La Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN) va a presentarse en Buenos Aires el 20 y el 21 de noviembre de 2015 en el auditorio del Centro Cultural Kirchner (CCK). En la presente entrevista de 2012, Cergio Prudencio, el director, habla de sus raíces, de los principios musicales arca-ira, tropa, waqui y del futuro que se vislumbra a partir de la gente joven que rodea a la OEIN.
Vengo contaminado desde el vientre, por decirlo de alguna manera”,
resume Cergio Prudencio su relación con la música. “Mis memorias más tempranas
son sonoras, son musicales”.
— ¿Cómo son esas memorias?
— Mi mamá tocaba el acordeón y el piano. Somos cinco hermanos,
tres varones que a eso de las cinco de la tarde nos sacábamos la mugre. Mi mamá
la llamaba “la hora del catch” e intervenía, para llamarnos al orden, con
música. Nos ponía a cantar y luego a tocar. No es casual que los tres hermanos
hayamos resultado músicos profesionales. Ella sabía canciones tirolesas, había
vivido en Alemania, y temas de autores nacionales que los tengo muy presentes
en la memoria. Y también está el hecho de que mi padre compraba instrumentos de
todo tipo: violín, flauta, guitarra… Él hubiera querido tocar, intentó aprender
de adulto, pero no tenía ninguna habilidad. Traía profesores a casa y pasábamos
clases en sábado, por ejemplo de acordeón con un profesor judío llamado
Bercovich.
— Y la música nativa, ¿de dónde le viene?
En mi memoria hay un hecho fundamental que es la cocina, donde
estaban la Juanacha y su radio. Décadas después deduje que lo que ella
escuchaba eran mohoceñadas. Tengo ese recuerdo en el corazón.
— ¿En qué momento decidió ser músico?
A los 12 años ya componía canciones; la primera fue a propósito de
la muerte del Che Guevara; Ñancahuazú, se llamó, aunque la borré ya de mi
memoria.
En el colegio, el Saint Andrew’s, lideraba las serenatas, las
guitarreadas. Esos años, por lo demás, el país vivía la dictadura que se sentía
claramente. En ese contexto y porque yo tenía una mirada política de la
realidad, cuando iba a salir bachiller, me decidí por estudiar Sociología.
Pero, ese último año de colegio coincidió con el retorno al país de Carlos
Rosso Orozco, músico y director de orquesta, que abrió un curso intensivo de
verano en la Universidad Católica. Mi madre dijo: “Van los tres”. Mis hermanos,
que estudiaban Arquitectura en Chile, habían vuelto debido al golpe y planeaban
seguir estudios en La Paz. Pero, aquí también se había cerrado la universidad,
así que el curso de verano del maestro Rosso fue la alternativa. Allí se
engendró el Taller de Música que dirigió el maestro (junto a Alberto
Villalpando), entre 1974 y 1978.
— ¿Y la sociología?
— No llegué a inscribirme siquiera. Estudié música en un régimen
altamente privilegiado, de pocos alumnos, renacentista, de contacto directo. La
Universidad Católica estaba cerrada, pero entreabría sus puertas para los 11
alumnos del taller. Fue un momento maravilloso de absorción de motivaciones, de
presión, de exigencias, de estudio, de análisis y de descubrimientos. Adquirí
mucha información técnica sobre la música de la educación formal, que es
occidental. Al terminar el taller, las opciones eran irse del país o peregrinar
por acá. Yo me decía: “Tiene que haber algo. Yo no quiero emigrar”. Mi consciencia
política, social, no habían cambiado y mi deseo era hacer cosas en el país. Y
entonces nos convocaron, a uno de mis hermanos y a mí, a trabajar en la
Universidad Mayor de San Andrés, que acababa de recuperar la autonomía. “Hagan
música”, nos dijeron y la visión institucional era algo así como lo que se
hacía en Chile: música para encabezar marchas, embanderar protestas. Mi
propuesta fue otra y aquí me tienen, casi 33 años después, con la Orquesta
Experimental de Instrumentos Nativos.
— Hay un componente que resulta inseparable del trabajo y
la actitud de Cergio Prudencio: el rigor, la disciplina; ¿quién le ha formado
de esta manera?
— El maestro Rosso. También mi padre, mi familia; pero si de
alguien he aprendido a no hacerme concesiones nunca, es de él. Ha sido en
ciertas circunstancias hasta cruel en la época de estudios. Y luego está el
convencimiento de que cuando se hace una apuesta tan arriesgada como la OEIN,
no puedes exponerla a que te digan que es una burla. Tienes que refrendar el
riesgo con un nivel de rigor inapelable.
— Una cosa es ser así de exigente con músicos de
conservatorio, profesionales, pero en la OEIN trabaja usted con chicos de
barrio.
