miércoles, 17 de mayo de 2017

Goya Veizaga: “… Y sigo estando aquí”


La compañía Roco Salmón (de Raúl Salmón) convocó a la joven de 18 años para ensayar una obra “fuerte”. El papel femenino clave recayó en ella, y así Goya Veizaga se convirtió en Doña Julia, esa mujer avejentada, desdentada y sin reparos a la hora de reclutar jovencitas para su prostíbulo de la calle Condehuyo. El autor, un estudiante de medicina de nombre Raúl Salmón de la Barra, condujo los ensayos hasta que, entrado el año 40, la obra de teatro social estaba lista para mostrarse al público.



Goyita Veizaga en los años 40, cuando encarnó a Doña Julia, en "La calle del pecado".
Foto: Galerìa del Teatro Municipal Alberto Saavedra Pèrez.

Mabel Franco, periodista

“Hoy estoy aquí, mañana no sé, pasado mañana, ¡ay!, donde estaré”. Esta parte del popular huayño se había convertido en la tarjeta de presentación de la cantante Goya Veizaga, quien la entonaba cada vez que hacía su ingreso en la radio Illimani.

Goyita, hija de Ángel Veizaga Flores y Candelaria Bravo, nacida en noviembre de 1920, creció arrullada por la guitarra de su padre, que como buen cochabambino se complacía al entonar temas vallunos, y la voz de su madre, una paceña que seducida por Libertad Lamarque cantaba como ella eso de “Negrita chabelona de mi barrio”.

“Es extraño, pero desde mis 96 años actuales afirmo que tengo los recuerdos más nítidos de mis dos primeros años de vida, de los viajes en tren, de lugares como Machacamarca o Antofagasta, adonde mi padre nos llevaba obligado por su trabajo en el ferrocarril”.

Parte de esos recuerdos tiene que ver con una niña haciendo fonomímica con guitarra en mano, sombrero de lado y porte de Carlos Gardel. “Mi padre se entusiasmaba muchísimo y me pedía que repitiese una y otra vez el número”. Como haría luego, cuando ya estudiante de colegio en La Paz, vestida con la falda plisada y la boina roja propias del establecimiento “Juana Azurduy”, dominaba los pasos del charlestón.

En esa memoria privilegiada resalta también un hecho que la marcaría de por vida: la asistencia a una función de teatro en el Municipal, que por entonces, años 20, no llevaba todavía el nombre de Alberto Saavedra Pérez. Wenceslao Monroy, Carlos Cervantes, Cristina Cordero, “la primera actriz que vistió una pollera en el escenario”, impactaron a la niña de siete años que sintió que en ese espacio se podía ser feliz.

Cantar se hizo natural para Goya Veizaga. Y tan bien lo hacía, que sus compañeras del colegio la animaron a participar del concurso de aficionados que había en la radio Patria de los hermanos Freire. “Fui y, como todos los participantes, ensayé mucho guiada por el pianista Felipe Ballón Vargas”. Ganó y su premio fue un contrato para cantar durante un mes en la emisora. Valses peruanos, tangos, boleros salieron en la voz de la muchacha de menuda contextura y negro cabello.
Junto a sus hermanos José y Mario Veizaga y a Arnaldo Cabello, en 1950. Foto: Archivo Techy Suárez.

A los 18 años, Goya entró a estudiar en la Escuela de Arte Escénico que funcionaba en el edificio contiguo al Teatro Municipal, hoy Casa del Maestro. “Subía por las gradas anchas y era maravilloso”. Y mucho más cuando la elegían para papeles de extra, papeles chicos, que la fueron preparando para lo que se vendría en el año 39.

En la calle del pecado
La compañía Roco Salmón -que así la bautizó Raúl Salmón- convocó a la joven de 18 años para ensayar una obra “fuerte”. El papel femenino clave recayó en ella, y así Goya Veizaga se convirtió en Doña Julia, esa mujer avejentada, desdentada y sin reparos a la hora de reclutar jovencitas para su prostíbulo de la calle Condehuyo.

