La experiencia amorosa ¿es la misma para actores de una pareja? ¿No será todo una ilusión? ¿Es malo que así sea? Laura Derpic se pregunta qué puede aportar el teatro al respecto y termina provocando ideas sobre la teatralidad del teatro.
Foto: Mabel Franco |
Hay que ver cuántas dimensiones es capaz de señalarnos Laura Derpic con su obra “El amor del desamor”. Para entrar en más y más de ellas es preciso asistir no a una sino a varias representaciones de esta puesta que también dirige Derpic y con la que ha resultado ganadora del Concurso municipal de teatro “Raúl Salmón de la Barra” 2021, categoría Obra presencial.
No todos tienen la oportunidad de ver la misma obra varias veces, ciertamente; pero vale la pena intentarlo, sobre todo en este caso, pues se trata de una experiencia que invita, explícitamente, a jugar con los criterios de verdad, de fe, de mentira voluntariamente aceptada. De amor, diríase dado el argumento; pero que indisolublemente ligado tiene también que ver con el teatro, la representación, la ficción y nada menos.
“El amor del desamor” es teatro dentro del teatro, dentro del teatro… Hay, en virtud de una estructura escenográfica que ocupa el centro del escenario (diseño de Ezequiel Rodríguez), la invitación a imaginar un departamento y a delimitar un afuera y un adentro, un detrás y un espacio ambiguo delante (qué ganas de llamarlo no-lugar), que lo mismo deja salir a actor/actriz que a sus personajes, o a ambos. Este recurso que aparentemente borra las fronteras con el espectador –porque los actores se dirigen a éste en varios momentos de la obra–, yo lo percibo como una trampa –en un sentido alentador–, pues si bien se podría pensar en que Derpic y sus actores tienen la intención de poner en tela de juicio el amor de pareja, no hay discurso, sino recurso que nunca, pero nunca, deja el tono de ficción.
No todos tienen la oportunidad de ver la misma obra varias veces, ciertamente; pero vale la pena intentarlo, sobre todo en este caso, pues se trata de una experiencia que invita, explícitamente, a jugar con los criterios de verdad, de fe, de mentira voluntariamente aceptada.
Pienso en la aparición inicial de la pareja de músicos (Gisela Rodríguez y Daniel Gonzales) emergiendo de laterales y tomando el espacio ambiguo, e interpretando un bolero que enfatiza en la condición ilusoria del amor (la música y sonido son responsabilidad de Miguel Llanque). Esa pareja musical aparecerá de rato en rato y desde distintos lugares, reforzando, leo, la idea de ciclo que permite la estructura que gira. Y algo más: los boleristas se irán transformando, sutilmente, en testigos asombrados del fracaso amoroso, aun cuando la letra de la canción dice eso desde el principio.
Pienso en los personajes haciendo girar dicha estructura para marcar cambios, para dar saltos de tiempo y espacio, para narrar, y, lo más importante, para dejar intuir que el amar y el desamar es un camino de dos: encontrarse, entusiasmarse, echar a andar, callar para no lastimar al otro, pedir perdón, sentir soledad, separarse… y volver a empezar. Movimiento, así sea como en una noria.
Pienso en los personajes jugando a dejar de serlo. Es decir, pienso en Mariana (Vargas) como Ana y, como Luis, Marcos (Arandia) –en una primera temporada– y Paolo (Mariaca) –en una segunda (diciendo que está ahí en reemplazo de Marcos)–, parados en ese no-lugar para presentarse con el nombre de pila y decirnos que son actriz y actor listos para contar una historia. Podría creerse que están advirtiendo: ojo, que lo que van a ver no es real, o sea, reflexionen, no se emocionen así nomás. Pero no hay tal sabihondez, sino un planteamiento de posibilidades tan abiertas como la casita sin muros. Al final, el rito de enamorarse seguirá su curso, pese a la conciencia sobre el posible desenlace: recuérdese la salida final de Marco/Paolo tras Mariana, preguntándole si quiere ir a cenar luego de la función.
Y entonces repienso en la palabra ilusión: la de la letra de la canción, la de la escenografía, la del espacio ambiguo. Respecto del amor, ilusión en el sentido de expectativa: esperar algo del acuerdo románticamente aceptado, y en el sentido de espejismo. Ana y Luis esperaron algo que resultó ser distinto; por eso los eternos pedidos de disculpas de él, por eso la sensación de soledad de ella. Y por eso, los recuerdos tan distintos de la que se supone es una misma experiencia.
Ilusión, palabra oportuna, por demás, para una puesta que enfatiza en eso de que el teatro es un juego. En general, jugamos a aceptar que Ana y Luis, como Romeo y Julieta, existen, al menos durante esos instantes que dura la función. Pero a veces, con puestas como la de Derpic, jugamos a que los de la butaca también podríamos dar el salto a ese no-lugar para recontar historias de expectativas, de amor y desamor. De hecho, nos miramos, nos pensamos gracias a la ficción que, claro, no es la Verdad, pero mucho menos es mentira.
Queda aplaudir y, quizás, asistir a una otra función (en Nuna, el 22 y 23 de enero, a las 19:30); a ver si lo que recuerdo del amor… digo, “Del amor del desamor”, es como pasó realmente.
Nota publicada en https://www.revistarascacielos.com/2022/01/08/el-teatro-esa-ilusion/