sino que cena un té con pan". Potencialmente,
pues, hay gente en Bolivia para hacer del té un consumo exigente, variado,
personal tal cual la experiencia que describe Florencia Ballivián, pero con
producción local.
Pero por ahora (año 2012),
pese a la calidad del té boliviano y a que el 76% (1000 toneladas al año) de lo
que se procesa en Hansa va al mercado local (el resto, con un 16% bajo la
modalidad gourmet se exporta a Europa, Estados
Unidos y países de Sudamérica), esas posibilidades son limitadas. El té a
granel se usa poco, se prefiere el de bolsita. Más que por el sabor, el gusto
se guía por el color, de allí que aun a la mejor hoja de té se le añada sultana
para el procesado. Y, en el lenguaje coloquial, prima más el ir a tomar un
café, aunque se elija el té. Falta, lo prueba Florencia, información sobre
las posibilidades, sobre el universo que se abre al paladar.
Esta nota fue publicada en la revista Escape de La Razón.
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