El autor, un estudiante de medicina de nombre Raúl Salmón de la Barra, condujo  los ensayos hasta que, entrado el año 40, la obra estuvo lista para mostrarse al público.

“Don Raúl nos reunió un día y nos dijo: Vamos a estrenar en Oruro; allí, en una ciudad más pequeña, probaremos suerte”. Había resquemor por las repercusiones, pues nadie antes en La Paz había tratado el tema de la prostitución de una forma tan descarnada.

Carlos Pumarino, Tito Landa, Hugo Roncal, Humberto Rada, el propio Salmón, Goya Veizaga, entre otros, con los aplausos orureños como garantía se animaron a mostrar “Condehuyo o La calle del pecado” en el Teatro Municipal de La Paz.

Fue un suceso. “Cada día teníamos filas de gente esperando entrar. Carlos Pumarino, que además de buen actor era un excelente maquillador, me convertía en doña Julia” y, por tanto, Goyita, la joven, quedaba irreconocible.

La prensa local calificó el atrevimiento de “vigorosa y valiente composición del autor boliviano… que delata la prostitución y sus consecuencias”. Y la consideró “superior a la obra francesa El beso mortal (??)”. Más tarde, cuando la repuso la Primera Compañía de Teatro de Lucho Espinoza, se puso textualmente: “La empresa recomienda a las personas nerviosas abstenerse de presenciar este espectáculo”.

La obra giró por ciudades y pueblos del país. En el Teatro Omiste de Potosí, adonde llegó luego de 40 representaciones en La Paz, se la anunció como “sensacional drama”, aunque “estrictamente prohibida para menores e impropia para señoritas de 16 años”. 

En Cochabamba, cuyo Teatro Achá acogió dos obras de Salmón en 1944: “El canillita” en matiné y la representación 105 de “Condehuyo”, en noche (21.30). se alertó en los avisos de prensa sobre esta última:  “¡Estrictamente prohibida para menores”, además de anunciarse que “se está filmando en México” (algo que no se efectuó, que se sepa).

En Sucre se repitieron los elogios y también la alerta en mayúsculas: “Estrictamente prohibida para menores e impropia para señoritas”, pese a que una de ellas era principal figura.

Cuestión de genes
A principios de los años 40, la veinteañera Goya fue madre. “Soltera”, aclara la nonagenaria sin pizca de reparos. Teresa, la hija, heredaría la pasión por el canto y una voz intensa que la llevó, un 2 de junio de 1960, a debutar en el Teatro Municipal de La Paz y, de allí, a Lima para ser reconocida como artista revelación de 1963, y a Buenos Aires para grabar un primer disco. Pero Techy Suárez, tal el nombre con que se hizo conocida la hija, merece otra nota que describa sus actuaciones junto a Argentino Ledezma, Javier Solís, Enrique Guzmán y Cantinflas, por citar a los grandes.

Antes de dejar a Techy, cabe resaltar que ella y otros artistas de la “época de oro” organizan actuaciones, como la que se producirá este mayo de 2017 en el Municipal, bajo el cobijo de Arteporbol; de una de esas veladas del recuerdo fue parte Goyita en 2016.
Goya Veizaga en marzo de 2017 muestra sus fotos de juventud. Foto: Mabel Franco.

“Genes”, explica la aludida la razón de su propio camino por el arte, el de Techy y de sus otras hijas, nacidas ya de su matrimonio con el señor Besares, nietos y bisnietos, todos con algún perfil artístico.
Como “cancionista”, vocablo con que se presentaba a las mujeres que cantaban en los años 40 y 50, según se lee en las notas de prensa y de publicidad de la época, Goya escaló poco a poco. La radio Illimani –de propiedad del estado-- fue un primer gran peldaño profesional, “pues para cantar allí había que ser muy buena; nadie entraba de forma directa”.