—Sí, hay una especie de militancia, si vamos a recuperar palabras
de aquella época que me marcó. Y esto es lo que llama la atención en
Europa: el grado de involucramiento, disciplina, concentración y rigor en los
muchachos. En Europa es inconcebible, pues una orquesta profesional tiene en
general a personas canosas o calvas. Yo creo en la juventud y lo demuestro
ampliamente. El que me sigue en edad en el proyecto podría ser mi hijo. Lo que
necesita un joven es oportunidades, porque potencialidad para hacer las cosas
bien, la tiene. Si lo valoras y lo pone ante el desafío de dar su más alto rendimiento,
lo hace.
— ¿Hay algo de genética en la relación que tejen sus
músicos con los instrumentos y ritmos nativos?
—En eso se basa el Proyecto de Iniciación Musical (PIM), en un
razonamiento elemental: ¿Cómo aprende a hablar un niño? Imitando a sus padres.
¿Y la música? Los sistemas formales de educación hacen lo contrario, lo
disocian de su realidad de origen, lo alfabetizan con un alfabeto que no le es
familiar.
Con el PIM se busca que los niños hagan el camino imitando,
consciente o inconscientemente, sabiendo que hay información genética que les
permite reconocer y reproducir fácilmente. Ése es el mecanismo.
—¿Y cómo se conectó usted con ese universo?
— Era mío también. Tengo mucho de indio biológico. Nací en un
contexto cultural no indio; pero me siento biológicamente tal en un porcentaje
que no sé precisar. Eso explica este casi apostolado por esta causa, este
apelar a técnicas y filosofías de un mundo que de alguna manera ha debido estar
en mí.
Estoy especulando, por supuesto, no sé decirlo a ciencia cierta.
— Pero su formación es académica.
— Y es empírica también. Al terminar la universidad, me metí en el
mundo aymara de la música y de los instrumentos; ésa es también mi formación:
no académica, no institucional, pero determinante El contacto con la música,
con los artesanos, con esas prácticas es esencial.
— Decir “soy indio” no es lo mismo hoy que hace algunos
años en el país.
— Lo que acabo de decir lo venía diciendo de muchas maneras hace
tiempo; no es nuevo. Lo vengo diciendo desde cuando era políticamente muy
incorrecto y familiarmente inaceptable.
— ¿Qué respondió a la pregunta del censo sobre su
autopertenencia?
— Aymara (en un susurro). A mi mujer casi le da un ataque. Lo dije
por provocar ante una pregunta muy mal formulada, que no dejó margen a nada.
“Si quiere le anoto no sé qué”, me propuso el censador. Por favor, hagan bien
la pregunta. Qué tozudez. El país entero se los dijo; pero hay que no tener un
mínimo de sensibilidad. Eso va a traer problemas y confusiones , y va a
generar una “tendenciosidad”, si vale el término, a nivel político.
— Hablando de política y de descolonización, ¿siente usted
que se está descolonizando algo?
— Sí, mucho. El país se ha movido, no todo lo que se quisiera,
pero no se puede comparar con el del pasado. Mi padre falleció hace ocho años
y, si se despertara, no lo reconocería, en el sentido de los protagonismos. Yo
hablaba antes mucho de un concepto aglutinante que es el de clase dominante,
para referirme a la herencia social que gobernó Bolivia desde su fundación. Ese
concepto no está más vigente. Por explicarlo gráficamente, antes yo conocía a
todo el gabinete personalmente. Hoy estoy empezando a conocerlos. La
detentación del poder se ha movido significativamente. Esto tiene que ver, por
lo menos, con un contenido descolonizador; antes la descalificación de esos
sectores estaba dada por su condición: “Estos no pueden gobernar porque son
unos ignorantes”. Eso no va más en el país; hay otras formas de conocimiento
que se están aceptando. Luego está la propia constitución. No es un tema
cerrado, claro, no estamos descolonizados a partir de ayer, pero sí es algo que
se está moviendo.
— ¿Cómo se encuentra usted, con el proyecto de la OEIN, en
este contexto?
— Luchando. Luchando muchas veces contra las propias estructuras
estatales, gubernamentales sobre todo. Porque es fácil llenarse la boca con el
tema de la descolonización, pero muy difícil ponerlo en términos concretos. Ése
es el desafío hoy por hoy. ¿Qué es descolonizar y cómo? Yo lo entiendo
exclusivamente como una construcción, no veo perspectiva alguna a procesos
regresivos ni mucho menos. Descolonizar nos desafía a inventar escenarios,
formas de interrelación, procesos educativos y comunicacionales. Ahí está el
territorio en el que podríamos generar la descolonización.
— En la orquesta se aplican conceptos andinos, como son
los de arca e ira. ¿En qué consisten, cómo funcionan?
— Son componentes de una unidad (en el siku o zampoña) y funcionan
por complementación. Responden a un principio de las dualidades complementarias
del mundo andino altiplánico.
— Dichos conceptos ¿pueden aplicarse a su vida musical?
