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Teresa Mesa en el jardín de su casa, hogar de aves del paraíso. Foto: Pedro Laguna. |
Entre 2010 y 2011 hubo una charla de dos momentos con Teresa Gisbert. Ella nos habló sobre su niñez, sobre su cuidadora llamada Marcela, sobre que en principio no quería ser arquitecta sino ingeniera, sobre Pepe que le leyó todo el Quijote, sobre su descubrimiento de Bolivia desde España, sobre saber mirar, sobre sus hijos e hijas. Aqui, un recuerdo de aquellas pequeñas confesiones de una de las mujeres esenciales para los bolivianos y bolivianas.
Junio de 2010
Doña Teresa invita a elegir: o charlamos en la sala rodeadas de imponentes libreros, cuadros coloniales y contemporáneos, o en el jardín bajo el cobijo de una sombrilla. Ella prefiere el jardín y no es cosa de contradecirla; además, su ayudante en casa ya ha dispuesto allá afuera dos pocillos con flan de caramelo.
Hay que comenzar la entrevista; pero antes, imposible no preguntar por la sorpresiva presencia de un pavorreal que se pasea orondo por el césped y que responde raudo a los ademanes de doña Teresa que le ofrece maíz. "Está solo, acaba de morir la hembra", comenta y explica que a ella le gusta muchísimo esta ave del paraíso cuya versión masculina es la más bella por las plumas de la cola. "Se acerca mi cumpleaños. Pienso pedirles a mis hijos que me consigan la pareja".
Es Teresa Gisbert Carbonell quien acepta así, en el seno de su hogar en la zona Sur de La Paz, contar algo de su vida que en mucho está estrechamente vinculada a la historia cultural del país. Ha sido esta mujer quien junto a su esposo, el arquitecto José de Mesa, ha facilitado a los bolivianos una enorme cantidad de información para que podamos mirarnos en el espejo del pasado.
"Yo nací en la calle Inbaburo", comienza. "Pronto mi familia, que era muy numerosa –vivíamos juntos no sólo padres e hijos, sino también tíos, abuelos y primos–, se trasladó a la calle Ingavi, más o menos frente a lo que hoy es la sede de la Fundación del Banco Central; la casa existe todavía. Y luego nos fuimos todos al inmueble que ocupa la policía al lado de la iglesia La Merced".
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En este inmueble de la calle Colón esquina Comercio vivió la familia Gisbert. Hoy lo ocupa la Policía boliviana. Foto de Mabel Franco. |
Cuenta doña Teresa que sus abuelos llegaron del Mediterráneo español y aquí, en La Paz, la familia Gisbert comenzó a crecer. "Mi tío trabajaba en la librería (Gisbert), todo un sello editorial en el país. Mi tía trabajaba de costurera, mi padre era constructor...", va deshilvanando la memoria.
"Somos tres hermanas. Soy la mayor, luego vienen Angelita, que siempre me ha ayudado mucho, y Maruja". Como primogénita, “yo daba una mano a mi mamá María en la casa; pero sobre todo me gustaba acompañar a mi padre a su trabajo y dictarle planillas". Él, Rafael Gisbert, "trabajaba en un edificio donde hoy funciona Hansa, pero el que recuerdo mejor, porque allí lo ayudé mucho, es su trabajo en la Universidad Mayor de San Andrés.
Arquitectura o ingeniería
De sus recuerdos más vívidos de la niñez, doña Teresa evoca sus visitas a la cocina y la presencia de Marcela, la trabajadora del hogar que la cuidaba más tiempo que su mamá, quien tenía una salud delicada. Marcela, "una muchacha de pollera, del área rural, seguramente me quiso mucho, pues luego de que se fue de la casa me mandaba postales en las que me pedía que no me olvidase de ella; las guardo todavía".
La niña y luego la adolescente pasó sus años escolares en el colegio Santa Ana de la calle Colón, muy cerca de su casa. "Hice desde el kínder hasta el bachillerato en ese establecimiento sólo para señoritas, ya que para ambos sexos estaban únicamente el Alemán y el Americano". Ellas, "jóvenes de clase media, estudiábamos sabiendo que luego debíamos trabajar”. Es cierto que en el colegio "todas teníamos clases de labores y rezábamos el rosario mientras bordábamos", pero "la mayoría se hicieron profesionales, como dentistas o abogadas, y a mí me animó mucho un profesor de matemáticas".
¿Así habrá llegado la arquitectura a su vida?
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Teresa Mesa a mediados del año 2010. Foto: Pedro Laguna. |
Por disciplina familiar, en vacaciones todos los jóvenes de la casa tenían que buscar una ocupación. Teresa, al acompañar a su papá constructor, fue interiorizándose de la arquitectura, aunque "yo quería ser ingeniera porque lo otro no me gustaba tanto, pues yo sin ser mala no era tan buena para el dibujo, y luego veía que todo el mundo tenía opiniones diferentes sobre las cosas: que las ventanas tienen que estar orientadas así, que mejor no, y yo quería una cosa exacta donde nadie tuviera que opinar".
