“Como no nos preocupamos por las raíces, nos quedamos
en arbusto. Por ahí pasa el estado del arte nuestro” afirma el compositor y poeta que, junto a una especie de alma gemela, Juan Carlos Orihuela, avanza lentamente en una obra que se pinta fundamental: poesía escrita por mujeres en Bolivia que será musicalizada
por ambos.
Óscar García Guzmán. Foto: ProAudio.
Mabel Franco, periodista
Óscar García -escondido desde los 17 años detrás de
la barba y resguardado por larga melena-, encontró a sus pares en las aulas de
la carrera de Arquitectura de la Universidad Mayor de San Andrés. Pares para
crear, para soñar, para proponer entre otras ideas una que la academia rechazó
en aras de las normas. Así se perdió el proyecto que Óscar y sus amigos Marcos
Loayza, Alejandro Salazar y José Luis Lora se proponían emprender de manera
colectiva: una tesis que iba a atreverse con la lectura semiótica de la
arquitectura paceña.
El cuarteto no pensaba darse por vencido,
convencidos como estaban los cómplices de que “el estudio iba a ser lindísimo”,
según se entusiasma Óscar al recordarlo, y mucho más interesante y útil que
tantos proyectos de grado archivados por ahí.
Pero la vida, la azarosa vida política en el país
marcada por golpes de estado y otros sobresaltos que casi invariablemente
afectaron a la universidad, se encargó de desbaratar planes y de obligar a los
arquitectos en ciernes a tomar otros rumbos. Marcos se decantó por el cine,
Alejandro por la pintura y la ilustración, José Luis por el teatro y los
títeres, y Óscar García Guzmán por la poesía y la música. Al final, ninguno
ejercería la arquitectura.
El
chico de las minas
Óscar nació en La Paz en 1960, pero vivió hasta sus
14 o 15 años, él no sabe precisarlo, en las minas de Bolivia. El trabajo de su
papá hizo de la familia García una especie de clan errante: uno o dos años en
Chorolque, luego en Quechisla, Catavi, Siglo XX, etc.
De ese tiempo, el artista guarda memoria de una
existencia tranquila, que haría que La Paz se presentase para el adolescente
como tremendamente violenta. Y lo dice quien entre sus recuerdos recurrentes
tiene la imagen de la masacre de San Juan de 1967, cuando el niño de 7 años vio
llegar al hospital de Catavi, que se hallaba a tres cuadras de su casa,
“volquetas llenas de mineros muertos”, una “imagen fuerte que manda un poco en
mi mirada de la historia de nuestro siglo XX y del XXI también”.
El traslado a La Paz se produjo a medio año, detalle
nada anecdótico para un chico cuyos padres debían encontrar un colegio que lo
aceptase a esas alturas en una ciudad que no tenía, como ahora, abundancia de
establecimientos. Así que Óscar tuvo que asistir al colegio San Calixto
nocturno. “Insisto. Para mí La Paz era una ciudad agresiva, violenta, intimidante
comparada con las minas que, salvo por los hechos del 67 y eventos como huelgas
y derrumbes, representaban un mundo absolutamente campestre”. Había que verlo, pide
imaginar Óscar, tratando de abordar el colectivo 2, que antes como hoy une
Sopocachi (al centro oeste) con la zona central (centro norte), para llegar
hasta la calle Pichincha (centro) y asistir a clases.
Al año siguiente pasó al turno
diurno del San Calixto, que pronto abrió una sucursal en Següencoma, el ahora
colegio San Ignacio (al sur de la ciudad), de donde el estudiante saldría
bachiller. “Podría decirse que gran parte de mi existencia la he vivido en traslados”,
hace notar el autor de los poemarios Golpes
de tambor (1985) y Morena Rena
(1987) y director fundador de la Orquesta Contemporánea de Instrumentos Nativos
y del Taller de Música Popular Arawi, entre otras obras.
El
camino de la música
“En Catavi comencé a tocar guitarra de oído primero
y luego con un profesor. Y me pasó lo que imagino le sucede a cualquier persona
que de pronto enciende un chip y se le despierta algo que no sabía que estaba
ahí”. Entonces tomó más en serio lo de la música y cuando llegó a La Paz buscó
la forma de aprender más. “Fue cuando conocí a personas que estaban absolutamente
obsesionadas por los Beatles y juntos formamos una banda que hacía
exclusivamente música de los Beatles”.
A la hora de estudiar en la universidad, el joven
eligió arquitectura y entró también al Taller de Música que se abrió en la
UMSA, experiencia realizada luego de la que se emprendiera en la Universidad
Católica Boliviana y que comenzó “con un enorme impulso que lamentablemente se tuvo
que cortar por el cierre de la universidad” durante un semestre en el año 80.
De vuelta a las aulas de arquitectura es que
“formamos un grupo sin manifiesto, sin documento alguno, un grupo de empatías
estéticas, entre otras”. El cuarteto, pues. “Creo”, expresa sus certezas Óscar
García, “que la arquitectura es uno de esos mundos que te permite un montón de
aperturas; pararte frente el mundo es una de las primeras experiencias arquitectónicas:
descubrir espacio, tiempo…”.
Entre “los cuatro tuvimos un montón de complicidades
durante ese tiempo, y eso que cada uno poseía una tendencia ideológica y
política distinta y hasta nos agarrábamos a piñazos a veces”. Hay que entender,
además, que ese tiempo, entre finales de los 70 y principios de los 80, “fue
complicado para el transcurso de la vida en el país; no sabías qué cosa irías a
emprender y qué terminaría bien o se truncaría; nunca más sentimos eso de estar
y no estar, de quedarte o irte”. Una desazón que crecía cada vez que se
producía un golpe de estado o un intento “o no sé qué que te llevaba a
preguntarte: ¿qué me tocará, me buscarán, tendré que marcharme?”.