— Yo siempre me he visto, a mí y a la OEIN, como punto donde se
encuentran dos vertientes que forman parte de una dualidad complementaria. No
me podría explicar sin mi formación académica, occidental; sin Bach, sin
Mozart, por decirlo ilustrativamente, o sin todo el fascinante siglo
XX europeo. La OEIN no sería tal sin esa vertiente generadora, fértil,
fermental. Y ni yo ni la OEIN nos explicaríamos sin los instrumentos nativos,
el pensamiento, la filosofía y la técnica: arca-ira, tropa, waqui (huaqui),
saberes extraordinarios que van a encontrarse en la orquesta y formar una
dualidad complementaria. Ahí está el territorio donde podríamos generar una
descolonización válida.
— ¿Qué es una tropa?
— Un concepto orgánico de quienes hacen la música. Es una
microrrepresentación de la noción de ayllu, de comunidad, en la que los músicos
son un conjunto no sólo porque están reunidos, sino porque las formas de la
instrumentación los llevan a unas interrelaciones participativas, de totalidad.
La tropa es una expansión de la noción de arca-ira: cuando la dualidad
complementaria se expande en multiplicidad de dualidades.
— ¿Y waqui?
— Se lo pregunté a la señora (aymara) que trabajaba en casa y me
dijo: “Yo pongo y tú pones”. Es una forma de coparticipación en las
responsabilidades y en los objetivos, a los cuales contribuyo desde mi
posibilidad individual, a la espera de que el otro haga lo mismo. Es otra forma
de las relaciones complementarias, de reciprocidad que es una constante en la
música altiplánica y es una de las técnicas que más nos cuesta lograr en este
proceso de enseñanza. Arca-ira, tropa, waqui son tres referentes técnicos que
hemos metido en el flujo de trabajo con la música, no como discurso, sino como
praxis.
— Una praxis que está inmersa, además, en la música
contemporánea. ¿Cómo se desarrolla este diálogo?
— Con riesgos e interpelando a ambos extremos del puente, poniendo
a vibrar el puente en su conjunto. En la perspectiva rigurosamente aymara
indígena andina hay muchas cosas inexpugnables.Y lo propio en la perspectiva
rigurosamente contemporánea —de hecho, un concepto, una categoría estética o valorativa
occidental—. En el último concierto en Zúrich (Suiza, noviembre 2012), entre lo
que sorprendió a la gente está la cualidad inescuchada de los sonidos, “lo no
escuchado”. Creo que se trata de eso. Porque acomodarse en una de las dos
orillas siempre ha sido una solución por un lado fácil y por otro lado
improductiva. Uno puede decirse occidental y hacer Mozart. O, los dogmáticos de
lo andino, vestir poncho y hacer sicureadas. Ambos se replican a sí
mismos en un orden que no es propiamente el de ellos. No estoy emitiendo
juicios de valor, sólo diagnosticando. Pues yo apuesto a algo más difícil como
es interpelar a ambas orillas y generar desde ahí un proceso; ni una
orilla ni otra. Así, cuando vas a las fuentes de lo occidental, éstas no reconocen
lo de la OEIN como propio. Y muchas veces tampoco las fuentes indígenas. Se ha
generado una nueva forma y lo puedo decir porque no sólo estoy yo. Si en la
primera gira a Europa todas las obras eran mías, el año pasado no hubo ni una y
este año apenas Cantos insurgentes.
— Hay una obra y gente que la sigue, pero ¿no tiene la
impresión de que la OEIN sigue siendo Prudencio? Es decir, usted pone, como en
el waqui; pero quién más para que se garantice la continuidad?
— Es vertiginosa la pregunta, pero al mismo tiempo hoy sería
injusto decir que la OEIN es Prudencio. Hay más protagonistas muy importantes
en distintos niveles: compositivo, educativo, analítico, reflexivo, de
liderazgo, que están ahí.
— ¿Nombres?
—Carlos Gutiérrez, Daniel Calderón, Carlos Nina, en una primera
línea con capacidad de contribuir. Hemos estrenado dos obras de Gutiérrez
maravillosas, sorprendentes. Pero veamos estadísticas. A Suiza llevamos seis
obras: tres de jóvenes bolivianos (de 30 años de edad en promedio), dos de
ellos mujeres (Canela Palacios y Lluvia Bustos), dos de europeos que vienen a
ser el reflejo intercultural que buscamos provocar, y una mía. Esos datos
desmarcan a la OEIN como pertenencia individual, Y hay más nombres
alrededor: Miguel Llanque, Adriana Aramayo, todos con formulaciones estéticas
que rebasan las mías. La dificultad no tiene que ver con lo estético, sino con
la gestión. Es difícil para mí, que tengo con qué interpelar, y mucho más para
jóvenes que vienen de zonas menos privilegiadas. Ellos se van dando cuenta,
además, de que para los contactos con el extranjero necesitan otro idioma. Y ya
hay quienes están previendo aprender el alemán o al menos el inglés. Es
injusto, pues, decir que la OEIN es sólo Prudencio.
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