Radio, teatros, televisión… el público la aplaudió en distintos escenarios. Y la vio siempre elegante, muy bien peinada y maquillada, como ahora que asiste a la entrevista. “Me dicen que soy coqueta, y yo respondo que así voy a morirme; me arreglo sola, el cabello, las cejas, y una de mis hijas me ayuda con el retoque. Son muchos años de cuidar mi aspecto como para dejar de hacerlo ahora”.

De las canciones que hizo propias, su favorita es el vals peruano “José Antonio”, de Chabuca Granda. Sin más, la entona enterita, estrofa por estrofa: “Por la vereda viene cabalgando José Antonio, se viene desde Barranco a ver la flor de Amancaes… José Antonio, José Antonio, por qué me dejaste aquí…”, fluye la voz cascada por los años, pero correcta a la hora de poner acentos y modulaciones que convencen sobre el amor entre cancionista y canción.

Algo incontenible se desata en la mente de Goyita, sentada como está en una de las oficinas del Teatro Municipal Saavedra Pérez, “mi casa, mi hogar, mi templo”, y entonces surge otro vals peruano, aquel que sentencia: “Todos vuelven por la ruta del recuerdo, pero el tiempo del amor no vuelve más”.

“En la radio Illimani debías dejar el programa 24 horas antes –pide que se tenga en cuenta mientras recorre con paso lento, vigilado de cerca por Techy Suárez, el pasillo de la salida de artistas del teatro. “Ellos preparaban así el libreto, con tiempo, y entonces todo quedaba perfecto. Yo entraba siempre con eso de ‘… ¡ay!, dónde yo estaré’ . Y, miren, sigo estando aquí…”.
 
Interpretando una canciòn cuyos versos están en la memoria de la artista. Foto: Mabel Franco.


martes, 7 de marzo de 2017

Juanita Taillansier, la primera estrella del cine boliviano

“Creo que una muchacha, antes de casarse debe pensar en el divorcio. Es muy necesario. En la época del noviazgo jamás se llega a apreciar los caracteres. Todos los novios son ángeles caídos del cielo que se vuelven demonios en el matrimonio... Una mujer debe tener a mano un recurso que la salve del tormento de vivir totalmente decepcionada y sacrificándose por satisfacer solo un concepto social egoísta que exige todo sin dar nada”. Juanita Taillansier


Mabel Franco, periodista

El 16 de julio de 1907 nació en La Paz una niña a la que su madre, Felipa Guzmán, bautizó como Juanita. Hija única hasta los 26 años (cuando llegó al mundo su hermana, Teresa Guillén Guzmán), con un padre, monsieur Taillansier, que muy pronto desapareció de la vida de la familia, Juana creció en un hogar que igualmente la mimó y le auguró una vida de éxitos y felicidad. No en vano, según hacía notar su madre, Juanita tenía dos coronas en la cabeza (remolino que forma el cabello en la nuca).
Se educó en el Instituto Americano, donde asistió al internado y pronto destacó por su carácter alegre,  travieso. Muchas veces le encomendaron papeles en las comedias que se solía montar en el colegio. “Dicen que lo hacía bien”, le contó al periodista del diario paceño Última Hora que la entrevistó en 1931, a raíz de la película protagonizada por ella y que se había estrenado un año antes. “Ése fue suficiente título –recordó su desempeño en aquellas obras estudiantiles- para que me solicitaran filmar Wara Wara”. 

Taillansier como Wara Wara y José María Velasco Maidana como Tristán de la Vega, en el lago Titicaca.