Lo dicho. Terminados los estudios, cada quien eligió
su rumbo. No hubo ruptura ni nada de eso. De hecho, “la tapa del primer libro
de poesía que publiqué es de Marcos y los dibujos interiores son del Alejo”. Y
habrá que añadir que varias de las producciones audiovisuales de Marcos Loayza,
incluidas sus películas Cuestión de fe
y El corazón de Jesús, están
musicalizadas por Óscar.
Y hubo nuevos encuentros para el poeta y músico. “En
medio conocí a quien hasta hoy es uno de los compañeros con el que trabajo
mucho y muy bien, de quien creo que es uno de los poetas vivos más importantes:
Juan Carlos Orihuela”. Con él y con Pablo Muñoz formaron el trío Cantos nuevos.
Varias obras conjuntas después, Óscar y Juan Carlos avanzan hoy, lentamente, en
un trabajo sobre poesía escrita por mujeres en Bolivia que será musicalizada
por ellos.
Lo
permanente
Si Óscar necesitase mimetizarse y aun perderse para
los ojos de sus más íntimos amigos, sólo tendría que ir a la peluquería. “Creo
que salí bachiller así”, dice y recuerda que la única vez que tuvo que
afeitarse fue para un viaje al Chile de tiempos de Pinochet, cuando estaba
prohibido que alguien usase pelo largo y barba. “No entiendo la lógica, pero
bueno, tuve que cumplir la norma”. Y luego, nunca más.
¿Que por qué? “Nunca me he puesto a pensar seriamente
en los motivos (largo silencio). No es que quiera parecerme a alguien o… A lo
mejor es una cosa más simple: porque me da la gana”.
Entre tantos traslados, esto es lo más permanente,
escucha la interpretación y asiente: “Ahí está; buena definición”.
Otro aspecto permanente es la ocupación que le
describe en el carnet de identidad: “estudiante”. “Es una de las grandes
virtudes de cómo somos en el país. En verdad creo que es un halago, porque sigo
siendo estudiante; quien deja de aprender está más cerca de fenecer”.
En cualquier caso, en jerarquía, Óscar se define
como compositor, docente, productor musical y alguien que escribe desde hace como
30 años.
Su labor como compositor y productor se desarrolla y
diversifica desde el estudio Pro Audio, emprendimiento de Sergio Claros,
profesional pionero en el área del sonido en el país. Óscar se sumó varios años
después de que comenzase a funcionar el estudio y fue asumiendo
responsabilidades, hasta quedar a cargo. Lo más importante, sin embargo, es que
se comenzó a desarrollar propuestas nuevas y variadas, como el proyecto Paisajes sonoros de Bolivia, con música
de autores jóvenes, y otras ideas cuya diversidad responde a la creatividad,
claro, pero que también es una forma de salir al paso de la realidad cultural
boliviana. Una realidad, señala Óscar, carente de políticas visibles y
coherencia en el quehacer, lo que “te obliga a la diversificación”; es decir,
“a hacer varias cosas al mismo tiempo, lo que termina siendo algo bueno; somos
como que, renacentistamente hablando, hacedores de todo, lo que te permite estar
todo el tiempo con la mente creativa, creando y haciendo un poco de música e
investigación sonora, docencia, algo de interpretación, etc”.
El
melenudo y las normas
Las normas tienen la cualidad de que están ahí para
romperlas, afirma el artista de suave voz: “Todo el tiempo estamos inventando
límites, normas, y los procesos creativos están hechos de rupturas; claro que
cada ruptura implica un límite nuevo, una norma nueva”. Y así es: “Somos seres
que todo el tiempo estamos autorregulándonos para justificar por qué vamos a
romper la norma”.
Cole Reuter, uno de los grandes compositores
contemporáneos, ejemplo de rupturas y aperturas en Brasil, fue maestro de
Óscar. “Lo primero que nos dijo en la clase de composición es que a componer no
se enseña, y segundo, nos pidió que tomemos una cartulina grande, escribamos la
palabra ‘por qué’ y ubiquemos el cartel de manera que sea lo primero que veamos
al despertar”.
Un “¿por qué?”, a diario. Para interpelarse y para
interpelar a la sociedad también, aunque ésta muchas veces responda como el
adulto al niño: “Porque sí”. Insistir de todas maneras, propone el músico,
docente de música, poeta y productor, para que “nos pongamos de acuerdo en lo que
queremos ser, de dónde venimos, a dónde apuntamos”. El no cuestionarse, el no
responderse provoca “que los creadores pretendamos estar haciendo cosas nuevas para
descubrir que lo nuevo ya se hizo en
otro lugar, hace tiempo; que siempre estemos comenzado de cero y que eso que te
cuesta hacer se vaya a olvidar, como si nunca hubiese pasado”.
Así vivimos, dice Óscar, escribiendo siempre “de nuevo”,
componiendo “de nuevo”; “rara vez investigamos y buscamos si lo que está
diciendo este caballero no se dijo antes”. El autor de Libro de rastros, obra presentada en 2014 en la Feria
Internacional del Libro de La Paz y que recoge sus artículos periodísticos,
propone entonces una metáfora: “Cada vez estamos naciendo de gajo; si nos
propusiéramos tener más raíz, de pronto podríamos crecer más, tener más ramas,
más frutos”. Y sentencia: “Como no nos preocupamos por las raíces, nos quedamos
en arbusto. Por ahí pasa el estado del arte nuestro”.
Artículo publicado en la revista Jiwaqi en 2014