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Salvador Romero P. con su cajita de dibujos pocos meses antes de su fallecimiento ocurrido el 3 de abril de 2012. Foto: Mabel Franco |
El sociólogo, fallecido en 2012, tenía un alma secreta como historietista: coleccionaba revistas, pero también guardaba sus dibujos de niñez.
Mabel Franco, periodista
"Soy un historietista frustrado", nos había
dicho Salvador Romero Pittari hace tiempo, cuando en una charla informal salió
el tema de los cómics. Así que, a raíz de la edición de Escape, de marzo
de 2012, dedicada al cumpleaños de Mafalda, entre las personas consideradas
para pedirles un análisis de esta creación de Quino, el sociólogo boliviano
estaba en primer lugar.
Sabíamos
que todavía estaba recuperándose de una complicada operación quirúrgica, de
manera que nos comunicamos con él para ver si podía enviarnos un texto o
aceptar una entrevista telefónica. La respuesta fue una animada invitación a
visitarlo en su domicilio de la zona de Calacoto. Porque no iba a ser una
simple consulta, sino la oportunidad para charlar de ese su amor por las
historietas.
De
una cajita guardada en uno de los estantes de libros, Salvador Romero sacó
unas tiras de papel cuidadosamente enrolladas. “Son mis dibujos”, explicó y nos
dio acceso a un tesoro conservado desde la niñez por quien pudo ser
historietista, pero que
se decantó por la sociología.
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Los dibujos hechos durante la niñez por Salvador Romero. Foto: Mabel Franco |
“Yo
dibujaba mis historias y armaba estas tiras largas pegando el papel, pues me
inventé un cajón con un agujero, de manera que pasándolas poco a poco, dejaba
descubrir los cuadros o viñetas al espectador que era mi hermano”. Los argumentos basados en las lecturas del pequeño Salvador, y también en el cine, eran
esencialmente visuales, “no les ponía los globos ni otros textos que podían
sobreponerse y perjudicar mis dibujitos”. Los diálogos los asumía el autor, que
entonces se volvía narrador de fantásticas historias de misterio y de amores
apasionados.
El
primer cuadro de las tiras, dibujado con tinta o con lápiz, lleva
un título, y el último, los créditos inventados por el dibujante: director y
actores.
En
el colegio, “a veces hacíamos revistas y allí también intenté crear mis
historietas, tanto me gustaba el género”.
La
producción argentina y la estadounidense acaparaban la atención del niño. En
Buenos Aires, donde cursó el colegio, el auge de la historieta, con dibujantes como Lino Palacio (Don
Fulgencio) o Guillermo Divito (Rico Tipo, la revista), se vio renovada por la
llegada de autores italianos que dieron lugar a una época de oro.
De
ese tiempo dorado es la presencia en Argentina de Hugo Pratt, que fue parte de
la serie y revista El sargento Kirk, donde estampó su estilo de dibujos, y
luego, su Corto Maltés. “Pratt fue parte de un taller que se llamó de los 12
grandes; me hubiese encantado ser parte. Pero asistí a un instituto que se
promocionaba como de alto nivel y al que mi madre me inscribió; fue de lo peor”
y tal vez por esto, el chico de 12 años fue abandonando la idea de ser
historietista, pero no dejó de leer revistas y de hacer sus trabajos caseros.
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Los dibujos de rasgos clásicos, tan cerca de los años 50, develan a un artista en ciernes. Foto: Mabel Franco
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Venidos del
otro lado de América, reinaban en su mundo Mandrake, el mago (Lee Falk y Phil
Davis); El Fantasma (Lee Falk); Terry y los piratas (Milton Caniff/George
Wunder), Superman (Jerry Sieger y Joe Shuster), entre tantos personajes que
alimentaron el imaginario infantojuvenil.
Cuando
Romero tuvo la oportunidad de viajar a Europa para estudiar en la Universidad
de Lovaina (Bélgica), encontró un nuevo panorama para su pasión: “Descubrí Las
aventuras de Tin Tin (Georges Remi, Hergé); debo tener toda la colección.
Recuérdame que te la muestre alguna vez que tengas tiempo”.
Con
Tin Tin, que Romero llegaría a compartir con sus nietos, le pasó algo curioso.