En aquella época, tanto aspirantes a arquitectura como los de ingeniería compartían el primer año universitario. En el curso, Teresa era la única mujer y, en la carrera, fue una entre muy pocas.
Entonces apareció Pepe, un joven que había estado estudiando arquitectura en Chile y que al retornar a Bolivia se encontró con Teresa en el mismo curso. "Formamos un grupo con otros amigos y estudiábamos juntos: uno de nosotros se aprendía bien una materia y la explicaba a los demás". El compañero "me parecía interesante, me conversaba de muchas cosas" y así fue que la universitaria se fue convenciendo de dejar de lado la ingeniería.
¿Y cuándo vio que el patrimonio arquitectónico cultural del país era algo que debía estudiarse? "Me llamaban la atención algunas cosas, por ejemplo San Francisco por sus tantas figuritas en la fachada. Me preguntaba por qué la habían hecho así y pensaba que, como era colonial, en España debía haber lo mismo". Grande sería su sorpresa cuando, ya casada con Pepe –José de Mesa–, llegó a aquel país de sus antepasados, donde se quedó a estudiar tres años, y vio que no había nada parecido.
Luego, "los mismos españoles nos dijeron a Pepe y a mí que por qué no nos volvíamos a Bolivia, que en nuestro país había mucho que hacer, que en Europa estaba todo hecho. Esos colegas habían escrito un libro sobre arquitectura de América Latina y uno había visitado el país y estaba muy impresionado por lo que vio. Nos animaron muchísimo a que a nuestro retorno escribamos, hagamos algo; nosotros les dijimos que no éramos escritores y retrucaron con que no era necesario, que bastaba con fotografiar, hacer los planos de las iglesias y qué eso ya sería suficiente".
La pareja se tomó en serio la sugerencia y, una vez en Bolivia, "convencimos a mi cuñado, que era médico (el famoso doctor Abela Dehesa) para que nos llevara en el auto; él era además un buen fotógrafo". Y así recorrieron el altiplano. Doña Teresa aprendió pronto a fotografiar y los planos los iban trazando con la ayuda, para tomar las medidas, de alguien de cada lugar que a cambio recibía una propina.
Doña Teresa lo resume y la labor parece sencilla; pero en verdad que todo estaba realmente por hacerse. “Los argentinos habían publicado una colección en la cual incluyeron cosas de Perú y de Bolivia, y también estaban unos artículos en el periódico que había publicado Cecilio Guzmán de Rojas, quien hablaba de Melchor Pérez Holguín. Eso era lo que había”.
Aprender a mirar
“¿Has visto los loros que hay en la iglesia de Santo Domingo (calle Yanacocha e Ingavi de La Paz)”, indaga doña Teresa. “¿No? Lo mismo me dicen todos a quienes les pregunto. Y son dos loros enormes, de un metro de alto; están ahí”.
Cuenta la arquitecta que cuando a sus 23 años llegó a Madrid, sus maestros le consultaban sobre Potosí y ella se avergonzaba cada vez que tenía que decir que no lo conocía. “Pedí que me enviaran libros desde Bolivia… En verdad, descubrí el país desde España”.
Cierto día, “un gringo nos preguntó a Pepe y a mí si habíamos visto la casa que está en una esquina de la plaza Murillo. Dijimos que sí. ¿Y qué les ha parecido?, habría insistido el hombre. Tras el silencio de los bolivianos llegó a sugerirles que, cuando volviesen a su país, “vayan y véanla con cuidado”.
“Qué habrá querido decir, nos cuestionamos y apenas retornamos fuimos a mirarla pasando más allá del negocio de telas de un judío o de la cafetería Beirut de un árabe, que funcionaban en la casona. Nos quedamos con la boca abierta; nunca nos habíamos detenido a ver el balcón de piedra de afuera y menos el patio”.
“Hay que restaurarla, me dijo Pepe” y así se trazó un camino que llevaría a la pareja por las iglesias rurales y urbanas, y por los inmuebles de tiempos coloniales: para recuperarlos, para devolverles su sentido y con ello la memoria al país.
La casa que aquel gringo les impulsó a mirar es la que hoy y gracias al empeño de los Mesa Gisbert –que dirigieron la restauración entre 1961 y 1965– ocupa el Museo Nacional de Arte, en la esquina de las calles Comercio y Socabaya. Luego vendría el trabajo de reconstrucción del Tambo Quirquincho, a la par que los esposos irían levantando inventario de cuadros, esculturas y otras obras a lo largo y ancho de Bolivia e incluso Perú.
“Así que no has visto los loros; están al lado de la ventana y son grandes, de piedra: están tan claros. Pero uno no los ve. Estamos tan acostumbrados a mirar tantas cosas que no nos preguntamos por ellas”.
Enero de 2011
Hace siete meses, 24 de julio de 2010, que José de Mesa ha fallecido. En la primera charla con doña Teresa, el arquitecto permanecía en una habitación de la planta baja de la casa, escuchando música clásica; eso lo tranquilizaba.
