La obra de Luis Miguel González y El Búnker se ambienta en una mina boliviana; pero la trasciende para explorar en el espíritu humano. Espíritus, en verdad, expuestos a situaciones límite ante las cuales caben respuestas que no se pueden juzgar ni moral ni religiosamente. Políticamente, sí. Y a ello apunta esta Wajtacha.
Claudia Ossio. Foto: Vassil Anastasov. |
Mabel Franco O.
“Es esencial al hombre querer su trágico destino”, escribió
el filósofo José Ortega y Gasset. Y bien podría haberlo hecho esta semana, a la
salida de El Búnker, luego de haber visto Wajtacha,
la obra que se adentra en una mina boliviana para hilar historias de hombres,
una mujer, un niño y los dioses, en un universo en el que la ambigüedad se
despliega salvando maniqueísmos, absolutos, prejuicios.
El autor del texto es Luis Miguel González, dramaturgo español
que ha tendido lazos de amistad y de trabajo con Bolivia. El Himnovador, obra acerca de Benedetto Vincenti, el compositor
italiano de la música del Himno Nacional de Bolivia, fue la primera que llevó a
escena en 2018, en colaboración con actores en La Paz. Y a ellos volvió este
2021 para proponer Wajtacha, una
Tragedia –así, con mayúscula– que se ambienta en una mina boliviana; pero que
la trasciende para explorar en el espíritu humano. Espíritus, en verdad,
expuestos a situaciones límite ante las cuales caben respuestas que no se
pueden juzgar ni moral, ni religiosamente. Políticamente, sí. Y a ello apunta
esta Wajtacha.
El caso
Una mujer, Sonia, suplica al capataz de la mina, Franklin,
que la ayude a encontrar a su pequeño hijo que, sabe, ha sido sacrificado por
los mineros. Es la costumbre: el miedo al Tío justifica la ofrenda. La madre no
pide que el niño vuelva con vida, tampoco que se castigue a los autores. Sólo
quiere enterrar los restos según el rito católico, para que el dios de la mina
no se quede con el alma de la víctima.
Franklin está atrapado. No cree en esos ritos, tampoco en el
dios católico; pero sabe que los mineros confían en él y que, como coincidirá
con el empresario dueño de la mina que la comparte ahora con el Gobierno, hay
creencias y prácticas indispensables para enfrentar la locura de ser devorado
cada día por las profundidades de la tierra, de la Pachamama.
El capataz decide. Elige y cede. El cura católico acepta
celebrar el entierro. Sonia debe cortarse la lengua para no dar explicaciones
jamás.
El destino seguirá su curso…
Antonio Peredo, Fernando Romero y Claudia Ossio. Foto, Vassil Anastasov. |
El abordaje
Un corredor, a la manera del ingreso al socavón, se ha
dispuesto con sillas frente a frente. En ellas se acomodan los espectadores,
mientras que en los extremos y en el centro se suscitan las acciones a cargo de
cuatro actores y una actriz que van a multiplicarse en personajes reales y
algunos fantásticos. Las graderías que suelen ser el espacio del público, esta
vez hacen del interior mina, con la figura del Tío velando desde lo alto.
Luces, movimientos, sonido conducen con precisión la mirada
del espectador, el que va a sentirse no sólo observador, sino testigo. Un
testigo al que constantemente se le moverán las referencias: lo que parecía
ser, no es. Lo que no es, parece ser.
En Wajtacha no se
describe una costumbre y menos se la juzga. Se apela a ella para que personas distintas
de una misma comunidad –la mina– se revelen: el minero inválido que esconde un
secreto, el cura comprensivo que terminará aceptando el oro de manos del
capataz socialista, el empresario devenido en palo blanco –por conveniencia
propia y del gobierno que ahora tiene a mineros como ministros–, la mujer
analfabeta y esposa de un borracho que está muda pero piensa, los mineros que
dicen temer al Tío pero que al parecer lo han usado para esconder una gran veta
de oro. Y el capataz, el héroe trágico, que persiste en quedarse en la mina
para pelear una batalla que tal vez esté perdida: no con el Tío, que representa
sus contradicciones de fe, sino contra un destino que no ha logrado cambiar
incluso cuando su abuelo y su padre han muerto en el lugar: la del abandono por
parte de las autoridades, aun las de izquierda, la del trabajo inseguro, la del
analfabetismo, el alcoholismo, la superstición. Claro que hay un juicio político
en Wajtacha.
Antonio Peredo. Foto: Vassil Anastasov |
Los cuerpos
Para que la relojería de la puesta sea efectiva, se
necesitaban cuerpos: los mejores posible. Y ahí están, para probarlo, Antonio
Peredo, Claudia Ossio, Fernando Romero, Pitín Gómez y Marcelo Sosa.
Peredo (Franklin) trabaja con la fuerza casi siempre
contenida y que explota al final. Se lo ve enorme, se lo ve pequeño, se lo
siente remando contra corriente y casi se espera que no muera gordo y viejo,
aplastado por el destino que trazan no el Tío ni la Pachamama, ni siquiera el dios
católico, sino el poder encarnado en los políticos lejanos e invisibles.
El equilibrio de esa fuerza lo aporta Claudia Ossio (Sonia),
magnífica contraparte que no sólo habla, sino que asume el mutismo o da voz al
niño fantasmal. Enorme Ossio.
La suavidad de Gómez, el empresario acomodaticio y que no
quiere conflictos; Romero, como el minero con muletas lleno de rencor y el
servil esposo ebrio de Sonia, y Sosa como el cura y como el minero violento
–todos dando lección de lo que es construir personajes- completan una tragedia
en la que no hay papeles menores.
El espacio
Hay, todavía, otro protagonista: El Búnker. Existen obras
que se instalan en un espacio de manera esencial. Cada esquina, cada peldaño,
cada pliegue en el tapete, para el caso, hacen a la obra. Wajtacha
es El Búnker, lo que es bueno. Quien desee verla, tendrá que moverse hasta
llegar al espacio de la zona Norte paceña.
Que una obra así debería viajar, hacer giras, por supuesto.
Será cuestión de encontrar cómo se traslada el ajayu. El Tío dirá.
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