miércoles, 13 de octubre de 2021

Graciela Iturbide, la fotógrafa que visitó otro planeta

En octubre de 2009, la mexicana galardonada con el premio Hasselblad, el más prestigioso del mundo, llegó a Bolivia. Sandra Boulanger, de Acción Cultural, hizo posible este viaje y la charla en la que habla de fotografía, de muerte y de austeridad.

Mujer ángel, desierto de Sonora, México 1979. Graciela Iturbide convivió con los seris,
un pueblo indígena en la frontera con EEUU.

Mabel Franco, periodista

De una tienda de antigüedades de Japón, Graciela Iturbide adquirió unos pendientes de plata enormes. Le han explicado que quizás los usaban los varones. Ella está encantada con las joyas que ha lucido en La Paz, ciudad que visitó por algo más de una semana en septiembre, cuando actuó como jurado del concurso de fotografía Iberoamericana auspiciado por la Embajada de España y organizado por Acción Cultural. Fue un tiempo, también, en el que el ojo de la fotógrafa mexicana se posó en el altiplano, el Titicaca, en alrededores de La Paz. Cuanto ha descubierto su mirada, a través de dos máquinas, “sencillitas nomás”, con rollo de 6x6 en blanco y negro, la sorprenderá tras el revelado, una vez de vuelta en su taller.

La fotógrafa mexicana en un retrato de Miguel Carrasco. La Paz, 2009.

Graciela Iturbide (1942) es una de las mayores figuras de la fotografía latinoamericana. El año pasado recibió en Suecia el premio Hasselblad, el más prestigioso del mundo. El jurado calificó el trabajo documental como el “de mayor importancia e influencia de las últimas cuatro décadas”, con obras que destacan por su “excepcional fuerza y belleza visual” y por su “profundo interés” por la cultura y la vida cotidiana.

Bolivia es de los pocos países latinoamericanos que Graciela Iturbide no había visitado aún. Por eso, cuando las nacionales Cecilia Lampo y Vanessa de Brito se le acercaron en Argentina para ensayar una invitación, el 2008, ella aceptó encantada. De hecho, dejó de ir a la muestra retrospectiva de sus fotos montada en España ahora mismo, para acudir a la cita con la montaña.

Como suele hacer, antes de iniciar viaje, la fotógrafa trató de encontrar material sobre el país. Logró muy poco, lamenta, de manera que, salvo por las imágenes del cine de Jorge Sanjinés, que ya conocía, se lanzó de lleno a la aventura del descubrimiento.

“Estoy como en un viaje a otro planeta: es la primera vez que me pasa”, tal ha sido la sorpresa. La cordillera, las casitas enclavadas en los cerros que parece que se van a caer, la arquitectura de El Alto, que así como muestra casas de adobe o de ladrillo, de pronto deja ver edificios de cristales… todo es muy contrastante. El lago, el Illimani, las mesas de ofrenda en el camino del altiplano, todo”.

Lo dice una viajera impenitente, que ha recorrido los rincones de su país y que ha estado reflejando culturas en el mundo. “Al ver el paisaje estableces algunas similitudes. Por ejemplo, los nevados me han parecido el Dharamsala, entre el Tibet y la India, o en las piedras he visto algo de Cerdeña (Italia); pero bueno, es tu pensamiento, tus recuerdos que te remontan a lo que conoces. En verdad, no imaginaba nada de lo que voy viendo”. Pero es aún la superficie. “Tengo que ponerme a estudiar, a leer mucho sobre Bolivia para volver y hacer algún trabajo”. Por ahora, se queda con Tiwanaku, “que me encantó por su austeridad, a mí me  gusta mucho todo lo austero”.

La historia de la achichincle

Sobre sus inicios como fotógrafa se ha escrito una y otra vez. Ella repite la historia como si revisara un álbum familiar. “Vengo de una familia conservadora, me casé muy joven, pero supe que iba a estudiar. Ya con tres hijos, opté por la carrera de Cine, me dije que podría escribir guiones, pues de chica pensaba cser escritora”.

En 1969, Graciela Iturbide se dirigió al aula del maestro de fotografía Manuel Álvarez Bravo. Lo había conocido poco antes a raíz de un libro de este hombre que la motivó a pedirle un autógrafo. Y él la invitó a su clase. “Cuando llegué no había ni un solo alumno. Claro, todos querían hacer cine. Me quedé. Álvarez Bravo me nombró su achichincle, que en náhuatl quiere decir ayudante, como el de los albañiles”.

Comenzó el aprendizaje. “Ya lo dice el Evangelio, Graciela, copiaos los unos a los otros”, le dijo el maestro. Lo que había que leer al revés: Graciela, no fotografíes lo mismo que yo. Y la alumna escuchó.