“Al principio fue difícil”, nos había dicho ella refiriéndose al mal de Alzheimer que fue arrebatándole a su esposo la lucidez y la independencia; “pero hemos aprendido a manejarlo”. Hoy, segunda cita para seguir charlando, en el jardín hay un nuevo pavorreal y doña Teresa parece haber aceptado serena la partida definitiva de quien, dice, le dio muchísimo.
“Pepe era un erudito, sabía muchas cosas; no sé si porque en los colegios de varones se los educaba mejor, pero él, cuando nos conocimos, sabía tanto que yo no dejaba de admirarlo. Me leyó el Quijote entero mientras paseábamos por las calles de La Paz. Tenía un poder extraordinario para convencer. Una vez me dijo que él podía llamar la atención de cualquier persona y no le creí. Me llevó por los barrios altos donde se puso a ofrecer algo en la calle y reunió a una multitud”. Tenía “un poder de convicción enorme, por eso ha debido conquistarme”. Y además, “él me dio libertad, me dejó que llevara mi nombre sin el de Mesa que yo no quería; me dejó trabajar, ser lo que soy”.
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La autora con un ejemplar de su libro publicado en 1999, "El Paraiso de los pájaros parlantes-La imagen del otro en la cultura andina". Foto: Pedro Laguna. |
Lo que es: arquitecta, historiadora, restauradora, miembro de la Academia Nacional de Ciencias y autora de libros fundamentales como son Iconografía y mitos indígenas en el arte (1980), El Paraíso de los pájaros parlantes. La imagen del otro en la cultura andina (1999) y Arte, poder e identidad (2016) para citar sólo los que firma sola. La cantidad de textos en coautoría con su esposo – desde Holguín y la pintura virreinal en Bolivia (1956) hasta Historia del arte en Bolivia (2002)–, con él y su hijo Carlos –Historia de Bolivia (1997)– y con colegas investigadores –por ejemplo, Arte textil y mundo andino junto a Silvia Arce y Martha Cajías—, supera la decena.
Doña Teresa es también madre de cuatro hijos: Carlos, Andrés –hoy arquitecto y catedrático en Barcelona–, Isabel y Teresa Guiomar.
Cuando volvió de España estaba embarazada de Carlos, cuenta. “En Madrid nos estuvimos preguntando dónde debía nacer nuestro hijo y decidimos que en Bolivia, así que un mes antes de que él llegue al mundo nos vinimos”.
Con un primer bebé (nacido en 1953) que criar, doña Teresa no iba a dejar de lado el trabajo intelectual. De hecho, se dio modos para hacer uno y otro al mismo tiempo y así, por ejemplo, se le ocurrió dejar al pequeño Carlos en el extremo contrario de donde estaba ella con su máquina y aprovechar el tiempo que al niño le tomaba gatear de vuelta para avanzar en la escritura.
¿Habrá soñado doña Teresa, como suelen hacer otras mamás, con que ese hijo llegaría a ser presidente de Bolivia? “No. La verdad es que nadie en la casa estaba de acuerdo con ello; pero bueno, así se dieron las cosas. Carlos sacrificó algo de su prestigio personal al asumir la presidencia; pero aun si tuvo errores como todo el mundo, gobernó sin que en su periodo muriese nadie por su causa”, dice la mamá de quien primero ocupó la Vicepresidencia de Bolivia (de 2002 a 2003) y luego la Presidencia (2003 y 2005).
Carlos y Andrés eran chicos cuando los esposos Mesa Gisbert viajaban por el país. “Teníamos que ir a todo lado; no podíamos hablar de un lugar sin conocerlo. Y no sólo visitábamos ciudades, sino el área rural. Los caminos eran terribles y eso me costó problemas serios en la espalda”.
Cuando les tocó trabajar en Potosí, “llevábamos a los niños –las niñas no habían nacido todavía– y como se aburrían, a Carlos se lo encargábamos al revistero del paseo del Bulevar y se quedaba feliz, leyendo”. Andrés “prefería estar en la habitación del hotel con sus autos; era medio ermitaño”. A las 5 de la tarde “los recogíamos, le dábamos la propina al cuidador y nos íbamos a tomar el té”.
Sus hijos e hijas respiraron inevitablemente ese ambiente pleno de referencias culturales, de historia y de arte. Carlos es periodista e historiador, Andrés arquitecto, Isabel escribe libros para la niñez con temas patrimoniales y Guiomar pinta.“Lamentablemente”, comenta la madre y nos reímos juntas de su ocurrencia. Doña Teresa recuerda que la hija artista, Guiomar, “me acompañaba al trabajo cuando yo dirigía el Museo Nacional de Arte (1970-1976)” y seguramente por eso, “lo primero que pintó fueron imágenes de santos desechos, vírgenes rotas… Le quedó el mal bicho, porque es un mal bicho el arte; es que vivir de la cultura es vivir a salto de mata”.
Abril de 2025. El 19 de febrero de 2018, Teresa Gisbert falleció en La Paz, la ciudad donde había nacido el 30 de noviembre de 1926. La presente nota fue publicada el 13 de febrero de 2011 en la revista Escape de La Razón. Para la segunda cita doña Teresa me esperó con una pluma de pavorreal como regalo.
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