miércoles, 2 de febrero de 2022

El teatro, esa ilusión

 

La experiencia amorosa ¿es la misma para actores de una pareja? ¿No será todo una ilusión? ¿Es malo que así sea? Laura Derpic se pregunta qué puede aportar el teatro al respecto y termina provocando ideas sobre la teatralidad del teatro.

Foto: Mabel Franco

Mabel Franco O.

Hay que ver cuántas dimensiones es capaz de señalarnos Laura Derpic con su obra “El amor del desamor”. Para entrar en más y más de ellas es preciso asistir no a una sino a varias representaciones de esta puesta que también dirige Derpic y con la que ha resultado ganadora del Concurso municipal de teatro “Raúl Salmón de la Barra” 2021, categoría Obra presencial.

No todos tienen la oportunidad de ver la misma obra varias veces, ciertamente; pero vale la pena intentarlo, sobre todo en este caso, pues se trata de una experiencia que invita, explícitamente, a jugar con los criterios de verdad, de fe, de mentira voluntariamente aceptada. De amor, diríase dado el argumento; pero que indisolublemente ligado tiene también que ver con el teatro, la representación, la ficción y nada menos.

“El amor del desamor” es teatro dentro del teatro, dentro del teatro… Hay, en virtud de una estructura escenográfica que ocupa el centro del escenario (diseño de Ezequiel Rodríguez), la invitación a imaginar un departamento y a delimitar un afuera y un adentro, un detrás y un espacio ambiguo delante (qué ganas de llamarlo no-lugar), que lo mismo deja salir a actor/actriz que a sus personajes, o a ambos. Este recurso que aparentemente borra las fronteras con el espectador –porque los actores se dirigen a éste en varios momentos de la obra–, yo lo percibo como una trampa –en un sentido alentador–, pues si bien se podría pensar en que Derpic y sus actores tienen la intención de poner en tela de juicio el amor de pareja, no hay discurso, sino recurso que nunca, pero nunca, deja el tono de ficción.

No todos tienen la oportunidad de ver la misma obra varias veces, ciertamente; pero vale la pena intentarlo, sobre todo en este caso, pues se trata de una experiencia que invita, explícitamente, a jugar con los criterios de verdad, de fe, de mentira voluntariamente aceptada.

Pienso en la aparición inicial de la pareja de músicos (Gisela Rodríguez y Daniel Gonzales) emergiendo de laterales y tomando el espacio ambiguo, e interpretando un bolero que enfatiza en la condición ilusoria del amor (la música y sonido son responsabilidad de Miguel Llanque). Esa pareja musical aparecerá de rato en rato y desde distintos lugares, reforzando, leo, la idea de ciclo que permite la estructura que gira. Y algo más: los boleristas se irán transformando, sutilmente, en testigos asombrados del fracaso amoroso, aun cuando la letra de la canción dice eso desde el principio.

Pienso en los personajes haciendo girar dicha estructura para marcar cambios, para dar saltos de tiempo y espacio, para narrar, y, lo más importante, para dejar intuir que el amar y el desamar es un camino de dos: encontrarse, entusiasmarse, echar a andar, callar para no lastimar al otro, pedir perdón, sentir soledad, separarse… y volver a empezar. Movimiento, así sea como en una noria.

Pienso en los personajes jugando a dejar de serlo. Es decir, pienso en Mariana (Vargas) como Ana y, como Luis, Marcos (Arandia) –en una primera temporada– y Paolo (Mariaca) –en una segunda (diciendo que está ahí en reemplazo de Marcos)–, parados en ese no-lugar para presentarse con el nombre de pila y decirnos que son actriz y actor listos para contar una historia. Podría creerse que están advirtiendo: ojo, que lo que van a ver no es real, o sea, reflexionen, no se emocionen así nomás. Pero no hay tal sabihondez, sino un planteamiento de posibilidades tan abiertas como la casita sin muros. Al final, el rito de enamorarse seguirá su curso, pese a la conciencia sobre el posible desenlace: recuérdese la salida final de Marco/Paolo tras Mariana, preguntándole si quiere ir a cenar luego de la función.

