Mabel Franco (para la revista Rascacielos, domingo 4 de octubre de 2020)
Mafalda sueña. En ese sueño, unos personajitos de algún
planeta que no es la Tierra comentan sobre la novedad de las fotografías que
los humanos están tomando del planeta Marte (luego de haber alcanzado la Luna).
“¡Habi cominchatie la bestiakontaminazion
universati!”, sentencia desolado el extraterrestre (Mafalda Nº 6) que no puede ser otro que
Quino dando forma a una pesadilla, la misma que con idéntica melancolía, aunque
sin el invaluable sentido del humor del dibujante mendocino, plasmara el
escritor Ray Bradbury en sus “Crónicas marcianas”.
En esa tira de cuatro cuadritos podría resumirse todo el sentido que Joaquín Salvador Lavado (Mendoza, 1932-2020) le imprimió a su trabajo: observar al género humano sin filtros de autocomplacencia y autojustificación, para desbaratar ante sus ojos la pedantería civilizatoria, para poner en evidencia el absurdo de las ansias de poder y de conquista (en pareja, en familia, en sociedad) tan viejas como la humanidad misma, con la esperanza -hay todo un universo dibujado para suponerlo así- de que tanto pesimismo no sea vano, sino que vaya horadando conciencias: no se sabe si para esperar un cambio o al menos para arruinar la fiesta a los más machitos. Total, lo que pasa o pasará no es, no será, sino el continuose del empezose de alguien.
Un extranjero, quizás
Quino se sentía menos argentino de lo que los argentinos
quisieran. Quizás porque sólo cuando tuvo que ir a la escuela se dio cuenta de
que el resto de los niños mendocinos hablaban de manera distinta a como lo
hacía su familia de migrantes españoles. Fue así, como a los seis años más o
menos, que se supo distinto, que descubrió que se llamaba Joaquín y no Quino. Y
entonces se habrá profundizado la timidez con que se asomó al mundo y que
venció solamente a través de sus dibujos presentados, casi invariablemente, en
riguroso negro y blanco.
Esa su distancia con lo argentino la confesó textualmente Joaquín
Salvador Lavado en la entrevista del año 2000, la primera vez que llegó a La
Paz, Bolivia, cuando Robert Brockmann y yo –como periodistas del diario La
Razón–buscamos la manera de hacerle preguntas que no estuviesen ya respondidas,
una y mil veces, por el artista. Tarea difícil, a esas alturas, sobre todo
porque inevitablemente habría que mentarle a Mafalda, a Manolito, a Felipe...
–como si de seres vivos se tratara-, a sabiendas de que a Quino lo tenía harto
la insistencia.
La autora junto a Quino en el diario La Razón de La Paz. Año 2000. Archivo Mabel Franco. |
Como sea, con dibujo de Mafalda de por medio para complacer al fotógrafo, el humorista habló de su ateísmo, de su desconfianza en los adelantos de la vida moderna (que tiene más de moderna que de vida), de su derrota frente a la piratería, etc. etc.
Lo que no sospechaba Quino es el entusiasmo con que los
bolivianos lo acogerían en la Feria Internacional del Libro de La Paz, evento
para el cual llegó al país a sus 68 años de edad. Un entusiasmo que le tuvo
horas firmando autógrafos, especialmente para niños y niñas, y que le motivó a
volver en 2001, dejando estampada luego, en alguna entrevista por ahí, el
testimonio de un amor que esa Bolivia,
hasta entonces desconocida, le había inspirado.
Para la segunda visita, el equipo de La Razón optó por
organizar un almuerzo con Quino, al que invitaría a artistas bolivianos, de
manera que fuesen ellos los que, más que entrevistarlo, dialoguen, charlen. Los
periodistas fuimos testigos de esa charla que comenzó con mucho nerviosismo y
que terminó siendo totalmente reveladora.
Un rincón del taller de Ejti Stih, en Santa Cruz de la Sierra. Foto: Ejti Stih para Escape. |
Edgar Arandia y Ejti Stih, artistas plásticos de La Paz y Santa Cruz, respectivamente, acudieron a la cita. Quino llegó con toda su timidez a cuestas, acompañado por su editor Daniel Divinsky (Ediciones de la Flor). Poco a poco, a lo largo del almuerzo y al influjo del vino con que se roció la comida, el dibujante se despojó de la carcasa hecha de ojos miopes y calvicie pronunciada, voz suave y pausada, sonrisa nerviosa… El que salió a relucir fue el autor de “Potentes, prepotentes, impotentes”, libro de humor gráfico sobre la política de la sexualidad o la sexualidad política.
El “papá de Mafalda” y esposo de una cuasi misteriosa Alicia
(fallecida a fines de 2017) reveló la inquietud que en ese momento despertaban en
su ser masculino las mujeres japonesas. Confesó que la caballerosidad de
acomodarle la silla a las damas en un restaurante no era tal en su caso, sino
que la acción le servía para mirarles el trasero. Como dijo
Arandia, Quino, el maestro, se puso hualaycho;
y demostró que los ángeles tienen sexo.
Terrenal, después de
todo
La reciente muerte del dibujante y humorista gráfico, a sus
88 años de edad, es parte inevitable de la condición de ser humano y en tal
sentido no cabe la sorpresa. Lo deprimente es saber que se ha perdido un vigía
de dicha condición, un hombre que atrapó con tinta lo malo de la especie –también
lo bueno, no se vaya a pensar mal- a la manera de quienes cuentan sus
pesadillas al día siguiente para exorcizar los malos augurios.
Quino, en definitiva, fue un ejemplar del planeta Tierra. Al
menos por alguien como él la raza puede conservar algo de optimismo en su
futuro. Si una persona es capaz de mantener los pies sobre la tierra pese a que
los demás le ven alas en lugar de brazos, tal vez no todo esté perdido en la Tierra y tampoco para los marcianos.
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