lunes, 7 de octubre de 2019

La Sirina de Aymuray

Foto, Mandala úsica -TDV Bolivia. Tomada de Rascacielos.


El disco invita, a quien escucha, a mantener los sentidos atentos, a ver si de una vez nos pensamos y dejamos de vivir vidas ajenas y enajenantes, vidas sin memoria o vidas atávicas.


Mabel Franco O.

“Sirina, cantos de agua dulce” es el segundo disco del grupo boliviano Aymuray. Ha sido lanzado en la primera mitad del año con una fuerza premonitoria que, claramente, no estamos preparados para escuchar ni siquiera cuando el desastre –el de la depredación de paisajes, recursos, pueblos, personas- nos está ocurriendo.
La sirina de Aymuray templa, afina instrumentos y letras. E invita, a quien escucha el producto, a mantener los sentidos atentos, a ver si de una vez nos pensamos y dejamos de vivir vidas ajenas y enajenantes, vidas sin memoria o vidas atávicas.
Musicalmente, Aymuray se va labrando una identidad producto de la comunidad que forman Marisol Díaz Vedia (composición y voz), Roberto Morales (saxofón, flauta traversa y piccolo), Víctor Hugo Guzmán (batería y percusión), Freddy Mendizábal (piano) y Andy Burnett (bajo eléctrico). Como cuenta la cantante, ella suele llegar al grupo con un tema en la cabeza, pues no escribe música, y con sus compañeros le dan la forma final. Una forma que recoge herencias múltiples y que me recuerda en mucho a Parafonista, ese proyecto musical que encabezó Álvaro Montenegro y del que varios de los Aymuray fueron parte.
Aymuray está hablando en el mundo musical del hoy con una voz boliviana. Esto significa muchas cosas, sin que ninguna de ellas sea folklorismo y menos snobismo. Hay sonido propio, para el que cada instrumentista trabaja su voz. Y hay discurso, postura frente a los espejismos, para el caso de “Sirinas…”, del desarrollo, de la civilización.
En “Bien delicada”, por ejemplo, Marisol Díaz y su invitada Caya Cayejera se alternan y entonces se canta en quechua y en castellano, se pasa de una canción melódica a un hip hop, con largos solos de saxo jazzero. Y se pinta lo delicada que es la situación del lago Titicaca: “¿Acaso piensas contaminar el agua que bebes?”, pregunta una. “No te lo niegues, es el momento de que despiertes”, llama la otra. 
En “Andes Amazonas”, el piano abre una morenada que habla de la admiración eterna de un andino por una amazonita. Pero la pasión es un llamado a la alerta: “No dejes que este nuestro amor sea consumido por la ambición de cierto tipo de langosta, que come en grande a nuestra costa, contamina y lucra sin pensar que a sus propios hijos ha de envenenar”.
Son 12 los temas del disco. No son música de fondo, hay que parar las orejas para entender y descubrir. Ahí están la cueca “Desapego”, los respectivos instrumentales de Morales, Burnett y Mendizábal, las inclasificables “La herencia”, “Ayer o nunca” y “Fragatto”, canción ésta en la que Díaz Vedia canta en inglés y castellano.
Si del primer disco de Aymuray resuena en mi memoria “Lamorenada del adiós”, ejemplo de feminismo, de este segundo casi todos los temas están incorporados en mi chip de lo memorable.

Nota escrita para Rascacielos, revista de Página Siete, 

lunes, 9 de septiembre de 2019

Víctor Mamani Rafael, pintor escenógrafo

La "relocalización" expulsó al adolescente de su hogar en el pueblo minero Mina Bolívar. Las imágenes de las muchas películas que había visto durante su niñez fueron el equipaje que iría desempacando poco a poco hasta forjarse su destino como artista de cine y de teatro.

Escenografía de Víctor Mamani para "El calvario de mi madre" (2019). Foto: 

Mabel Franco Ortega, periodista
De la residencia inglesa donde Mary Poppins hace de las suyas, a los cuartos, bodegas y patios de La Paz de Jaime Saenz. De un palacio árabe, a los pies de un árbol en el Chaco boliviano. Un lienzo que sube y baja producto de la tramoya, a veces objetos que aportan tridimensionalidad, las luces apuntando en el punto clave. Magia teatral.
De eso se encarga el artista Víctor Mamani Rafael, habitante de la noche, tiempo en el que diseña y pinta los decorados que le encomiendan músicos, bailarines y teatristas, obligándose a habitar fosa o altillo del Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez.
Mamani es miembro –como Ciclón (Adrián Campero), Óscar Casero, Ramiro Ramírez, Lucio Ramos-  de una estirpe que parece estar de salida de los teatros: la de los pintores escenógrafos.  
Pero centrémonos en Víctor Mamani para intentar crear el telón de fondo de su vida que bien podría ser argumento de una obra de cine, teatro o danza, que a todo ha respondido –y responde– con su arte.


