"Los cuatro músicos de Bremen", a cargo del grupo alemán Marabú, motiva disquisiciones acerca del teatro pensado en el público infantil.
Mabel Franco, periodista
Diga lo que se diga, el teatro para niños nunca será visto
por un adulto como ellos lo hacen. Por más que se afirme que uno tiene alma de
niño a sus 50 años de vida, esos años actúan como filtro, pesan, restan
capacidad de asombro. Lo que no es necesariamente malo, pero bueno tampoco si
se piensa en lo bien que la pasan los niños con una obra que a los ojos adultos
se sobrelleva apenas.
Por esa razón, quizás, las manzanas que repartieron los
actores de “Los cuatro músicos de Bremen”, obra presentada por el grupo alemán
Marabú en la sala 6 de Agosto de La Paz, le supieron a gloria a Manuel, un
chico de 7 años, en tanto que al adulto que lo acompañaba le pareció un truco
efectista, cuasi proselitista, insuficiente para borrar la sensación de que
algo esencial del cuento de los hermanos Grimm se había perdida en la escena.
Los niños y las niñas no se esforzaron por comprender la trama:
disfrutaron de las imágenes, se rieron de los gags, aceptaron sin problema que
los humanos se convirtiesen en animales con el simple recurso de una máscara.
Los adultos apreciaron el esfuerzo de los actores, pero hubieran querido que
los enviados de Bonn cumplieran su promesa de abordar el tema de la vejez, de
lo desechable, de manera menos tangencial.
A los representantes de la niñez no pareció incomodarles
mucho el español difícil de los personajes y el alemán de uno de ellos. Preguntaron,
claro, que qué estaba diciendo el Gato, pero pronto se reengancharon en el
juego de los movimientos repetitivos, la música y otros recursos narrativos del
minino, el Perro, el Gallo y el Burro. Los adultos valoraron la capacidad de
los actores, su generosa entrega, pero se dieron cuenta de los problemas que
causan las barreras del idioma y cómo éstas restan fluidez al texto teatral,
incluso intencionalidad e intensidad.
Lucía, de seis años, dijo que se había divertido mucho, pero
que no había entendido la obra. Bendita ella que es capaz de abstraer lo mejor
de la experiencia frente al teatro y dejar de lado los penosos afanes intelectuales
para buscar sentido y trascendencia a las cosas. Los adultos lamentaron no
haber entendido por qué las escenas de los ladrones fueron más importantes que
las de los animales, al grado de que el final resultó abrupto, como si el grupo
se hubiese inventado uno ahí nomás.
Es gratificante ver a gente grande sudando la gota gorda
para contar una historia al público infantil. Los tres actores alemanes y una
belga dejan el alma en la actuación y nada raro que algo de su ajayu se haya
quedado en las alturas de La Paz y El Alto, ciudades en las que ofrecieron tres
funciones coauspiciadas por la Embajada de Alemania y la Secretaría Municipal
de Culturas paceña. El aplauso, por tanto, es merecido, lo que no significa
hacer concesiones al grupo que, dice su currículum, ha recibido varios
reconocimientos en su país, aunque “Los cuatro músicos de Bremen” no esté a la
altura de ese antecedente.
De inmediato, para adultos y para niños, valga un dato: en
Bolivia hay personas y grupos estupendos (Los Cirujas, Sergio Ríos, Raúl
Beltrán, por ejemplo) que trabajan para el público infantil con una calidad y
un rigor innegables. Estuvo muy bueno ver a los alemanes, mucho más porque la
experiencia abre el apetito para seguir explorando en el universo del arte
pensado en la niñez y que está aquí, cerca, al alcance de un viaje en minibús a los espacios en los que suelen presentarse. A ver si en algún momento una obra logra que las miradas se
interpolen y que en la humanidad de los adultos algo haga clic y todo sea magia
otra vez.