“El tiempo que viví en Lovaina, con otros compañeros solíamos ir a Bruselas
haciendo auto stop; cierta
vez, me recogió un oficial del ejército belga, con quien me puse a charlar y, al saber que yo era
boliviano, me preguntó si leía Tin Tin. Le dije que por supuesto y entonces me
preguntó si sabía que la aventura titulada La oreja rota está inspirada en la
Guerra del Chaco. Me sorprendió muchísimo y mi interlocutor me explicó que era
miembro del estado mayor belga, especialista en conflictos de América Latina,
en particular en la contienda que libraron Bolivia y Paraguay”.
Ciertamente, en la historieta mencionada, que lleva al reportero a Sudamérica en pos de
una pieza de cerámica robada, si bien no se menciona a los países con sus
nombres reales, sino como San Teodoro y Nuevo Rico, hay una contienda por el
petróleo.
El universitario
Asterix,
Corto Maltés... los cómics fueron matizando los días del estudiante de ciencias
sociales que, por otro lado, admiraba al pensador alemán Max Weber, en busca
del cual —para profundizar en sus ideas— había llegado a Europa, luego de que
empezase su vida universitaria en La Paz.
“Mi
padre y mi abuelo fueron abogados. A mí me interesaban las ciencias sociales,
pero en ese entonces, para abrazar este campo en Bolivia, había que estudiar
Derecho, así que empecé la carrera en la Universidad Mayor de San Andrés”. El
padre le dijo que lo que deseaba era facilitar al hijo los estudios y “me permitió
el privilegio de no trabajar, de manera que también entré a Filosofía, una gran
facultad en su tiempo y muy exigente”.
El
marxismo teñía el ambiente académico, “a veces de forma muy simplificada, y yo,
que siempre he sido un contreras —mi padre me decía ‘sonso al revés’, con su
tono tarijeño—, buscaba opciones. Un día, de casualidad, alguien mencionó a un
señor Weber y la obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo”.
Picado por la curiosidad, “me fui a prestar algún libro al respecto y hallé la
traducción al castellano de la obra, que se hizo antes que la versión francesa
o inglesa... Pero, ven, te voy a mostrar el libro del que te hablo, si no
te estoy dando mucha lata”.
De
ese modo, la entrevista, que debía ser sobre Mafalda, se fue convirtiendo, con
Salvador Romero, en una fascinante charla, tal cual las clases que solía dar en
la universidad. Conversador ameno, generoso, iba tendiendo redes con diversos
datos, por momentos tan amplios que uno sentía que iba a perderse. Y, de
pronto, cualidad del maestro, él cerraba el círculo. Así, aquel día, Mafalda no
fue sólo un personaje de historieta, sino un instrumento para leer la sociedad,
para intentar comprenderla en su complejidad y contradicciones. ¿Quién sino un
experto en ambos campos para unir coherentemente a una niña de tinta con el
filósofo Weber?
Los
encuentros
El
viaje de estudios a Lovaina le acercó, pues, al alemán “que influyó, diría yo,
aún en mi vida personal, con esa su postura escéptica, menos determinista, que
he mantenido siempre”. Sin embargo, en la universidad las cosas no pasaron como lo
imaginaba, “pues la carrera de Ciencias Sociales estaba ya muy dedicada a los
métodos, las estadísticas”. Igualmente, cuando llegó la hora de hacer la tesis
de licenciatura, “fui donde uno de los pocos profesores que podían guiar este
tipo de trabajos. Voy a trabajar Weber, planteé. Supongo que usted habla
alemán, comentó. Le respondí que tenía la traducción al castellano. ¿Se
animaría a hacer una tesis sobre un autor al que no es capaz de leer en idioma
original?, me aterrorizó”. El joven terminó por aceptar la propuesta de ahondar
en los presupuestos familiares, una técnica para ver en qué se gasta un salario
y adónde irá a dar el dinero si hay un incremento. “Pedí información a Francia,
sobre encuestas en África, y trabajé un año. Aquí lo tengo, le presenté al
profesor. Otra vez me miró con sorna: No es más que el aliño para cualquier
ensalada, no vale mucho científicamente, no hay nada nuevo, me respondió. Y
reparó en un capitulito, casi en anexo, donde yo hablaba de la aplicación de
esas encuestas en comunidades campesinas de Bolivia. Eso, haga sobre eso y
salve parte de lo que ya ha elaborado”. Así salió la tesis, con sus copias
logradas en esténcil, una de las cuales se halla en los estantes de la familia
Romero.