Víctor Mamani Rafael en el vestíbulo del teatro Alberto Saavedra Pérez en 2019. Foto: Mabel Franco
A bordo de una volqueta
Víctor nació en 1968 en Mina Bolívar, una población que era parte de la Corporación Minera de Bolivia (Comibol). “Viví allí hasta 1986, como un niño rico. Tenía de todo, incluso un gran teatro donde se realizaban los grandes festivales mineros y donde, sobre todo, se exhibían las mejores películas. Yo iba mucho a verlas, pues en la tarjeta de la pulpería estaba incluido este servicio y lo descontaban por planilla del salario de mi padre, se aprovechara o no”.
Mina Bolívar es parte del Cañadón de Antequera (Oruro), donde funcionaban varias minas privadas. “La nuestra era la única estatal y estaba en la cabecera del cañadón. La ‘relocalización’ llegó de sorpresa” –recuerda Víctor, que en 1986 era un bachiller que soñaba con irse a Rusia para estudiar ingeniería de minas “y tuvimos que dejar nuestra casa”.
No hubo tiempo de recoger casi nada. Cuatro familias, una de ellas la de Víctor –padre, madre y 10 hijos-, fueron transportadas a bordo de una volqueta rumbo a La Paz. “Fue terrible”.
“Nunca entenderé por qué. La mina producía y era rentable. De hecho, Goni (Gonzalo Sánchez de Lozada) la compró y la siguió explotando. Hoy mismo sigue activa”, reflexiona el hijo mayor de los Mamani Rafael.
En el escaso equipaje con que subió a la volqueta, Mamani incluyó, aunque no lo supiera concientemente, las imágenes de una película que “me hizo volar la cabeza”: El Mago de Oz.
Los padres del joven soñador no sabían leer. Como pudieron, con prisa, adquirieron una casa en El Alto, en el sector de El Kenko, donde todavía vive quien resume esa parte de su vida como producto del destino.
Escenografía para el baile de la Diablada, coreografía de Bafopaz. Foto: Mabel Franco.
El cuartel
Víctor consiguió trabajo como mucamo en una residencia de La Paz, pero trabajó un mes solamente, pues se impuso la obligación de acudir al cuartel. “No había pensado en ir, no quería ir; pero habrá sido el destino y terminé en el Estado Mayor durante la peor época para estar allí: miles de mineros salían a las calles a reclamar todos los días. Era grave, pues era gente que no tenía nada que perder. Y me entrenaron, como a mis compañeros, para reprimir a las grandes masas; tan bien, que con dos movimientos podíamos separar a los dirigentes del resto del grupo y deteníamos la marcha”.
Ese año fue muy duro para el joven que desde niño se recuerda solitario y sensible, pero finalmente “el cuartel me enseñó a organizarme, a planificar y me acercó, paradójicamente, al arte”. Cierto día, un oficial consultó si había un pintor entre los conscriptos y “yo pensé que de brocha gorda, así que no me presenté; me llevé una llamada la atención cuando esa persona me sorprendió dibujando, aunque desde ese día pasé a trabajar en mejores condiciones: haciendo los libros oficiales y coloreando cuadernos de los hijos de los oficiales. El arte me protegió”.
Lejos ya de la idea de ser ingeniero de minas, lo que Víctor deseaba era estudiar arte. Como tenía que ganarse la vida, consiguió empleo en la panificadora San Gabriel y allí se quedó durante cinco años. Una tarde que bajaba a pie hacia Obrajes, con 50 centavos en el bolsillo, “vi un cartel amarillo en la curva de Holguín: Carrera de Artes”. Allí lo aceptaron y, entre trabajos aquí y allá, llegó a conocer al cineasta Marcos Loayza, por quien ingresó al mundo del cine, experiencia que le llevaría, más tarde, al del teatro. El destino, “siempre el destino”.