Y entonces repienso en la palabra ilusión: la de la letra de la canción, la de la escenografía, la del espacio ambiguo. Respecto del amor, ilusión en el sentido de expectativa: esperar algo del acuerdo románticamente aceptado, y en el sentido de espejismo. Ana y Luis esperaron algo que resultó ser distinto; por eso los eternos pedidos de disculpas de él, por eso la sensación de soledad de ella. Y por eso, los recuerdos tan distintos de la que se supone es una misma experiencia. 

Ilusión, palabra oportuna, por demás, para una puesta que enfatiza en eso de que el teatro es un juego. En general, jugamos a aceptar que Ana y Luis, como Romeo y Julieta, existen, al menos durante esos instantes que dura la función. Pero a veces, con puestas como la de Derpic, jugamos a que los de la butaca también podríamos dar el salto a ese no-lugar para recontar historias de expectativas, de amor y desamor. De hecho, nos miramos, nos pensamos gracias a la ficción que, claro, no es la Verdad, pero mucho menos es mentira. 

Queda aplaudir y, quizás, asistir a una otra función (en Nuna, el 22 y 23 de enero, a las 19:30); a ver si lo que recuerdo del amor… digo, “Del amor del desamor”, es como pasó realmente.

 Nota publicada en https://www.revistarascacielos.com/2022/01/08/el-teatro-esa-ilusion/


martes, 1 de febrero de 2022

Wajtacha, la tragedia

La obra de Luis Miguel González y El Búnker se ambienta en una mina boliviana; pero la trasciende para explorar en el espíritu humano. Espíritus, en verdad, expuestos a situaciones límite ante las cuales caben respuestas que no se pueden juzgar ni moral ni religiosamente. Políticamente, sí. Y a ello apunta esta Wajtacha.

Claudia Ossio. Foto: Vassil Anastasov.


Mabel Franco O.

“Es esencial al hombre querer su trágico destino”, escribió el filósofo José Ortega y Gasset. Y bien podría haberlo hecho esta semana, a la salida de El Búnker, luego de haber visto Wajtacha, la obra que se adentra en una mina boliviana para hilar historias de hombres, una mujer, un niño y los dioses, en un universo en el que la ambigüedad se despliega salvando maniqueísmos, absolutos, prejuicios.

El autor del texto es Luis Miguel González, dramaturgo español que ha tendido lazos de amistad y de trabajo con Bolivia. El Himnovador, obra acerca de Benedetto Vincenti, el compositor italiano de la música del Himno Nacional de Bolivia, fue la primera que llevó a escena en 2018, en colaboración con actores en La Paz. Y a ellos volvió este 2021 para proponer Wajtacha, una Tragedia –así, con mayúscula– que se ambienta en una mina boliviana; pero que la trasciende para explorar en el espíritu humano. Espíritus, en verdad, expuestos a situaciones límite ante las cuales caben respuestas que no se pueden juzgar ni moral, ni religiosamente. Políticamente, sí. Y a ello apunta esta Wajtacha.

El caso

Una mujer, Sonia, suplica al capataz de la mina, Franklin, que la ayude a encontrar a su pequeño hijo que, sabe, ha sido sacrificado por los mineros. Es la costumbre: el miedo al Tío justifica la ofrenda. La madre no pide que el niño vuelva con vida, tampoco que se castigue a los autores. Sólo quiere enterrar los restos según el rito católico, para que el dios de la mina no se quede con el alma de la víctima.

Franklin está atrapado. No cree en esos ritos, tampoco en el dios católico; pero sabe que los mineros confían en él y que, como coincidirá con el empresario dueño de la mina que la comparte ahora con el Gobierno, hay creencias y prácticas indispensables para enfrentar la locura de ser devorado cada día por las profundidades de la tierra, de la Pachamama.