Ya
graduado, el profesional regresó a Bolivia. Se casó con Florencia Ballivián y
comenzó a trabajar en la que debe ser la primera ONG en el país. “En ese
tiempo, en las oficinas leíamos Mafalda”. Y en el hogar, también. “Le leía y
explicaba pedacitos de la historieta a mi hijo Salvador Ignacio, quien tenía
como tres años; pero además le dibujaba los personajes. Le hice un afiche sobre
la tira del ‘palito de abollar ideologías’. Mafalda engarzaba muy bien en las
visiones de vida de mi entorno”.
Otra
vez, la historieta. “En ese tiempo, la creación de Quino no era de lectura
popular. Se dirigió, pienso, al público de clases medias latinoamericanas y
nosotros, en Bolivia, la leíamos en momentos en que asomaba tímidamente la
ideología de izquierda”. El existencialismo, Sartre, el psicoanálisis y ese
tipo de ideas aparecen entre los personajes, “hasta ese momento de ruptura que
representa Mayo del 68”. Tal movimiento, “a mi modo de ver, quiebra la
concepción clásica de la lucha de clases”. Es la primera vez, “como dice Alain
Touraine, en que dejan de enfrentarse burgueses con proletarios y éstos se
ponen de lado de los primeros”. Mayo del 68 “denuncia a los estados
centralizadores, que manejan gran parte de la vida de las personas: la famosa
planificación. Y entonces, así como la vanguardia del proletariado fueron los
impresores, ahora son los estudiantes, más sensibles a las formas de dominación
que se ejercen desde el Estado, los que salen al frente”. Mafalda también
“cambia un poco, pues deja la búsqueda de igualdad y se decanta por mayor libertad y
espontaneidad. Fue el periodo más fuerte antes de su desaparición. Y Quino hará
luego otras tiras más agudas, perversas y maliciosas”.
Para
el doctorado, Romero volvió a Europa. Otra vez Weber y, esta vez, el tema de la
legitimidad del poder. Y nuevamente una lección: “un profesor amigo me dijo, en sus palabras, no seas sonso, uno siempre debe trabajar el tema del que más
sabe, el que domina; si vas con Weber, el tribunal te va a hacer trapo”. Lo
dejó y se dedicó a estudiar los movimientos sociales campesinos en Bolivia. El
ejemplar de la tesis está guardado y luce sus hojas de papel copia trabajadas a
máquina.
El
contenido trata de un tema que en su tiempo fue calificado, por grupos
ideologizados de la UMSA, como “maniobra distraccionista”: “Identifiqué
movimientos que llamé arcaicos y modernos; los primeros eran aquellos dados la
vuelta hacia la comunidad y que intentaban imponer al resto de la
sociedad boliviana formas de vida que, en rigor, no son ni del incanato, ni
comunidad ancestral alguna. De todas maneras, ese mundo trataba de imponer
valores, maneras de vestirse y hasta el idioma (aymara). Por supuesto, como
sucede ahora, no convencían a quienes ya están colonizados desde hace tanto
tiempo, que el mestizaje es su realidad”. Y estaban los modernos, “los que
buscaban aliados urbanos para lograr cambios: así se consiguió la reforma
agraria y otras medidas y —como verás— así se mueven ahora en la temática de la
carretera por el TIPNIS”.
Mafalda y las confirmaciones
Lo
que Romero no dejó de buscar es lo que hay detrás de dichos movimientos y esto
le permitió desembocar en Weber, a quien nunca había olvidado. “Y Mafalda, de
alguna manera, me ayudaba a comprender lo que se pensaban las clases medias en un mundo en el que comenzaban a cobrar protagonismo la ruralidad, los campesinos,
etc., mientras estaban perdiendo espacio los famosos proletarios”.
Y
“yo, que dediqué mis esfuerzos a contribuir a la mejora de mundo rural, que
trabajé en temas de marginalidad, siempre creí que ese mundo estaba totalmente
tocado, modificado desde la llegada de los españoles. Y mira tú que encontrar
en una historieta un mundo que emergía (la clase media), frente a todo el
debate de la burguesía y el proletariado campesino, me convenció de que había
que hacer una política no para los extremos, sino abarcar a las distintas
clases, incluida la media que es el lugar de llegada de los sectores en
ascenso, el elemento de engarce, sobre todo en Bolivia”.
Este artículo fue publicado el 15 de abril de 2012 en la revista Escape de La Razón