Escenografía de Víctor Mamani para la chacarera de Bafopaz. Foto: Mabel Franco.
El Mago de Oz
La película “El corazón de Jesús”, de Loayza, fue el estreno en grande para quien aprendió el oficio de asistente y, luego, director de arte. Terminé mi carrera en 10 años, ciertamente, pero aprendí mucho en el camino, en las filmaciones, en los documentales, los spots publicitarios”. Además, fue invalorable la amistad que hizo con el maestro escultor Víctor Zapana, quien le enseñó a modelar, conocimiento importante para las escenografías que propone a los artistas.
La vida afanosa, sin embargo, le provocó a Víctor una grave afección en el estómago a fines de los años 90. Estuvo internado en un hospital por meses. Convaleciente, sin dinero, recibió un llamado telefónico esperanzador. Era el actor de teatro David Mondacca, quien le pedía ayuda para la escenografía de una obra que estaba preparando: “No le digas”, sobre textos de Jaime Saenz.
Acudió a la cita con Mondacca, más muerto que vivo y sin dinero como para darse el lujo de rechazar el trabajo. El artista le contó en detalle la obra que tenía en mente. “Armé todo en mi cabeza y respondí que me parecía fácil, que lo haría, pero que me dejara hacerlo en mi casa”. Mamani recurrió a materiales de reciclaje: cartón, trapos viejos, adobes desechos, libros, un batán pequeño, una corteza de eucalipto…
“No conocía, hasta entonces, el Teatro Municipal, pero con las indicaciones que me dio David llegué en un taxi y descargué lo que parecía ser basura. Quienes me vieron han debido pensar que era un loco”. En el escenario, a la hora de armar, se dio cuenta de que no sabía nada de teatro.
Mario Caba, técnico de luces por entonces, “me brindó toda la ayuda que necesitaba para colgar, sujetar, e incluso me trajo un batán enorme en el que el personaje muele el picante”, y así fue cobrando vida el universo saenciano, incluidos los libritos en miniatura de Juanjosé Lillo que se describen en “Vidas y muertes” y que Mamani trabajó con primor.
"El corazón de Jesús", película de Marcos Loayza. Vìctor Mamani hizo la dirección de arte junto a Sandro Alanoca.  
Cuestión de perspectiva
Hace 20 años de ese debut. Años de nuevos aprendizajes y maestros como el arquitecto Mario Torrico, quien fue director del teatro Saavedra Pérez, y que casi lo adoptó y le dio cobijo en la vieja infraestructura. “Hoy, soy un escenógrafo. Hago bocetos, acabado de perspectiva, color; hago maquetas para entender el color del vestuario, el maquillaje”.
Y pinta sobre el lienzo inmenso colocado sobre el piso, parado en medio, dueño de la perspectiva como no parece posible. “Se llama perspectiva deformada. Yo estoy dentro del cuadro y miro como esos faquires que se desdoblan, se elevan y lo ven todo desde el aire. Esto me enseñó a hacer Mario Torrico, como Mario Caba me enseñó luces y electricidad, y como el tramoyista Lucio Ramos me facilitó el conocimiento de las cuerdas y pesos. Puedo hacer todo”, aunque, claro, el teatro es equipo, es depender uno del otro y esto a veces desespera a quien no ha dejado de ser esa persona solitaria.
Aunque extraña el cine, “mi vida es el teatro”, resume Mamani. “Me da de comer, pero sobre todo me permite estar en un lugar que es pura energía de tanta gente que ha vivido, y vive, emociones intensas”. ¿Fantasmas? “Yo soy uno”. O más bien, “soy como el Mago de Oz que me sigue maravillando porque todo es tramoya, escenografía, ilusión para hacerte ver que hay cosas bellas donde no hay sino papeles, cartón, trozos de madera”.

Nota: Víctor Mamani Rafael recibió una distinción de la Secretaría Municipal de Culturas en 2018 como reconocimiento a su labor.

domingo, 28 de abril de 2019

Raza: espectador


El Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez, de La Paz, se ha quedado sin su Ángel.

Ángel Quiñones en un vino en el Salón de Honor del teatro municipal. 

Cada noche, salvo excepción que hacía más evidente su existencia, “Timoteo”, como le había bautizado el personal del teatro municipal Alberto Saavedra Pérez, trasponía la puerta de ingreso a platea con un paso menudito, como un muñeco de cuerda que lo hacía inconfundible.
No era de los que quisiera hablar demasiado. A duras penas, una de esas noches dijo que se llamaba Ángel. Ángel Quiñones, 75 años.
Todo el 2018, este Ángel llegó al teatro, entró sin pedir permiso, incluso para ver el mismo espectáculo más de una vez. En tiempos en los que escasea el público, en que el artista se alegra si en el espacio para 600 espectadores al menos asisten 50, Ángel era un fenómeno, un misterio.
En enero reciente, al inaugurarse la temporada 2019 en el teatro, el infaltable “Timoteo” no llegó. Ni en febrero, ni en marzo. Las vendedoras de dulces sabían el porqué. Ángel, que solía pasear por El Prado o la calle Comercio, siempre solo y con su pasito acompasado, se había caído para no levantarse más.
Timoteo seguramente tuvo familia. Lo habrá llorado. En el teatro hubo un suspiro de pena y comentarios de “vamos a extrañarlo”. No es que Ángel fuese un ángel. Acostumbraba a acomodarse, en esas rarísimas funciones con mucho público, en el asiento de alguien que había pagado su entrada y nada lo iba a mover de allí. O solía comentar a gritos sus impresiones sobre un actor o una actriz o un grupo musical, como la vez que se oyó alto y claro: “Qué gorda” o “Habla más fuerte, no escucho” o “Qué macana de obra”. Entonces daba ganas de exiliarlo, pero se pasaban al constatar su persistencia para pertenecer a esa raza en peligro de extinción: espectador.