La cámara analógica es la extensión de la mirada de Iturbide. “No he sacado ni una foto con una cámara digital. Si Álvarez Bravo viviese –murió a los 100 años de edad- quizás experimentaría con la novedad: tenía muchas camaritas. Yo no. Él colocó un papelito en su laboratorio en el que se leía: Hay tiempo. Me lo tomo. Tener una cámara con un rollo de sólo 12 tomas me da como que más tiempo de observar, de ver. Lo que no significa que dejen de gustarme muchas de las fotos digitales, pero yo no puedo, siento que debo aprovechar el negativo, trabajar en mi mesa con los contactos, no sé…”

Los ojos de la fotógrafa son claros, casi verdes. Pero miran en blanco y negro. Ha trabajado el color, por ejemplo en el libro paralelo a la película Babel, de Alejandro Gonzales Iñárritu, sobre la parte mexicana del film; pero lo otro “me permite abstraer;" cuando "estoy fotografiando, veo el mundo en blanco y negro. Lo prefiero; para mí el color es como Disneylandia, no sé… ¿Ya dije que prefiero lo austero?”

Delante de la cámara

Ojos para volar, autorretrato de 1993.

Graciela con el cabello largo y encrespado. Graciela detrás de su cámara. Graciela con unos pájaros ante los ojos o con un pescado ante la boca a la manera de sonrisa. “Los autorretratos responden a alguna necesidad personal, salen de una manera intuitiva”. No hay muchos. “Si me preguntan por qué, por ejemplo “¿Ojos para volar?”, no sabría responder. Quizás el más pensado es el de las serpientes. Estaba en una crisis y en la terapia le dije a mi doctor que sentía  que hablaba y me salían serpientes. Hice un autorretrato y la crisis no se superó pronto, pero me ayudó. La fotografía es una terapia”.

¿Qué más es la fotografía para Iturbide? “Un pretexto para conocer las culturas del mundo y también a mí misma”.

Personas, paisajes, objetos. Así se han ido sucediendo los motivos captados por la mexicana. “Ahora trato que mi fotografía sea más abstracta”. En Bolivia “fotografié montones de piedras que, me explicó el antropólogo Carlos Ostermann, se usan en el altiplano para preparar los sembradíos de papas. Me ha parecido algo conceptual y tiene que ver con un proyecto que trabajo en Cerdeña. Me sorprendí también con un camión y su Cristo crucificado. Y las varillas de la construcción de una casa vistas con cierta luz. Esto me interesa: las huellas que deja el hombre con su trabajo”.

Muchas de las obras de Iturbide son violentas, “pero no sería jamás una corresponsal de guerra”. Su violencia es distinta: una niña que ríe y se recuesta casi en el cordero sacrificado.  Título “La felicidad”. Una anciana en la habitación con sólo una valija en la esquina, mientras sostiene la foto de un joven: “Na China y su hijo”.



Casa de la muerte. Ciudad de México, 1975.

La muerte marcó también una etapa de su trabajo. “Fotografié angelitos (niños muertos) por un problema personal”. Ella no lo dice en la entrevista, pero sus biografías lo aclaran: Graciela perdió a su hija de seis años (le quedan dos varones: un compositor y un arquitecto). “Cierta vez pedí permiso a un señor para seguirle hasta el cementerio con su angelito; iba detrás y de pronto me salió al paso el cuerpo de un hombre con el cráneo comido por los pájaros. Pensé que era un sueño. No mostré esta serie sino 25 años después, pero en ese entonces me sirvió para detenerme: no más muertos, salvo excepción, como cuando me pidieron ese tipo de fotos en la India”.

Iturbide es de las que no hace más de dos o tres tomas. En esto se parece algo a su viejo maestro que solía hacer una o dos como máximo. Tampoco “roba” fotos, pide permiso, busca la complicidad de la gente. “Ni siquiera tengo teleobjetivo”. Ese respeto es sagrado. Debido a él no pudo congelar un matrimonio altiplánico que tanto la fascinó, camino a Tiwanaku, y que le recordó una imagen del fotógrafo peruano Martín Chambi- “No me dieron permiso, qué se va a hacer”.

Hay que despedirse hasta la próxima, quizás el 2010, pues Graciela ha sido invitada al Fotoencuentro en La Paz. Ella está entusiasmada, confía en que podrá enviar su obra y volver en persona.

Su figura menuda se aleja. Erguida, porta sus aretes que no son nada austeros Claro, las orejas no tienen por qué compartir lo que buscan los ojos de Iturbide.

 

Nota publicada en la revista Escape Nº 438.

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