Juanita Taillansier es, puede afirmarse, la primera actriz del cine boliviano. Y la única, en rigor, con un papel protagónico.
Su rostro en la gran pantalla animó el de la princesa inca con nombre de estrella que, en tiempos de la Conquista, se enamora del capitán español Tristán de la Vega. Éste, prisionero de los nativos. en algún lugar del lago Titicaca, caerá también rendido ante la belleza y dulzura de Wara Wara, tal como la obra de Antonio Díaz Villamil (La voz de la quena) lo dejara asentado antes de servir de base para el guion del film.
La película, dirigida y coprotagonizada por José MaríaVelasco Maidana, tuvo gran eco en su tiempo. Pero luego sobrevino el olvido casi absoluto (salvo notas de prensa y alguna que otra foto), dada la desaparición física de la cinta.

El milagro que fascina
Cuando seguramente las esperanzas de recuperar el film se perdían, Pedro Susz, como cabeza de la Cinemateca Boliviana, fue convocado en 1986 por un nieto del ya fallecido Velasco Maidanam (murió en EEUU), para revisar un viejo baúl, legado, que había permanecido oculto, del pionero de las superproducciones en Bolivia. Allí fue encontrada Wara Wara, entre otros materiales (trozos de La profecía del lago, por ejemplo, la primera película silente boliviana), aunque en rollos de nitrato sin editar. En los años 90, con el apoyo del Goethe Institut de La Paz, se inició un largo proceso de restauración.
Esta parte de la historia de la película ha sido contada varias veces, pero nunca deja de ser fascinante, quizás porque tiene un final feliz: hoy está bien protegida y al alcance de todo aquel que desee asistir a la historia de amor de la joven Wara Wara.

Estrella fugaz
Cuando Juanita Taillansier daba vida al personaje de la película silente, en el mundo se imponía ya el cine sonoro. Aquel 1930 fue el del estreno de El ángel azul, la primera película europea con sonido propio protagonizada por Marlene Dietrich. Y en Hollywood conmovía Anna Christie, con una Greta Garbo que se haría de un Oscar por su actuación.
No hace falta decir que de esas actrices –e incluso de Pola Negri, cuya película “muda” en la que se la describía como sublime y perversa se proyectaba en La Paz al mismo tiempo que Wara Wara- se sabe hoy más en Bolivia que de la Taillansier. Es cierto que, a diferencia de la estrella local, las divas extranjeras se convirtieron en tales por el impulso de una industria cinematográfica que en Bolivia nunca pudo concretarse.
De hecho, Juanita, pese a los comentarios de que su trabajo revelaba una “original habilidad” (Última Hora, enero de 1930) y que era “una actriz cinemática (sic) de muy buenas condiciones” (septiembre de 1931), tuvo en Wara Wara su debut y despedida.
La sobrina y ahijada de Juanita Taillansier, Janne Marie de la Riva guillén—hija de la hermana de la actriz, Teresa Guillén Guzmán, se animó en 2002 a publicar un librito (Wara Wara, memorias) en el que recogió los recuerdos sobre aquella mujer que le eligió el nombre, que le contaba historias fantásticas y que solía mostrarle las fotos y recortes de prensa de la aventura cinematográfica de su juventud.
 

¿Cómo era, pues, Juanita? 

Juanita Taillansier en su juventud.
Dominaba el idioma inglés como si fuera el propio. Esto la llevó a trabajar en la Embajada de Estados Unidos y luego en Air France, donde conquistó el corazón del ciudadano francés Alfred Bricout, gerente de la empresa, con quien se casó.
Tal como había deseado desde pequeña, la joven madame Bricout cruzó el océano para llegar a la tierra de su misterioso padre. De la Riva cree recordar que en esa travesía la pareja llevó la copia de   Wara Wara para que la familia francesa la viera. Falta saber si quedó en París y si alguien todavía la guarda. Lo cierto es que Bricout murió en La Paz luego de una larga enfermedad, unos años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, y Juanita quedó viuda y sin hijos. 
Juanita, antes de conocer a quien sería su compañero, había respondido al interés de la prensa sobre su noción del amor: “Tengo tan alto concepto de él que, me parece, sólo amaré una vez”. Y así mismo fue. 
Los esposos Bricout.