El capataz decide. Elige y cede. El cura católico acepta celebrar el entierro. Sonia debe cortarse la lengua para no dar explicaciones jamás.

El destino seguirá su curso…

Antonio Peredo, Fernando Romero y Claudia Ossio. Foto, Vassil Anastasov.


El abordaje

Un corredor, a la manera del ingreso al socavón, se ha dispuesto con sillas frente a frente. En ellas se acomodan los espectadores, mientras que en los extremos y en el centro se suscitan las acciones a cargo de cuatro actores y una actriz que van a multiplicarse en personajes reales y algunos fantásticos. Las graderías que suelen ser el espacio del público, esta vez hacen del interior mina, con la figura del Tío velando desde lo alto.

Luces, movimientos, sonido conducen con precisión la mirada del espectador, el que va a sentirse no sólo observador, sino testigo. Un testigo al que constantemente se le moverán las referencias: lo que parecía ser, no es. Lo que no es, parece ser.

En Wajtacha no se describe una costumbre y menos se la juzga. Se apela a ella para que personas distintas de una misma comunidad –la mina– se revelen: el minero inválido que esconde un secreto, el cura comprensivo que terminará aceptando el oro de manos del capataz socialista, el empresario devenido en palo blanco –por conveniencia propia y del gobierno que ahora tiene a mineros como ministros–, la mujer analfabeta y esposa de un borracho que está muda pero piensa, los mineros que dicen temer al Tío pero que al parecer lo han usado para esconder una gran veta de oro. Y el capataz, el héroe trágico, que persiste en quedarse en la mina para pelear una batalla que tal vez esté perdida: no con el Tío, que representa sus contradicciones de fe, sino contra un destino que no ha logrado cambiar incluso cuando su abuelo y su padre han muerto en el lugar: la del abandono por parte de las autoridades, aun las de izquierda, la del trabajo inseguro, la del analfabetismo, el alcoholismo, la superstición. Claro que hay un juicio político en Wajtacha.

Antonio Peredo. Foto: Vassil Anastasov


Los cuerpos

Para que la relojería de la puesta sea efectiva, se necesitaban cuerpos: los mejores posible. Y ahí están, para probarlo, Antonio Peredo, Claudia Ossio, Fernando Romero, Pitín Gómez y Marcelo Sosa.

Peredo (Franklin) trabaja con la fuerza casi siempre contenida y que explota al final. Se lo ve enorme, se lo ve pequeño, se lo siente remando contra corriente y casi se espera que no muera gordo y viejo, aplastado por el destino que trazan no el Tío ni la Pachamama, ni siquiera el dios católico, sino el poder encarnado en los políticos lejanos e invisibles.

El equilibrio de esa fuerza lo aporta Claudia Ossio (Sonia), magnífica contraparte que no sólo habla, sino que asume el mutismo o da voz al niño fantasmal. Enorme Ossio.

La suavidad de Gómez, el empresario acomodaticio y que no quiere conflictos; Romero, como el minero con muletas lleno de rencor y el servil esposo ebrio de Sonia, y Sosa como el cura y como el minero violento –todos dando lección de lo que es construir personajes- completan una tragedia en la que no hay papeles menores.

El espacio

Hay, todavía, otro protagonista: El Búnker. Existen obras que se instalan en un espacio de manera esencial. Cada esquina, cada peldaño, cada pliegue en el tapete, para el caso, hacen a la obra.  Wajtacha es El Búnker, lo que es bueno. Quien desee verla, tendrá que moverse hasta llegar al espacio de la zona Norte paceña.

Que una obra así debería viajar, hacer giras, por supuesto. Será cuestión de encontrar cómo se traslada el ajayu. El Tío dirá.


Nota publicada en la revista digital Rascacielos 

https://www.revistarascacielos.com/2021/11/14/wajtacha-esa-tragedia/