Un alma llena de ternura
Si de niña y de joven adoptó a todo animal que se puso en su camino: un puma de circo, un burro maltratado, en su edad madura llenó la casa que le compró su esposo (en la calle Belisario Salinas, casi avenida Arce) de perros, una gata, conejos y hasta gallinas.
De la Riva, que nació en 1958, atrajo la ternura de la tía. “La recuerdo claramente como parte de los años felices de mi niñez”. Y “me parece verla acostada, por las noches, apoyada en sus almohadas, una larga y otra cuadrada, una sobre la otra...” Era el momento “en que se friccionaba las manos y el rostro con cremas y bebía un poco de agua fresca de una botella de cristal que tenía sobre su mesa de noche”. Antes había tendido “su colcha de vicuña, y envuelto su camisón en una botella de agua caliente; apagaba las luces de toda a casa y, acompañaba de su perrito que la seguía a todas partes, se venía a acostar a mi lado”.
Era el momento de las historias de su propia vida que podían parecer argumentos de una película. Como la vez que, solía repetir, un extraño hombre se presentó en su habitación y le dejó un mensaje para la Embajada de Francia. Juanita se enteraría luego de que era el fantasma de un enviado del país galo, fallecido en un accidente de avión, que había reclamado su ayuda.
El amor por Bolivia, del que la actriz hablaba a sus sobrinas constantemente, inspiró a Jeanne Marie, dice ella, y la prueba está en su dedicación al Centro de Terapias Naturales en el que rescata los saberes ancestrales de las culturas andinas.
Juanita Taillansier era una mujer de carácter y parecían rebelarle los prejuicios de la sociedad en que vivía. Eso mismo la habrá impulsado a aceptar el papel de una indígena que enamora a un blanco español. La sociedad de la época terminó por aceptar la historia, como no hizo años antes, cuando rechazó la propuesta del propio Velasco Maidana, La profecía del Lago, pues no estaba dispuesta a presenciar, ni en la ficción, que un pongo y una “patrona” se enamorasen. Se dice que otra joven rechazó el rol de Wara Wara por las críticas de la "sociedad", y que Juanita fue llamada entonces.
“Puse en ello -en dar a Wara Wara- toda mi alma, toda mi voluntad”, dijo la actriz al periodista. “Cumplí todo el trabajo que me encomendaron y en momentos en que el propio empresario desfallecía ante las dificultades de la labor emprendida, era yo misma que exigía la continuación tenaz hasta conseguir el éxito”. 
Nota de puño y letra de Velasco Maidana en la que agradece a la actriz de Wara Wara
"por su entusiasmo y su alta comprensión artística".

Todos los días de descanso de Juanita, durante más de diez meses, tuvo que ir a filmar.  En ese tiempo se codeó con artistas y bohemios que se vistieron también de indígenas y españoles: Arturo Borda, Emmo Reyes, Juan Capriles, Guillermo Viscarra Favre, Marina Núñez del Prado, Humberto Viscarra Monje, entre otros.
La joven fue también de las pocas que salió de su casa para trabajar, como secretaria, en aquellos años en que ellas estaban destinadas a cuidar del hogar. Y no dudó en expresar su deseo de ser piloto de avión luego del vuelo que hizo por invitación de un miembro de Air France, para espanto de su madre.
Sobre el divorcio, opinó públicamente en sus días de soltera: “Creo que una muchacha, antes de casarse debe pensar en el divorcio. Es muy necesario. En la época del noviazgo jamás se llega a apreciar los caracteres. Todos los novios son ángeles caídos del cielo que se vuelven demonios en el matrimonio... Una mujer debe tener a mano un recurso que la salve del tormento de vivir totalmente decepcionada y sacrificándose por satisfacer solo un concepto social egoísta que exige todo sin dar nada” (UH, abril de 1931).